– Primera vez que veo unos borzois -preferí mirar hacia los animales, que ahora correteaban cerca de su dueño.
– Son los únicos que hay en Cuba -dijo él y yo pensé: es español. Pero en la entonación había unas inflexiones raras, que me hicieron dudar.
– Necesitan mucho ejercicio, aunque debe tener cuidado con el calor.
– Sí, el calor es un problema. Por eso los traigo hasta aquí…
– He leído que estos animales son muy fuertes, pero a la vez muy delicados. Eran los perros de los zares rusos… -dudé si no sería un atrevimiento, pero como no tenía nada que perder, me lancé-: ¿Los trajo de la Unión Soviética?
El hombre miró hacia el mar y dejó caer el cigarro en la arena.
– Sí, me los regalaron en Moscú.
– Perdone, pero usted no es ruso, ¿verdad?
El hombre me miró a los ojos y chasqueó las correas contra la pata del pantalón. Deduje que tal vez no le había gustado que lo confundieran con un ruso, pero me convencí de que mi pregunta no daba a entender esa posibilidad. ¿O sí era ruso -no, si acaso georgiano o armenio, por el color del pelo y de la piel- y por eso tenía aquellas entonaciones extrañas y cierto engolamiento al pronunciar las palabras?
En ese instante, en un claro entre las casuarinas, vi a un negro alto y delgado que, con una toalla enrollada sobre un hombro, nos observaba sin el menor recato, como si nos vigilara. Pero volví la vista cuando escuché que mientras les colocaba las correas a los perros, el hombre de los espejuelos de carey les susurraba algo en un idioma que tampoco logré ubicar. Cuando el hombre se incorporó, observé que daba un paso en falso, como si se hubiera mareado, y lo escuché respirar con alguna dificultad. Pero de inmediato me preguntó:
– ¿Cómo es que sabes tanto de perros?
– Es que trabajo en una revista de veterinaria y da la casualidad de que acabo de revisar un artículo sobre genética que escribió un científico soviético, y hablaba mucho de los borzois y otras dos razas europeas. Además, me encantan los perros -respondí de un tirón.
Por primera vez el hombre sonrió. La falta de respuesta ante su origen, su aspecto inusual y el hecho de que hubiera vivido en Moscú, sumado a la presencia del negro alto y flaco que nos observaba, me decantó por la posibilidad de que el hombre de los perros fuese un diplomático.
– Me gustaría leer ese artículo.
– Yo creo que se puede conseguir una copia -dije, sin pensar que para hacer realidad aquella promesa (hasta tanto saliera la revista, para lo cual faltaban un par de meses) lo más probable era que yo tuviese que mecanografiar aquel texto lleno de extraños códigos genéticos.
– Yo amo a los perros -admitió el extranjero, utilizando justamente el verbo amar de aquel modo en que ya casi nadie lo empleaba, y en su sonrisa me pareció entrever una nostalgia recóndita, que no guardaba relación con sus siguientes palabras-. Buenas tardes.
Yo musité un demorado buenas tardes, y no estoy seguro de si el hombre, que ya se alejaba hacia donde estaba el negro alto y flaco, me llegó a escuchar. Los perros, al descubrir su intención, dieron una carrera hacia el negro, que se acuclilló para recibirlos y dedicarse a frotarles las panzas con la toalla hasta entonces colgada sobre sus hombros. El extranjero se aproximó a ellos, torciendo el rumbo, como si diera un pequeño rodeo o le fuera imposible caminar en línea recta, y después de decirle algo al negro, se perdió entre las casuarinas, seguido por los dos galgos, que ahora avanzaban al paso de su amo. El negro, que se había volteado un instante para observarme, otra vez se colocó la toalla sobre un hombro y los siguió, hasta que él también desapareció entre los árboles.
Cuando volví a mirar hacia la costa, ya el sol tocaba el mar en el horizonte y dibujaba una estela sanguínea que venía a morir, con las olas, a unos pocos metros de mis pies. Empezaba la noche del 19 de marzo de 1977.
Cuando conocí al hombre que amaba a los perros, hacía poco más de un año que yo había empezado a trabajar como corrector en la revista de veterinaria. Ese destino era el resultado de mi tercera caída, una de las más drásticas de mi vida.
En 1973, cuando terminé la universidad con excelentes notas y el prestigio añadido de tener un libro publicado, fui seleccionado para trabajar como redactor jefe de la emisora de radio local de Baracoa, el pueblo perdido y remoto (no hay otros adjetivos para calificarlo) que se enorgullecía, con el apoyo de la historia y mucho esfuerzo de la imaginación, de haber tenido el privilegio de ser la primera villa fundada y, además, la primera capital de la isla recién descubierta por los conquistadores españoles. La promoción a tan importante responsabilidad -me dijo el compañero que me atendió en la oficina de ubicación laboral, departamento de recién graduados universitarios- se debía, más que a mis méritos estudiantiles, al hecho de que, como joven de mi época, debía estar dispuesto a partir hacia donde se me ordenara y cuando se me ordenara, por el tiempo que fuese necesario y en las condiciones que hubiere, aunque decidió omitir que legalmente yo estaba obligado a trabajar donde ellos me enviaran por las estipulaciones de la ley del llamado servicio social que, como retribución por la carrera estudiada gratuitamente, nos correspondía realizar a todos los recién graduados. Y lo que tampoco me dijo el compañero, a pesar de que había sido la verdadera razón por la cual Alguien decidió seleccionarme y promoverme a Baracoa, fue que habían considerado que yo necesitaba un «correctivo» para bajarme los humos y ubicarme en tiempo y espacio, como solía decirse.
El mayor aliciente con el que subí a la guagua que veintiséis horas después me depositaría en Baracoa era pensar en la ventaja que me reportaría aquella especie de destierro a una Siberia tropical: si algo debía de sobrar en aquel sitio, y más con el trabajo que me habían asignado, podría ser tiempo para escribir. Aquella ilusión palpitaba dentro de mí como un feto en su placenta, como una necesidad biológica. Ya para esa época yo tenía una conciencia bastante lúcida de que los cuentos de mi libro publicado eran de una calidad calamitosa y si habían recibido una codiciada primera mención en un concurso de escritores noveles, que incluyó la edición del volumen, se debía más a los asuntos que trataba y el modo de abordarlos que al valor literario de mis textos. Yo había escrito aquellos cuentos imbuido, más aún, aturdido por el ambiente agreste y cerrado que se vivía entre las cuatro paredes de la literatura y la ideología de la isla, asolada por las cascadas de defenestraciones, marginaciones, expulsiones y «parametraciones» de incómodos de toda especie ejecutadas en los últimos años y por el previsible levantamiento de los muros de la intolerancia y la censura hasta alturas celestiales. No fui el único, ni mucho menos, que se había comportado como el simio diligente del que hablara Chandler y, arropado en las convicciones románticas que casi todos teníamos en aquellos tiempos, había comenzado a escribir lo que, sin demasiado margen a las especulaciones, se debía escribir en aquel instante histórico (de la nación y la humanidad toda): relatos sobre esforzados cortadores de caña, valientes milicianos defensores de la patria, abnegados obreros cuyos conflictos estaban relacionados con las rémoras del pasado burgués que todavía afectaban a sus conciencias -el machismo, por ejemplo; la duda sobre la aplicación de un método de trabajo, por otro ejemplo-, herencias que, esforzados, valientes y abnegados como eran, sin duda se hallaban en trance de superar en su ascenso hacia la condición moral de Hombres Nuevos… Pero un tiempo después, cuando había mirado dentro de mí mismo y hecho un tímido intento literario de apartarme de aquel esquema para colorearlo con algunos matices, me habían golpeado con una regla para que retirara las manos.
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