Después se volvió con un imperioso movimiento y abrió la boca. «Gracias», quería decir, pero al ver el rostro de Mujzen no le salió palabra alguna. Avanzó un poco, abrazó a Shams largo rato sin decir nada y después se quedó quieta delante del muchacho.
– Nunca te olvidaré. -Su voz sonó quebradiza al pronunciar esas palabras.
– Pero yo a ti con suerte sí-bufó Mujzen. También a él le temblaba la voz.
Simún se encogió de hombros, sonrió sin entusiasmo y en un abrir y cerrar de ojos estaba sobre el animal. Con movimientos expertos hizo que se pusiera en pie. Abajo, junto al suelo, quedaron el rostro cariñoso de Shams, que relucía pálido en la oscuridad, y la mirada sombría de Mujzen.
La muchacha vaciló sólo un instante y después azuzó al camello.
– ¡Te odio! -exclamó Mujzen tras ella.
Shams se aferró a su brazo.
– No, no es verdad -dijo con delicadeza.
Mujzen suspiró. Al cabo de un rato reparó con asombro en que la muchacha se había arrimado casi imperceptiblemente a él. Sintió la calidez de su cuerpo a través de su ropa y, en el frescor de la noche, le resultó agradable. Además, Simún al fin había salido de su vida.
– Por Almaqh, ojalá logre olvidarla -gimió.
Shams apoyó la cabeza sobre su hombro y sonrió en la oscuridad.
– Estoy muy orgullosa de ti -dijo.
Algo desplegó por primera vez sus alas en el pecho de Mujzen. Un nuevo mundo se abrió en ese momento ante él, y en su horizonte logró distinguir todavía las pezuñas frenéticas del camello de Simún.
«No cabalga-pensó, maravillado-. Vuela.»
LIBRO SEGUNDO
La ciudad de los dos paraísos
De este, pues, lunar del Orbe,
si bien, lunar con belleza,
de esta, pues, mancha con arte
es Emperatriz, y Reyna
Saba.
PEDRO CALDERÓN DE LA BARCA,
La Sibila del Oriente, y Gran Reyna de Saba
Había creado en Marib dos paraísos,
uno a la siniestra y ala diestra el segundo.
Allí encontraba consuelo cuando el ave
cantaba la melodía del dulce aroma del jazmín .
MUHAMMAD ’ABDUH GHANIM
En el desierto
Simún cabalgó hasta que despuntó el alba, pálida como una hermosa difunta, y entonces se detuvo por primera vez a mirar en derredor. Estaba sola en mitad de un árido paisaje lleno de guijarros negros. Apenas si se veía una brizna de hierba, no se oía ni la llamada de una sola ave. Las montañas eran aún crestas lejanas, tan remotas y vacías como el cielo; las planicies que había ante ellas, lisas bandejas llenas de polvo que se extendían casi sin fin. Simún tuvo la impresión de que esa soledad había sido creada especialmente para ella como un reflejo de su interior. Escuchó el viento que le acariciaba los oídos, su único acompañante vivo, pero no logró descifrar sus murmullos.
Simún no conocía más que las inmediaciones del poblado, los pastos de invierno y de verano y las angostas sendas del valle que llevaba hasta ellos. No obstante, todo eso quedaba ya muy atrás y los remotos reinos de su fantasía jamás habían abarcado en realidad más que un arbusto, una piedra y una guarida de lagarto. El mundo real era tan grande que le hacía sentir escalofríos. Le daba la sensación de que el vacío que la rodeaba acabaría por aplastarla. Se aferró al camello. Le costaba trabajo respirar, pero se obligó a contemplar aquella inmensidad.
El sol salió entonces por su izquierda, y comprendió que había cabalgado sin darse cuenta hacia el sur. Le tranquilizó saberlo. Todos los niños sabían que al norte acechaban las fauces abiertas del desierto, que al norte se extendía el infierno de arena de la Región Vacía, la nada que todo lo engullía.
Al sur, por el contrario… Simún arrugó la frente. Todavía recordaba los relatos de su abuelo, que en su juventud había vagado lejos. Tampoco él había salido nunca de las montañas que eran su hogar, pero sí había conocido a muchas personas y había escuchado sus historias.
En el sur, según le había explicado una vez, se encontraba el mar. Simún dejó que la palabra y su prolongado aliento, tras el que se ocultaba un poder perentorio, se derritieran en su lengua. No sabía qué significaba. «Una gran masa de agua que no se puede beber», le había respondido su abuelo, fiel a lo que le habían contestado a él mismo. Que no se puede beber… ¿Qué clase de agua era ésa? ¿Acaso no sería húmeda y fresca? «Un espejo del cielo -rezaba otra descripción-, igual de azul e interminable.» ¡Pero el cielo no podía extenderse a los pies de uno! ¿Dónde se sustentarían entonces? Simún se sintió mareada sólo con pensarlo.
Al este quedaba un reino extraño que se llamaba Hadramaut y en el que los sagrados árboles del incienso estaban custodiados por espíritus que bebían sangre. Del oeste, por el contrario, su abuelo nunca le había hablado. «No sé», le contestaba siempre, y evitaba todas sus demás preguntas. Más adelante, cuando Simún dejó de creer en los jinn , le había parecido comprender de dónde procedía su rechazo. El oeste indicaba precisamente la dirección en la que se había marchado dos veces su madre.
Madre : a la imaginación de Simún le costaba tanto darle forma a esa voz como a la palabra «mar». Sin embargo, igual que ésta, albergaba un misterio susurrante y turbador. Simún permaneció largo rato perdida en las dudas. El sol, por el contrario, no desperdiciaba el tiempo y ya le ardía en la cabeza, abrasador. La muchacha alcanzó el odre de agua y dio un pequeño sorbo que paseó lentamente por toda la boca. «Vaya con Mujzen», pensó con fastidio. ¿Por qué no había cargado dos odres, ya que había pensado en ello? Sin embargo, así eran las cosas: toda bendición tenía un límite, ajustado y dolorosamente palpable. Mientras cavilaba, su mirada no se separó en ningún momento del horizonte. Ninguna dirección le prometía agua.
Al cabo, se enderezó y clavó los talones en los flancos de su montura. Simún había elegido. Iría al oeste.
Cabalgó tres días y tres noches. Las largas tardes las pasaba agazapada a la sombra de su camello, con la capa echada sobre la cabeza. Los minutos pasaban como si fueran siglos. Simún creyó oír cómo el viento serraba las montañas y éstas entonaban su canto fúnebre. La arena del aire le hablaba de la época en que las aguas todavía bramaban sobre ella. Allí donde el sol la tocaba, su piel quedaba abrasada como si se hubiera quemado al fuego. Simún intentaba conservar en la boca cada sorbo de agua hasta que desaparecía por sí solo. El agua estaba caliente como la sangre; sabía a cuero y a cabra, pero era líquida, era vida. Y sentía cómo iba disminuyendo.
No llevaba consigo nada que comer y tampoco encontró alimentos, de manera que el estómago se le hizo pequeño y duro como una piedra. Pero qué importaba. Tal vez convertirse en piedra fuera la única posibilidad para sobrevivir en ese yermo. Extendió sus esbeltos dedos y los contempló. La piel se le había vuelto oscura como la madera. ¿Se le estaría encogiendo, secándose lentamente? ¿Se abrazaría pronto a los blancos huesos que Simún palpaba ya bajo ella? Sólo la larga melena que le caía sobre los hombros seguía reluciendo aún, más negra que el plumaje de cualquier pájaro. «Seguirá existiendo -pensó Simún-, seguirá aquí aunque yo haya desaparecido ya.» La dejaba ondear como un obstinado estandarte ruando cabalgaba.
Su única compañía en esos largos descansos eran los animales. Contemplaba en silencio a los grandes escarabajos negros y observaba sus prolijos denuedos, todos los obstáculos y los rodeos a los que tenían que enfrentarse, a rastras, con una voluntad tenaz e inamovible. «Como yo -pensaba Simún, y les quitaba de en medio una piedrecilla-. Tampoco yo me rindo. En el poblado no deberían haberlo esperado. Llegaré a mi destino, un destino grande y especial.» Cuál era ese destino, sin embargo, lo sabía tan poco como los escarabajos que se esforzaban caóticamente por llegar a ninguna parte.
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