Tessa Korber - La Reina de Saba

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La pequeña Simún ha nacido tullida de un pie, no conoce a su madre y vive con su abuelo al borde del desierto, donde crece cuidando cabras. Un día, al fin ve confirmado su presentimiento de ser especial: una riada arrasa su poblado de pastores y ella acaba en la portentosa ciudad de Saba, uno de cuyos príncipes, descubre, es su padre. Sin embargo, la ciudad está gobernada por un tirano asesino de muchachas que cada año celebra una boda sangrienta.
La joven está convencida de que sólo ella tiene la fuerza y el poder necesarios para destruir a ese hombre, pues sabe que es la única que también carece de escrúpulos para matar. Con todo, cuando Simún, ya mujer, sube al trono de Saba después de lograr la hazaña, descubre que está rodeada de enemigos y amigos insidiosos. Para hacer valer su poder y salvar al reino de Saba de la destrucción, tendrá que superar pruebas sobrehumanas.
Plena de imágenes históricas magnificas, La reina de Saba transporta al lector a un pasado remoto habitado por personajes movidos por el poder, el amor y la libertad. La fastuosa y fascinante novela de Tessa Korber consigue que el mito de la legendaria soberana ele Saba cobre vida de manera cautivadora.

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Su hija esquivó sus caricias, pero un momento después se lanzó a sus brazos y frotó la cabeza contra su hombro casi hasta hacerle daño. Enseguida se sentó de nuevo bien erguida y miró por el hueco de las colgaduras al exterior de la litera.

– ¿Tiene gobernante tu pueblo? -preguntó con voz neutra, y con ello retomó una conversación que habían empezado antes.

Yita respondió con afabilidad:

– Saba está gobernada por un mukarrib . Reside en Marib, adonde nos dirigimos. Pronto lo conocerás. -Se detuvo un momento, reflexionando si era muy inteligente fomentar ese encuentro. Sacudió la cabeza. Decidió dejar para el día siguiente las preocupaciones futuras y prosiguió-: Es el primero entre iguales. Las tribus tienen a sus jefes, y su consejo cuenta mucho. El rey tiene que ganárselos para todo lo que hace. Sin embargo, el nuevo mukarrib es un hombre iracundo al que muchos temen. -De nuevo hizo una pausa para pensar en su rey-. Ha librado y ganado guerras. Por eso ha repartido mucha riqueza, y eso ha hecho que muchos hombres se unan a él.

– ¿Como los de ahí fuera? -preguntó Simún, y miró a uno de los jinetes que en ese momento adelantaba a su camello.

Todavía llevaba en el rostro las marcas de sus arañazos. Al verla le dirigió una cabezada a modo de saludo. Simún la aceptó con gran satisfacción. Ya no era una nómada sin estirpe, era la hija de Vita, hombre de gran influencia.

– Como yo -dijo su padre, respondiendo a su pregunta-. Igual que otros, abandoné la tienda de mi tribu para hablar por nosotros en Marib. Y para servir a Shamr, que aprecia mi consejo y el filo de mi arma. -Sonriendo, posó la mano sobre la empuñadura de su daga curva, cuya vaina de plata se sostenía en su cinto-. Vivimos no muy lejos del palacio. Ya lo verás.

Se interrumpió para servir unas cuantas uvas en un plato y contemplar, divertido, cómo se las comía la muchacha: deprisa, como una muerta de hambre que desde hacía días ya no era ella misma. También engulló así los dulces que le ofreció, mascando con fiereza y sin tomarse tiempo para saborearlos. «Es como una niña -pensó- que no ha recibido suficientes cuidados.» Tomó un pañuelo y le limpió la boca, azucarada y brillante, antes de alcanzarle el siguiente pastelito de pistacho, almendras y miel de dátiles.

A Simún le costaba imaginar el lugar en el que residía su familia: un palacio. Yita le había explicado que era de piedra, pero ¿quién querría vivir sobre la dura roca cuando podía disfrutar del suave suelo de arena, el velludillo de las alfombras de cabra y el continuo soplido del viento atravesando la tienda? Sacudió la cabeza y decidió esperar hasta ver Marib.

Allí se aclararía todo. Allí vivía su madre. Yita, abrumado por la emoción, había vertido lágrimas al explicarle que había sido ella quien, unos cuantos meses después de su nacimiento, se había llevado a la pequeña que había sido Simún.

– Desapareció -exclamó Yita, y se dio un golpe en la frente-. Sin decir palabra. Y de igual manera regresó al cabo de siete días. Jamás me dijo adonde había ido. Sólo que tú ya no estabas.

La miró entonces con ojos llorosos. Ojos que rogaban comprensión. Simún cogió una uva, se recostó y masticó con fuerza mientras lo contemplaba desde la seguridad de su refugio.

Yita se enjugó la frente con un pañuelo. Por fin sonrió y dijo:

– Pero ahora te he recuperado.

Simún no dijo nada. Tal vez le estuviera mintiendo, o tal vez sí había sucedido todo así. En tal caso, la respuesta a todas las preguntas se encontraba en Marib.

– Háblame de los sacerdotes -pidió Simún.

Yita obedeció.

CAPÍTULO 14

Por calles de piedra

El oasis de Marib se veía ya desde lejos. Simún permaneció en la litera sólo hasta que los verdes arcos de las palmeras datileras aparecieron al fin, y entonces bajó al suelo y corrió a la cima de una colina para poder contemplarlo todo con tranquilidad. Qué suaves parecían sus copas, como si fueran una alfombra extendida sobre la arena. Con qué intensidad relucían los colores, el ojo se demoraba en ellos como los labios del sediento en el canto del vaso.

– Si miras con atención, verás que son dos oasis -dijo su padre, que se había acercado a ella y señalaba con el dedo-. Uno al norte, otro al sur. Los dos paraísos de Marib.

– Verdaderamente tiene que ser un paraíso -susurró Simún.

Ya sentía el anhelo de pasear entre aquellos árboles, de protegerse bajo las sombras que ahuyentaban la luz del sol, de inspirar el aroma de las hojas y dejar que el fresco viento de allí abajo le acariciara la piel.

– Y allí está el palacio. -Yita señaló, aunque no hacía falta.

El palacio real de Marib, el Salhin, dominaba sobre una colina que lo alzaba claramente por encima de las ondulaciones del oasis. A Simún le pareció como si hubieran talado la cima de una montaña en una limpia forma cuadrangular, la escultura de un gigante, de un blanco reluciente como la sal. La ciudad que quedaba por debajo era rojiza como el polvo de la planicie que la rodeaba, líneas tan angulosas y enmarañadas como las huellas de los escarabajos, como si unos animales hubieran revuelto la tierra, un hormiguero. Las piedras blancas de la fortaleza procedían de las canteras del Jabal Balaq, que se alzaba al suroeste. En sus pendientes estaban también las minas de sal y de ágatas.

– ¿Qué es aquello oscuro de detrás? -preguntó.

Yita se tapó del sol con una mano.

– Es la presa -explicó-. Retiene el agua del uadi . Con el agua del embalse regamos nuestra tierra todo el año. -Su voz sonaba henchida de orgullo-. Es la base de nuestra riqueza.

Simún se quedó sin habla.

– ¿Encerráis el agua?

– ¿Cómo, si no, crecería todo esto? -replicó su padre, y volvió a abarcar con un gesto el verdor que se extendía a sus pies.

– Habéis domado a Afrit -susurró Simún, que seguía admirando la obra de ingeniería que cubría todo el valle.

– Afrit -dijo Yita, con el tono de un adulto que ya no teme a las imágenes de terror infantil-. Una bonita historia. -Rió-. Todos los años celebramos una festividad en la que los campesinos lanzan cebollas podridas al hombre que lo interpreta.

Simún contuvo una exclamación. Afrit no tenía poder allí. Allí no la amenazarían sus peligros. Pensó en la gente del poblado, en el pavor que sentirían al pensar que alguien se había interpuesto en el camino del demonio del agua y lo había retado, le había alzado la voz. Afrit regía sus vidas, en lo bueno tanto como en lo malo, y esos hombres lo habían desafiado, no, más aún, lo habían derrotado, lo habían encadenado, se habían convertido en amos de su propio destino. A Simún eso no la espantó ni por un breve instante. ¡Qué hazaña! Hubiese deseado conseguirlo ella misma. Su nariz se ensanchó de orgullo mientras contemplaba a su padre con más cariño que en ningún otro momento del transcurso de su viaje.

Éste, conmovido, posó una mano en su hombro. Simún le dio libertad para hacerlo.

– Vamos a la litera -dijo su padre.

Ella levantó la cabeza de golpe. ¿Quería ocultarla?

– Quiero estar con tu madre antes de que caiga la noche.

Su hija obedeció. Lo siguió de vuelta al camello por entre un pasillo de jinetes. Esos hombres ya no le infundían temor. Al contrario, parecía que de pronto eran ellos quienes la contemplaban con cierta timidez.

– ¿Qué les sucede? -quiso saber Simún.

Su padre sonrió. ¿Qué iba a sucederles a los hombres al verse ante semejante belleza? Los pocos días de cuidados le habían hecho mucho bien a Simún. Le habían buscado un vestido del cargamento de la caravana, que regresaba a Marib con mercancías comerciales, y le habían dado uno rojo cuyo amplio escote estaba decorado por artísticos bordados de flores. En sus sienes colgaban cadenas de plata, ágatas en sus orejas y brazaletes tintineantes en sus brazos. Sus ojos no precisaban kohl ni polvo molido, brillaban grandes y oscuros como perlas negras. El entusiasmo había iluminado sus mejillas con un matiz que hacía innecesario el colorete. Yita vio que Shahrar le dirigía a su hija una mirada ardorosa y lo fulminó con ojos severos. Por dentro, no obstante, sonrió.

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