Leonardo Padura - El Hombre Que Amaba A Los Perros

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En 2004, a la muerte de su mujer, Iván, aspirante a escritor y ahora responsable de un paupérrimo gabinete veterinario de La Habana, vuelve los ojos hacia un episodio de su vida, ocurrido en 1977, cuando conoció a un enigmático hombre que paseaba por la playa en compañía de dos hermosos galgos rusos. Tras varios encuentros, «el hombre que amaba a los perros» comenzó a hacerlo depositario de unas singulares confidencias que van centrándose en la figura del asesino de Trotski, Ramón Mercader, de quien sabe detalles muy íntimos. Gracias a esas confidencias, Iván puede reconstruir las trayectorias vitales de Liev Davídovich Bronstein, también llamado Trotski, y de Ramón Mercader, también conocido como Jacques Mornard, y cómo se convierten en víctima y verdugo de uno de los crímenes más reveladores del siglo XX. Desde el destierro impuesto por Stalin a Trotski en 1929 y el penoso periplo del exiliado, y desde la infancia de Mercader en la Barcelona burguesa, sus amores y peripecias durante la Guerra Civil, o más adelante en Moscú y París, las vidas de ambos se entrelazan hasta confluir en México. Ambas historias completan su sentido cuando sobre ellas proyecta Iván sus avatares vitales e intelectuales en la Cuba contemporánea y su destructiva relación con el hombre que amaba a los perros.

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No menos vergonzoso le parecía su protagonismo en el aplastamiento de la insurrección de los marinos de la base de Kronstadt, en el infausto mes de marzo de 1921. Aquel destacamento, que habían garantizado con su apoyo el éxito del golpe bolchevique en octubre de 1917, cuatro años después reclamaba derechos tan elementales como una mayor libertad para los trabajadores, un trato menos despótico para con los campesinos obligados a entregar el grueso de sus cosechas y, sobre todo, el sagrado derecho a elecciones libres a las asambleas de los Soviets. El argumento de que los nuevos marinos de la flota del Báltico estaban siendo manipulados por anarquistas y oficiales contrarrevolucionarios nunca debió justificar la medida que él, como comisario de la Guerra, se encargó de aplicar: el aplastamiento de la revuelta y la liberación de una violencia que llegó hasta el fusilamiento de rehenes. Para él y para Lenin había resultado evidente que el escarmiento constituía una necesidad política, pues aun cuando sabían que la protesta no tenía posibilidades de convertirse en la Tercera Revolución anunciada, temían que agravara hasta límites insostenibles el caos existente en un país asolado por el hambre y la parálisis económica.

Sabía que si en marzo de 1921 los bolcheviques hubieran permitido unas elecciones libres, probablemente hubiesen perdido el poder. La teoría marxista, que Lenin y él utilizaban para validar todas sus decisiones, nunca había considerado la coyuntura de que los comunistas, una vez en el poder, pudieran perder el apoyo de los trabajadores. Por primera vez, desde el triunfo de Octubre, debieron haberse preguntado (¿alguna vez nos lo preguntamos?, le confesaría a Natalia Sedova) si era justo establecer el socialismo en contra o al margen de la voluntad mayoritaria. La dictadura proletaria debía eliminar a las clases explotadoras, pero ¿también reprimir a los trabajadores? La disyuntiva había resultado dramática y maniquea: no era posible permitir la expresión de la voluntad popular, pues ésta podría revertir el proceso mismo. Pero la abolición de esa voluntad privaba al gobierno bolchevique de su legitimidad esencial: llegado el momento en que las masas dejaban de creer, se impuso la necesidad de hacerlas creer por la fuerza. Y aplicaron la fuerza. En Kronstadt -Liev Davídovich bien lo sabía- la revolución había comenzado a devorar a sus propios hijos y a él le había correspondido el triste honor de haber dado la orden que inauguró el banquete.

La inflexibilidad con que había actuado (generalmente apoyado por Lenin) quizás se justificaba en aquellos años. Pero ahora, al revisar sus actitudes, no podía dejar de preguntarse si, de haber tenido la desvergüenza y la astucia necesarias para abalanzarse sobre el poder tras la muerte de Lenin, no habría terminado convirtiéndose, él también, en un zar pseudocomunista. ¿No habría enarbolado las justificaciones de la supervivencia de la Revolución para aplastar rivales, como en 1918 las utilizó Lenin para ¿legalizar los partidos que junto a los bolcheviques habían luchado por la revolución? ¿Habría sido capaz de sostener la pertinencia democrática de una oposición, de facciones dentro del Partido, de una prensa sin censura?

Liev Davídovich comprobaría hasta qué punto los avatares de la política absorbían sus energías cuando su mujer lo sorprendió con la noticia de que Liova deseaba irse de Prínkipo. El temblor oculto que desde hacía unos meses sacudía los cimientos de la villa de Büyük Ada solo se le reveló en ese momento, cuando ya había cobrado proporciones de terremoto. Recordó entonces que alguna vez Natalia Sedova le había comentado que no era bueno que Jeanne Molinier permaneciera por temporadas con ellos, mientras Raymond regresaba a París. Habían sostenido aquella conversación una tarde en que habían ido de paseo hasta la impresionante estructura del antiguo hotel Prínkipo Pa-lace, la mayor construcción de madera en toda Europa, y, al oírla, él le había preguntado con sorna qué sucedía. Ella había sonreído mientras le explicaba las cosas con su pragmatismo de siempre: sucedía que las esposas debían estar con los esposos y que su Liovnochek se estaba volviendo viejo y los años le empañaban la vista incluso a un hombre como él.

Hasta ese instante las idas y venidas de Raymond Molinier habían funcionado como una peripecia más en la rutina de Büyük Ada. Dotado de esa énergie Molinièresque que tanto atraía a Liev Davídovich, aquel seguidor se había convertido en el principal sostén de la oposición en París. Entusiasmado por la posibilidad de convertir el trotskismo en una fuerza política dentro de la izquierda francesa, Molinier había puesto su devoción, su fortuna y su familia al servicio del proyecto, y mientras él luchaba en París por buscar nuevos adeptos, su esposa, Jeanne, se había convertido en la corresponsal entre el secretariado atendido por Liova y los simpatizantes trotskistas en Europa. La energía de Molinier había tocado fibras sensibles del experimentado revolucionario, y por eso había decidido poner en sus manos el destino de la oposición francesa, pasando por encima de las opiniones de otros camaradas, como Alfred y Marguerite Rosmer, que discretamente decidieron retirarse de la lidia.

Pero solo ahora se enteraba de que, desde la primera ocasión en que Raymond dejó a su mujer en Büyük Ada, Natalia había olfateado lo que se avecinaba: Jeanne era una joven dotada de una languidez que contrastaba con el atropellamiento de su marido, y los veintitrés años de Liova palpitaban en cada célula de su cuerpo, aun cuando se hubiera entregado en cuerpo y alma a la causa. Por ello, mientras su mujer le comunicaba que Jeanne viajaría a París con la intención de terminar su relación con Raymond, y que Liova planeaba irse con ella a otro lugar, el revolucionario comprendió cuan poco se había preocupado por las necesidades de su hijo, aunque de inmediato pensó que el trabajo de tantos meses, el pírrico y doloroso beneficio extraído de los disgustos y defecciones, podían irse por el caño, arrastrados por el impulso egoísta de un hombre y una mujer. Y esa misma noche, sin poder contenerse, le reprochó a Liova su devaneo sentimental, imperdonable en un luchador.

Por fortuna la reacción de Raymond fue profundamente francesa, según Natalia, y dejó partir a Jeanne para que viviera con Liova, que ya planeaba trasladarse a Alemania. Liev Davídovich comprendió entonces que no tenía otra alternativa que aceptar aquella decisión: aunque el espíritu de sacrificio del muchacho fuese inconmensurable, no podía exigirle que invirtiese su juventud en una isla perdida. Lo que más le dolería, escribió, sería perder al único hombre en quien podía descargar el peso de sus frustraciones, el único del que podía escuchar críticas sinceras y del que jamás cabría esperar fuese el encargado de clavarle el puñal, servirle el café envenenado, dispararle el tiro en la nuca que, tarde o temprano, le arrancarían la vida.

Pero la preocupación por la partida de Liova fue momentáneamente empañada por un acontecimiento que, apenas conocido, se transformó en un mal presentimiento para Liev Davídovich: las elecciones alemanas, celebradas el 14 de septiembre de 1930, habían convertido al Partido Nacional Socialista de Hitler en el segundo más votado del país. El salto había sido de los ochocientos mil votos de 1928 a los más de seis millones que ahora lo respaldaban. Perplejo ante una extraña irresponsabilidad política de los comunistas alemanes, Liev Davídovich leyó que éstos festejaban su propio ascenso de tres a cuatro millones y medio de votos, y proclamaban que el repunte hitleriano era el canto de cisne de un partido pequeñoburgués condenado al fracaso. Varios meses atrás, en una de las cartas con que solía bombardear al Comité Central del Partido soviético, ya él había advertido sobre el peligroso enraizamiento del nacionalsocialismo en Alemania, al cual veía como portador de una ideología capaz de cohesionar a todo aquel «polvo humano» de una pequeña burguesía triturada por la crisis y deseosa de revancha. Desde entonces había comenzado a insistir en la necesidad de una alianza estratégica entre comunistas y socialistas para frenar un proceso que podría llevar a los hitlerianos al poder. Pero la respuesta a su premonitorio llamado de alarma había resultado ser la orden de Moscú, canalizada por el Komintern, de que el partido alemán se abstuviera de cualquier alianza con los socialistas y los demócratas.

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