Algo demasiado maligno y repelente tenía que haberse desatado en la sociedad soviética si sus más fervientes cantores comenzaban a dispararse balazos en el corazón, asqueados ante la náusea que les provocaba la mierda petrificada de su presente. Aquel suicidio era, bien lo sabía Liev Davídovich, una dramática confirmación de que habían comenzado tiempos más turbulentos, de que los últimos rescoldos del matrimonio de conveniencia entre la Revolución y el arte se habían apagado, con el previsible sacrificio del arte: tiempos en los que un hombre como Maiakovski, disciplinado hasta la autoaniquilación, podía sentir en su nuca el desprecio de los amos del poder, para quienes poetas y poesía eran aberraciones de las cuales, si acaso, se podían valer para reafirmar su preeminencia, y de las que se prescindía cuando no se las necesitaba.
Liev Davídovich recordó que varios años atrás había escrito que a Tolstói la historia lo había vencido, pero sin quebrarlo. Hasta sus últimos días aquel genio había sabido guardar el don precioso de la indignación moral y por eso lanzaba contra la autocracia su grito de «¡No puedo callarme!». Pero Maiakovski, obligándose a ser un creyente, se había callado y por eso terminó quebrado. Le faltó valor para irse al exilio cuando otros los hicieron; para dejar de escribir cuando otros partieron sus plumas. Se empeñó en ofrecer su poesía a la participación política y sacrificó su Arte y su propio espíritu con ese gesto: se esforzó tanto por ser un militante ejemplar que tuvo que suicidarse para volver a ser poeta… El silencio de Maiakovski presagiaba otros silencios tanto o más dolorosos que, con toda seguridad, se sucederían en el futuro: la intolerancia política que invadía a la sociedad no descansaría hasta asfixiarla. Como sofocaron al poeta, como tratan de ahogarme a mí, escribiría el exiliado, varado junto al opresivo Mar de Mármara que lo rodeaba hacía ya un año.
Hasta el fin de sus días Liev Davídovich recordaría sus primeras semanas de exilio turco como un tránsito ciego a lo largo del cual tuvo que desplazarse tanteando paredes en movimiento constante. Lo primero que lo asombró fue que los agentes de la GPU encargados de vigilar su deportación, además de entregarle mil quinientos dólares que decían adeudarle por su trabajo, mantuvieran un trato amable hacia él a pesar de que, cruzadas las aguas turcas, él había enviado un mensaje al presidente Kemal Paschá Atatürk advirtiéndole que se asentaba en Turquía únicamente porque lo obligaban. Después fueron los diplomáticos de la legación soviética en Estambul quienes le dispensaron cobijo y una cordialidad que solo hubieran prodigado a un huésped de primera categoría enviado por su gobierno. Por ello, ante tanta amabilidad fingida, no se extrañó cuando los diarios europeos, alentados por los rumores propalados por los ubicuos hombres de Moscú, especularon con la idea de que tal vez Trotski había sido enviado a Turquía por Stalin para fomentar la revolución en Oriente Próximo.
Convencido de que el silencio y la pasividad podían ser sus peores enemigos, decidió ponerse en movimiento y, mientras insistía en la solicitud de visados en varios países (el presidente del Reichstag alemán había hablado de la disposición de su país de ofrecerle un «asilo de libertad»), redactó un texto, publicado por algunos diarios occidentales, donde clarificaba las condiciones de su destierro, denunciaba la persecución y el encarcelamiento de sus seguidores en la Unión Soviética, y calificaba a Stalin, por primera vez públicamente, de Sepulturero de la Revolución.
El cambio de actitud de diplomáticos y policías fue inmediato y curiosamente coincidente con la llegada de nuevas negativas de Noruega y Austria a acogerlo, y con la noticia de lo que ocurría en Berlín, donde Ernst Thälmann y los comunistas fieles a Moscú habían comenzado a gritar contra la posible acogida del renegado. Expulsados sin miramientos del consulado soviético y despojados de toda protección, los Trotski tuvieron que alojarse en un pequeño hotel de Estambul, donde sus vidas quedaban expuestas a las previsibles agresiones de sus enemigos, rojos y blancos. Aun así, apenas instalados, Liev Davídovich envió a Berlín el telegrama con el cual quemaba la última nave a la que había confiado su suerte: «Interpreto silencio como una forma poco leal de negativa». Pero, no bien lo despachó, le pareció insuficiente y reforzó su postura con un último mensaje al Reichstag: «Lamento mucho que se me deniegue la posibilidad de estudiar prácticamente las ventajas del derecho democrático de asilo».
La eclosión de la primavera los había sorprendido en aquel tétrico albergue de paredes agrietadas y sucias donde se habían alojado. Aunque no tuviera la menor idea de cuáles podrían ser sus siguientes pasos, Liev Davídovich decidió aprovechar la estación y gastar su tiempo muerto en conocer el exultante Estambul. Pero ni siquiera el descubrimiento de un mundo de sutilezas que remitían a los orígenes mismos de la civilización conseguiría despertarlo del letargo pesimista en que había caído y que le hacía sentirse extraño de sí mismo: Liev Davídovich Trotski necesitaba una espada y un campo de batalla.
Unas semanas después había aceptado, sin demasiado entusiasmo, la propuesta de su mujer y su hijo de dar un paseo por el Mar de Mármara hasta las Islas Prínkipo. El pequeño archipiélago volcánico, a hora y media de la capital, había sido el refugio de príncipes otomanos destronados y el lugar donde se pensó celebrar, en 1919, una conferencia de paz para poner fin a la guerra civil rusa. Liev Davídovich aprovecharía aquel paseo para distraerse, tomar el sol y degustar las delicadas empanadas turcas conocidas como pochas y pides , a las que Natalia se había aficionado. Con ellos viajaron dos jóvenes simpatizantes trotskistas que, unos días antes, su viejo amigo Alfred Rosmer había enviado desde Francia para garantizar mínimamente su seguridad.
El pequeño vapor zarpó a las nueve de la mañana. Tocados con sombrero, ocuparon la proa de la embarcación y disfrutaron del paisaje que ofrecían las dos mitades de Estambul. La mirada de Liev Davídovich, sin embargo, trataría de ver más allá de los edificios, las iglesias puntiagudas, las mezquitas abombadas: había procurado verse a sí mismo en aquella ciudad en la que no tenía un solo amigo, un seguidor confiable. Y no se encontró. Sintió que, en ese instante preciso, comenzaba su exilio: verdadero, total, sin asideros. Fuera de la familia y unos pocos amigos que le habían reiterado su solidaridad, era un hombre abrumadoramente solo. Sus únicos aliados útiles para una lucha como la que debía iniciar (¿cómo?, ¿por dónde?) seguían recluidos en campos de trabajo, o ya habían claudicado, pero todos permanecían dentro de las fronteras de la Unión Soviética, y la relación con ellos se apagaba con la distancia, la represión y el miedo.
Siempre que evocaba aquella mañana de aspecto tan apacible, Liev Davídovich recordaría que había experimentado la urgencia de oprimir la mano de Natalia Sedova para sentir un calor humano cerca de sí, para no asfixiarse de desasosiego ante la acosadora sensación de extravío. Pero también recodaría que en ese momento se había ratificado en su decisión de que, aun solo, su deber era luchar. Si la Revolución por la que había combatido se prostituía en la dictadura de un zar vestido de bolchevique, entonces habría que arrancarla de raíz y sembrarla de nuevo, porque el mundo necesita revoluciones verdaderas. Aquella decisión, bien lo sabía, lo acercaría más a la muerte que lo acechaba desde las atalayas del Kremlin. La muerte, no obstante, solo podía considerarse como una contingencia inevitable: Liev Davídovich siempre había pensado que las vidas de uno, diez, cien, de mil hombres, pueden y hasta deben ser devoradas si el torbellino social así lo reclama para alcanzar sus fines transformadores, pues el sacrificio individual es muchas veces la leña que se quema en la pira de la revolución. Por eso le provocaba risa que ciertos periódicos insistiesen en mencionar su «tragedia personal». ¿De qué tragedia hablaban?, escribiría: en el suprahumano proceso de la revolución no cabía pensar en tragedias personales. Su tragedia, si acaso, era saber que para lanzarse a la lucha no tenía a mano correligionarios forjados en los hornos de la revolución, ni medios económicos, ni mucho menos un partido. Pero le quedaba la que siempre había sido su mejor arma: la Pluma, la misma que difundió sus ideas en las colaboraciones entregadas al Iskra y que, ya en su primer destierro, lo había conducido al corazón de la lucha desde aquella noche de 1901 en que recibió el mensaje capaz de ubicar su vida de luchador en el vórtice de la historia: la Pluma había sido reclamada en la sede del Iskra , en Londres, donde lo esperaba Vladimir Ilich Uliánov, ya conocido como Lenin.
Читать дальше