Para Ramón se inició en esa época un aprendizaje que comenzaría a redefinirlo. Acababa de cumplir los doce años, hasta entonces había sido un niño matriculado en escuelas exclusivas, criado en la abundancia, y de pronto, solo con dar un paso, había caído si no en la pobreza, al menos en un mundo mucho más cercano a la realidad, donde se contaban las monedas para las meriendas y las camas se quedaban sin hacer hasta tanto uno mismo las tendía. La pequeña Montse, con diez años, había recibido la carga de cuidar y alimentar a Luis, mientras Pablo había asumido el incordio de la limpieza. Jorge y él, por ser los mayores, se responsabilizaron de hacer las compras y, muy poco después, de preparar las comidas que los salvaron de morir de hambre cuando Caridad no regresaba a tiempo o volvía drogada de los compromisos de su vida política. Cada cual se bañaba cuando quería y cualquier pretexto para no ir a la escuela era aceptado. Sus amigos en Dax fueron hijos de aldeanos pobres y de emigrantes españoles, con los que disfrutaba saliendo a los bosques cercanos a recolectar trufas, guiados por los cerdos. En aquella época Ramón también aprendió a sentir sobre su piel el ardor de la mirada gélida, cargada de desprecio, de los jóvenes burgueses de la pequeña ciudad.
Después de pedir informes a Barcelona, la policía de Dax decidió que no quería a Caridad en sus predios y, sin mayores contemplaciones, le exigieron que tomara otro rumbo. Por eso tuvieron que hacer de nuevo las maletas y salir hacia Toulouse, una ciudad mucho más grande, donde ella pensaba que podía pasar inadvertida. Allí, para evitar la presión de la policía y convencida de que las joyas no darían para mucho más, Caridad comenzó a trabajar como maestresala de un restaurante, pues tenía maneras y educación para la faena. Gracias a los dueños del lugar, que pronto les tomaron afecto a los muchachos, Jorge y Ramón pudieron ingresar en la École Hóteliére de Toulouse, el primero para estudiar chef de cuisine , Ramón para mâitre d'hôtel , y la estabilidad recuperada los hizo abrazar la ilusión de que volvían a ser una familia normal.
Definitivamente, Caridad no había nacido para sentar burgueses a una mesa y sonreírles mientras les sugería platos. Preñada con la furia de la revolución total y el odio al sistema, su vida le parecía miserable, el desperdicio de unas fuerzas que exigían a gritos un cauce liberador. Aunque nunca pudo aclararse el incidente, Ramón pensaría toda su vida que el envenenamiento masivo de clientes del restaurante que se produjo una noche solo pudo ser obra de su madre. Por fortuna nadie murió, y la duda sobre la intencionalidad y, por tanto, la autoría del atentado, no llegó a ser aclarada. Pero los dueños del negocio decidieron prescindir de ella, y el comisario encargado del caso, con sobradas razones para sospechar de Caridad, se presentó en la casa varios días después y le exigió que se esfumara o la metería en la cárcel.
Antes incluso del envenenamiento de los comensales, Caridad vivía en un sopor, y se movía como un péndulo de las explosiones de entusiasmo o de ira a unos silencios depresivos en los que caía por días. Era evidente que su vida, carente de un sostén ideológico firme, había extraviado sus sentidos y, al verse privada de la posibilidad de lucha y demolición, frente a ella solo se abría un círculo vicioso de depresión, furia, frustración, de donde no conseguía salir. Perdió entonces el control y trató de matarse ingiriendo un puñado de pildoras tranquilizantes.
Jorge y Ramón la descubrieron solo porque esa noche decidieron entrar en su cuarto para llevarle un poco de comida. Los recuerdos que Ramón conservaría de ese momento siempre fueron borrosos y apenas podría pensar que habían actuado por reflejo, sin detenerse a razonar. Un Ramón desesperado la sacó a rastras de la cama, anegada de excrementos y orines. Ayudado por Jorge, que usaba una prótesis metálica a causa de la poliomielitis que le había dejado secuelas en una de las piernas, consiguió arrastrarla a la calle. Sin fijarse en que le desgarraban los pies contra los adoquines, sin reparar en el frío ni en la lluvia, lograron llevarla hasta la avenida y tomar un coche hacia el hospital.
Nunca volvió a hablar Caridad de aquel episodio y ni siquiera pronunció jamás una palabra de gratitud por lo que sus hijos habían hecho por ella. Ramón pensaría, durante muchos años, que su silencio se debió a la vergüenza provocada por la patente flaqueza en que había caído, ella, la mujer que quería cambiar el mundo. Además, al salir del hospital Caridad había tenido que aceptar, para mayor humillación, que su marido, avisado por los muchachos, se responsabilizara ante los médicos con su custodia: la única ocasión en que Ramón vio llorar a su madre fue el día en que se despidió de Jorge y de él, para marchar con Pau y sus hijos pequeños hacia Barcelona.
En medio de la tormenta de amor y de odio en que vivieron por tantos años, Caridad nunca sabría, pues Ramón tampoco le regaló jamás el placer de confesárselo, que en aquel momento, viéndola partir rescatada por la encarnación misma de lo que ella más despreciaba, él dejó de ser un niño, pues se convenció de que su madre tenía razón: si uno quería saberse realmente libre, tenía que hacer algo para cambiar aquel mundo de mierda que laceraba la dignidad de las personas. Muy pronto Ramón también aprendería que ese cambio solo se produciría si muchos abrazaban la misma bandera y, codo con codo, luchaban por él: había que hacer la revolución.
«La mierda petrificada del presente»… Liev Davídovich lanzó el periódico contra la pared y abandonó el estudio de trabajo. Mientras bajaba las escaleras, de la cocina le llegó el olor del cabrito estofado que Natalia preparaba para la cena, y le pareció obsceno aquel aroma goloso. Tras su mesa de trabajo contempló a la hermosa Sara Weber, que tecleaba con aquella velocidad que en ese instante se le antojó automática, definitivamente inhumana. Cruzó la puerta de acceso al jardín yermo y los policías turcos le sonrieron, disponiéndose a seguirlo, y él los detuvo con un gesto. Los hombres hicieron como que acataban su deseo, pero no lo perderían de vista, pues la orden recibida era demasiado precisa: sus vidas dependían de que el exiliado no perdiera la suya.
La belleza del mes de abril en Prínkipo apenas lo rozó mientras, seguido por Maya , descendía la duna que moría en la costa. ¿Qué angustias podían atenazar al cerebro de un hombre sensible y expansivo como Maiakovski para que hubiera renunciado voluntariamente al perfume de un estofado, a la magia de un atardecer, a la visión del encanto femenino y se encerrara en el mutismo irreversible de la muerte?, se preguntó y avanzó por la orilla para observar la elegante carrera de su perra, un regalo de la naturaleza que también le pareció ofensivamente armónico.
Tres años atrás, cuando estaban a punto de expulsarlo de Moscú y su buen amigo Yoffe se había pegado un tiro, buscando que su acto provocara una conmoción capaz de mover las conciencias del Partido e impidiera la catastrófica defenestración de Liev Davídovich y sus cama-radas, él había pensado que el dramatismo del hecho tenía un sentido en la lucha política, aun cuando no compartiera semejante salida. Pero la noticia recién leída lo había sacudido por la magnitud de la castración mental que encerraba su mensaje. ¿Qué alturas habían alcanzado la mediocridad y la perversión para que el poeta Vladimir Maiakovski, precisamente Maiakovski, decidiera evadirse de sus tentáculos quitándose la vida? La mierda petrificada del presente de la que se espantaba el poeta en sus últimos versos, ¿se había desbordado hasta empujarlo al suicidio? La nota oficial pergeñada en Moscú no podía ser más ofensiva con la memoria del artista que con más entusiasmo había luchado por un arte nuevo y revolucionario, el que con más fervor entregara al espíritu de una sociedad inédita su poesía cargada de gritos, caos, armonías rotas y consignas triunfales, el que más se empeñó en resistir, en soportar las sospechas y presiones con que la burocracia asediara a la inteligencia soviética. La nota hablaba de una «decadente sensación de fracaso personal», y como en la retórica implantada en el país la palabra decadencia se aplicaba al arte, la sociedad, la vida burguesas, al hacer «personal» el fracaso, estaban reafirmando con calculada mezquindad aquella condición individual que solo podía existir en el artista burgués que, solían decir, todo creador siempre arrastraba, como el pecado original, por más revolucionario que se proclamase. La muerte del escritor, aclaraban, nada tenía que ver con «sus actividades sociales y literarias», como si fuera posible desligar a Maiakovski de acciones que eran, ni más ni menos, su respiración.
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