Incluso después de llamar a la puerta pensé en salir corriendo, en abandonar mis planes, mi investigación y al señor Balfour, y la idea de que mi padre había sido asesinado. «Que siga muerto», casi murmuré en voz alta, pero, a pesar de las ganas de huir, me quedé en el sitio.
Isaac, un cascarrabias bajito y encorvado que había estado al servicio de mi tío desde que yo era un chiquillo, me recibió en la puerta. Supongo que rondaría los sesenta años, o más, y parecía estar bien de salud y tan próximo al buen humor como le era posible.
– Si llega a venir unos momentos más tarde -dijo como saludo a alguien a quien hacía una década que no veía-, el señor Lienzo hubiera tenido que abrir la puerta él mismo.
Isaac siempre había llevado muy a rajatabla todos los asuntos de religión, y se negaba a trabajar durante el sábbat, como dicta la ley judía. Como mi tío también se negaba a trabajar, apenas podía echarle en cara a su criado que tuviera la misma adherencia a la ley.
Esta casa me inundaba de antiguos recuerdos, porque aquí había pasado interminables horas de niño. Casi toda la decoración era exactamente como la recordaba: los azules y rojos de la alfombra persa, la madera labrada de la escalera, los austeros retratos de mis abuelos en la pared. Más que el aspecto, los aromas me recordaban los sábbats de mi infancia -guisos de carne y pasas hervidas y los dulces olores de la canela y el jengibre.
Mi tío me recibió en el salón, donde estaba sentado a solas con un periódico. Parecía ser una de las publicaciones que se especializaban en los negocios de los Bonos del Estado y los valores de la calle de la Bolsa. Guando entré lo dejó a un lado.
– Benjamin -me dijo levantándose del asiento-, qué contento estoy de que hayas venido. Sí, es muy bueno tenerte aquí.
– Me ha engañado, tío -le dije-. No me ha dicho que me había invitado a una cena de sábbat.
– ¿Que te he engañado? -se sonrió-. ¿Acaso te he ocultado el día de la semana que era? Me atribuyes más astucia de la que tengo, aunque me encantaría ser tan listo como dices.
Mi respuesta se cortó por la entrada de mi tía, seguida de una hermosa mujer de unos veintiún años. La tía Sofía era una mujer mayor y atractiva, con ligera tendencia a la gordura, y un poco tonta de trato. Sus relaciones sociales se limitaban casi exclusivamente a otros judíos inmigrantes, y nunca había aprendido a hablar inglés muy bien. Igual que mi tío, llevaba ropas que delataban el tiempo vivido en Holanda. Su vestido era de lana fina y negra, alto de cuello y largo de mangas, y llevaba el pelo recogido en un moño alto rematado por un pequeño gorro blanco en la coronilla, que me recordaba a los retratos flamencos del siglo pasado.
Me abrazó y me hizo preguntas en su inglés vacilante, que yo respondí en un portugués igualmente vacilante. Me asombró lo feliz que me sentía de verla. Era una mujer amable, y me miraba sin juzgarme: sólo vi el placer que le proporcionaba el tenerme en su casa. La verdad es que estaba exactamente igual a como la recordaba.
– Y ésta -me dijo mi tío al fin, rodeando a la hermosa mujer con el brazo- es tu prima Miriam.
Yo sabía que el término «prima» era algo formal, puesto que Miriam era la viuda de mi difunto primo Aaron. Sabía muy poco de ella, o de su matrimonio, ya que Aaron la había desposado después que yo me fuera de casa, al regresar de su último viaje a Levante, pero Londres no es lo bastante grande como para no oír las habladurías. Había estado bajo la tutela de mi tío, ya que sus padres habían muerto antes de que ella cumpliera los quince años, dejándole una fortuna considerable. A los diecisiete años ya se había casado con Aaron, y a los diecinueve ya era su viuda. Ahora, aún en la flor de su juventud, y seguramente en posesión de una fortuna, permanecía en casa de su suegro.
Miriam era de complexión judía: piel aceitunada, una melena negra que llevaba suelta en tirabuzones, como una dama elegante de Londres, y los ojos de un verde profundo. Su vestido -un traje color verde mar con enagua amarilla- también demostraba un interés acusado por los estilos de la gran ciudad. No pude evitar pensar en esta mujer deliciosa, que venía ya con su propia fortuna, como atrapada en casa de mi tío, sin más necesidad que alguien que la rescatase. Aunque yo no traía fortuna propia, sospechaba que la suya podía valemos a los dos, y casi me río al imaginarme que yo, un judío, pudiera querer representar a Lorenzo si ella hacía de Jessica.
Hice una reverencia profunda.
– Prima -le dije, sintiéndome como un apuesto hombre de mundo. Yo era el primo pródigo, y esperaba que me encontrase fascinante.
– He oído hablar mucho de usted, señor -me dijo con una sonrisa que mostraba clientes blancos y sanos.
– Me honra usted, señora.
– Estamos en Inglaterra, no en Francia, Benjamin -dijo mi tío-. Puedes prescindir de las formalidades.
Yo no tenía ninguna respuesta inteligente, pero este hecho, afortunadamente, pasó desapercibido por todos porque en ese momento alguien llamó a la puerta.
– El sol -dijo mi tío- está demasiado bajo como para que Isaac responda a esa llamada.
Mi tía y él se marcharon a recibir a sus invitados.
– ¿Esperamos a más gente? -le pregunté a Miriam, contento de la temprana oportunidad que se me brindaba para conversar.
– Sí -me dijo frunciendo el ceño, gesto que por un momento creí dirigido a mí. Rodeó el sofá donde yo me había sentado y se sentó con elegancia sobre los cojines de la silla frente a mí-. ¿Conoce a Nathan Adelman? -su desagrado, me di cuenta, iba dirigido a otro.
Asentí.
– Claro que he oído hablar de él. Un invitado muy notable.
Adelman había venido a Inglaterra desde Hamburgo para unirse a la corte de Jorge V hacía cinco años, en 1714. Era uno del escaso puñado de judíos a quienes, como a mi padre, les estaba permitido tener el título de corredor de bolsa registrado; era también un poderoso comerciante vinculado a las Indias Orientales y Occidentales, al Levante y, subrepticiamente, a la Compañía de los Mares del Sur e incluso al mismo Gobierno de Whitehall. Se rumoreaba que era el consejero del Príncipe de Gales en asuntos financieros. No sabía nada más de él salvo que el evidente desagrado que reflejaba el rostro de Miriam sugería que en nada le complacía su presencia.
Cuando entró en la habitación, la situación se aclaró. Le ofreció a Miriam, que tenía casi treinta años menos que él, una sonrisa optimista, casi exuberante. Adelman parecía sólo un poco más joven que mi tío; era un hombre bajo de estatura, gordezuelo, bien vestido y afeitado, ataviado con una peluca espesa y negra, y con todo el aspecto de caballero inglés que tendría cualquiera en un café respetable de Londres. Sólo le delataba la voz. Como mi tío, sin duda había trabajado muy duro para eliminar la mayor parte de su acento -aunque en su caso tener cierto deje alemán podía depararle ventajas en la corte de un rey alemán-. Era sabido de todo el mundo que la prioridad del rey Jorge era su principado germano, Hannover, y la prioridad de Adelman era el hijo del rey Jorge. Esta dedicación al Príncipe dejaba a Adelman en una situación peliaguda, ya que en aquel momento el Príncipe y el Rey estaban enfrentados, y a Adelman por tanto le faltaba el favor del Rey, del que se decía que había disfrutado en el pasado.
Miriam le correspondió asintiendo desganadamente, mientras yo me levantaba y le hacía una profunda reverencia al ser presentado. Para cuando volví a sentarme me di cuenta de que no hacía falta ser un hombre versado en descubrir secretos para leer las relaciones establecidas a mi alrededor. Adelman deseaba casarse con Miriam, y Miriam no tenía ningún deseo de casarse con Adelman. No podía ni aventurar una conjetura acerca de la opinión de mi tío respecto a semejante cortejo.
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