Nadie acudió.
La oscuridad era tan completa en la prisión de Simún que enseguida se dio cuenta de que alguien apartaba un poco las colgaduras de la entrada. Apenas fue una ranura estrecha, pero las estrellas de aquella pequeña tajada de cielo entraron refulgiendo de vitalidad, como ojos coléricos. Simún despertó de golpe.
– De noche y a hurtadillas -exclamó-, a eso sí os atrevéis. -Iba a seguir con su diatriba, pero una mano pequeña y caliente le tapó la boca.
– Chsss -oyó al oído-. Soy yo.
– ¿Shams? -espetó Simún. Entonces bajó la voz a un ardoroso susurro-. ¿Qué haces aquí…? -Buscó un insulto que expresara la decepción que sentía por su desleal amiga, que no había dicho una sola palabra para defenderla.
– Traigo un cuchillo -la interrumpió Shams.
Simún podía ver poco, pero oyó que la figura que tenía a su lado rebuscaba entre su ropa y al cabo sintió la hoja del arma sobre su brazo. Estaba caliente; Shams debía de haberla llevado escondida contra la piel.
– N o es muy grande -se disculpó la muchacha-, ni muy buena, me temo, pero…
Calló a causa del esfuerzo que tenía que hacer para serrar las correas de cuero de Simún, que estaba quieta y sin decir nada. Tenía todos los músculos tensos, el alma le vibraba. Había tantas cosas que quería decirle y reprocharle a Shams… Sin embargo, calló. El nudo de ira y orgullo que tenía en la garganta era tan grueso que no dejaba salir palabra.
Shams, de todos modos, parecía saber ya lo que sentía. Como si hubiera oído sus reproches en el negro silencio, de súbito dijo:
– Tienes que entenderlo. Yo no soy capaz de plantarme delante de todos y contradecirles, como haces tú. -Calló y siguió serrando-. Tengo miedo de que se pongan en mi contra. Si me vieran ahora… -Su voz se hizo más débil.
Simún sintió cómo temblaba. Tragó saliva.
– También yo tengo miedo -dijo.
Shams alzó la cabeza. La luz de las estrellas que entraba en la tienda bastaba para hacer brillar un poco sus ojos. Las dos muchachas se sonrieron. Después Shams siguió con su trabajo, aunque sus movimientos eran cada vez más nerviosos e inútiles.
– No lo consigo -masculló-. Esta hoja no sirve para nada.
Simún lanzó la cabeza hacia atrás, desesperada, y se la golpeó mas veces contra el tronco. Sin embargo, no aparecía ninguna idea salvadora.
– Sigue -pidió al fin-. ¡Oh, por Almaqh, por favor… chsss!
Fuera se oyeron unos pasos que paralizaron a las muchachas. Se quedaron agazapadas una junto a la otra, inmóviles. Quien estuviera allí fuera se detuvo ante la tienda. Simún pronunció una muda maldición. Oyó el crujido de la arena bajo las suelas de esos zapatos cuando quienquiera que fuese dio media vuelta. ¿Qué hacía allí?
– ¡Mira! -exclamó Shams con voz contenida, apenas un gemido.
Apretó el brazo de Simún y miró a la entrada, donde ya se movían las colgaduras. ¿Por qué no volvían a su sitio? Las dos chiquillas sentían el palpitar del corazón cerrándoles la garganta. De pronto vieron una mano, la masa oscura de una cabeza que ocultaba las estrellas, un movimiento veloz y otra vez la oscuridad total. El desconocido había vuelto a cerrar la tienda casi del todo. Sin embargo, estaba en el interior; lo oían respirar.
Las uñas de Shams se clavaron en la carne de Simún, que se aclaró la garganta, dispuesta a soltarle unos improperios al extraño. Entonces se encendió una chispa, una lucecilla titilante que de súbito lanzó su resplandor y dejó ver una lamparita, una mano que la sostenía y el rostro que se inclinaba sobre ella con cautela. La claridad se extendió por unas mejillas y una frente, una nariz que arrojaba profundas sombras, unos ojos que brillaban como oscuras grutas llenas de secretos. Era Mujzen.
– El resplandor no saldrá al exterior -dijo, y alzó la cabeza.
Shams no pudo contener un gritito. Mujzen se sobresaltó.
– ¿Qué haces tú aquí? -preguntó con aspereza.
– Déjala tranquila -replicó Simún, que no le quitaba ojo de encima.
Le sostenía la mirada llena de recelo. ¿Qué quería Mujzen de ella? ¿Había ido a buscar su pequeña venganza personal antes de que fuera demasiado tarde? Apretó la boca con desdén. «Mujzen el llorica», recordó entonces que lo llamaban cuando era pequeño. Jamás había contado con la personalidad de Tubba, siempre había sido vacilante, siempre un poco resentido con la vida. Simún no tenía la menor duda de que la odiaba por haberle hecho perder el diente, y el hecho de que ella misma tuviera mala conciencia por ello tampoco ayudaba a mejorar las cosas. Sería mejor que se quitara de encima ese remordimiento. No podía soportar a Mujzen y no pensaba humillarse ante él. Se irguió todo lo que pudo.
– Veo que Tubba te rescató del uadi -dijo, en tono de constatación.
Mujzen se encogió de hombros y después sonrió.
– Sí -se limitó a decir. Que en realidad hubiera sucedido lo contrario sería un valioso secreto que guardaría siempre. Entonces frunció el ceño-. Mañana piensan matarte -dijo. Su voz siseó al pronunciar las eses, pero Simún no estaba de humor para reír-. Me han designado a mí para hacerlo.
Simún se puso tensa y miró más allá de él, tirante, intentando que no notara el miedo que la iba apresando poco a poco. Sólo Shams soltó un grito y volvió a aferrarse a su brazo.
– Tubba dice que lo conseguiré. -Mujzen bufó con desprecio. Su vestimenta susurró cuando se estremeció al recordarlo. Después se puso tieso como una vara-. Pero no podré hacerlo, lo sé.
Miró a Simún directamente a los ojos, quizá por primera vez. La muchacha le correspondió la mirada con asombro.
– Tú -espetó Mujzen-, Siempre tú. Tengo que vivir desfigurado por tu culpa, y ahora tendré que acarrear toda la vida el recuerdo de cómo te atravieso la garganta con el cuchillo.
Shams se tapó la cara con las manos, pero el chico sacudió la cabeza.
– Reconozco que lo he pensado mucho -prosiguió Mujzen-. Deshacerme de ti y punto. Por fin desaparecerías, ya no estarías más. -Carraspeó-. Pero entonces me acostaría todas las noches y volvería a sentir cómo me salpica tu sangre en la cara. Y siempre, siempre -se golpeó el muslo con el puño cerrado- vería tus condenados ojos, mirándome muertos de miedo, como ahora.
– No te tengo miedo -soltó Simún.
– Pues deberías -gruñó él, y la miró con ira. Después, no obstante, hizo un gesto de indiferencia con la mano y miró a otra parle-. No tengo aplomo para hacerlo y ya está -dijo en voz baja.
Shams se arrastró hacia él.
– Pero lo que quieres hacer es muy valiente -susurró, puso una mano sobre la de él e intencionadamente rozó el cuchillo que aferraba en ella.
Mujzen volvió entonces en sí. Apartó el cuchillo de la mano de Shams y se irguió para acercarse a Simún de rodillas. Prefería hacer él mismo lo que se había propuesto.
Quedó entonces demostrado que iba mejor equipado que la muchacha, pues tajó las ataduras con unos pocos cortes, las correas de cuero cayeron y Simún se frotó las articulaciones, ayudada por Shams, hasta que sus dedos recobraron la vida.
Con la decisión ya tomada, Mujzen empezó a ponerse nervioso y apremió a las muchachas.
– Fuera aguarda un camello -susurró.
Simún asintió, intentó ponerse de pie, pero sus piernas cedieron. Mujzen se mordió el labio hasta hacerse daño mientras miraba a las muchachas masajear las piernas de Simún.
– Eso es -dijo cuando la tuvo de pie ante sí. Ella extendió la mano y él le entregó el cuchillo sin pensarlo mucho-. Llevas un odre de agua colgado de la silla. -Tragó saliva. Después añadió-: Y ahora desaparece de mi vida.
Simún, que no estaba en condiciones de decir nada, le ofreció una mano. Shams apartó las colgaduras de la entrada para echar un vistazo. Cuando se sintieron seguros, los tres salieron al aire libre y, siguiendo a Mujzen, se deslizaron encorvados tras unas zarzas hasta el camello. Simún palpó con gratitud el vigor y la calidez del animal. Arrimó la mejilla a su flanco, disfrutó del suave pelaje e inhaló el fuerte aroma a vida.
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