– ¿Te has enterado de algo, Benjamin?
– No, nada de eso.
Dejando a un lado los detalles superficiales, le conté la historia de Balfour y sus sospechas.
Sacudió la cabeza.
– Tu tío te dice que han asesinado a tu padre, y tú no le haces caso. ¿Y ahora un perfecto desconocido te dice lo mismo y entonces sí que te lo crees? -en su agitación, el acento portugués de mi tío se volvía más pronunciado.
– Por favor, tío. He venido en busca de información para descubrir si mi padre fue asesinado. ¿Qué importa el porqué?
– Por supuesto que importa. Ésta es tu familia. No te he visto desde el funeral de Samuel, y antes de eso hacía diez años que no te veía.
Suspiré y me dispuse a hablar, pero mi tío vio que me estaba poniendo impaciente y ansioso, y se interrumpió.
– Pero -me dijo- eso es el pasado y esto es el presente. Y que quieras hacer algo bueno por tu familia es lo único que importa. Así que, sí, Benjamin, sospecho que tu padre fue asesinado. Le dije lo mismo al alguacil, y también al juez. Escribí además numerosas cartas a hombres que conozco en el Parlamento, hombres que, debo añadir, me deben dinero. Todos dicen lo mismo: que el hombre que mató a tu padre es un desalmado, pero no hay ley que castigue una muerte accidental, incluso si llegamos a probar que el accidente fue debido al descuido o a la ebriedad. La muerte de Samuel para ellos es una desgracia desafortunada. Y yo, por pensar otra cosa, soy un judío susceptible.
– ¿Qué es lo que le hace pensar que fue asesinado?
– No estoy seguro de que fuera asesinado, sólo tengo sospechas. Samuel era un hombre que hacía muchos enemigos simplemente por su oficio. Compraba y vendía acciones, y había tanta gente que perdía dinero con él como gente que lo ganaba. No tengo que decirte lo mucho que los ingleses odian a los corredores. Dependen de ellos para hacer dinero, pero les odian. ¿Es mera coincidencia que alguien le atropelle en la calle? ¿Y que ese Balfour, con quien andaba en negocios, muriese de la forma en que murió? Quizá, pero a mí me gustaría saberlo con certeza.
Vacilé antes de hacer mi próxima pregunta.
– ¿Qué dice José de todo esto?
– Si quieres saber lo que tu hermano tiene que decir -me contestó mi tío airadamente-, quizá debas escribirle. Ya sabes que vino a Londres poco después del funeral de Samuel: lo dejó todo y se embarcó hacia Inglaterra en cuanto lo supo. Tú sabías que lo haría, y no hiciste nada por encontrarte con él.
– Tío… -comencé. Quería decirle que José tampoco había hecho nada por encontrarse conmigo, pero las palabras me sonaron a niñería, además de ser poco sinceras, puesto que ya me había preocupado yo de no estar en casa cuando él vino a la ciudad, de modo que si hubiera venido a visitarme le hubiera evitado.
– ¿Por qué te escondes de tu propia familia, Benjamin? Lo que pasó entre tú y Samuel pasó hace mucho tiempo. De haberle dado la oportunidad, él te habría perdonado.
Yo no terminaba de creerme aquello, pero no dije nada.
– Esta distancia que has establecido no tiene base, nace de la nada. Ahora tu padre ha muerto y nunca podrás reconciliarte con él, pero no es demasiado tarde para reconciliarte con tu familia y con tu propia gente.
Pensé acerca de esto durante un tiempo, no sé cuánto. Quizá mi padre sí hubiese cambiado desde la última vez que le vi. Quizá el tirano frío que yo recordaba era tanto producto de mi imaginación como de mi experiencia. No era capaz de determinarlo, pero las palabras de mi tío me aguijonearon la conciencia; me hicieron sentir como un maldito irresponsable que había hecho desgraciada a su familia. Durante todos aquellos años siempre pensé que el que había sufrido era yo. Yo decidí apartarme de la fortuna y de la influencia. Ahora empezaba a entender cómo veía mi tío el exilio que me había impuesto a mí mismo: para él mi ausencia carecía de sentido y era egoísta, y había herido a mi familia más de lo que ella me había herido nunca a mí.
– Eres mucho mayor ahora, ¿no? Quizá te arrepientas de algunas de las cosas que hiciste en tu juventud. Ahora te has convertido en un hombre respetable. Incluso me recuerdas un poco a mi propio hijo, Aaron.
No dije nada, porque no quería insultar a mi tío ni hablar mal de los muertos, pero esperaba con todas mis fuerzas no parecerme en nada a mi primo.
– Necesito saber el nombre del cochero que atropello a mi padre -le dije, volviendo al tema que nos ocupaba-. Y quisiera saber si conoce a alguien en particular que fuera enemigo de mi padre. Quizás alguien que le hubiera amenazado. ¿Hará eso por mí?
– Lo haré, Benjamin. En parte lo haré por ti.
– ¿Hay algo más que le llamase entonces la atención? ¿Algo que permita relacionar la muerte de mi padre con la de Balfour? El hijo de Balfour piensa que puede existir alguna conexión con los negocios de la calle de la Bolsa, pero estos temas financieros se escapan a mi entendimiento.
El tío Miguel miró a su alrededor.
– Éste no es lugar para hablar de cosas de familia. No es lugar para hablar de los muertos, y no es lugar para ordenar unos asuntos de naturaleza tan privada. Ven a mi casa esta noche a cenar. Ven a las cinco y media. Cenarás con tu familia y después hablaremos.
– Tío, quizá no sea ésa la mejor manera.
Se inclinó hacia delante.
– Es la única manera -me dijo-. Si quieres que te ayude, ven a cenar a casa.
– ¿Se arriesgará a que el asesino de su hermano escape a la justicia si me niego?
– No hay riesgo alguno -dijo-. Te he dicho lo que tienes que hacer, y lo harás. Las protestas sólo te hacen perder el tiempo. Te veré a las cinco y media.
Dejé el almacén asombrado por lo que había ocurrido. Iba a cenar con mi familia, y contemplaba la perspectiva de esa noche con una sana dosis de temor.
Llegué casi puntual a la casa de mi tío en Broad Court, en el distrito de St. James, en Dukes Place. En el año 1719, a los judíos extranjeros aún no les dejaban tener propiedades en Londres, así que mi tío tenía alquilada una casa agradable en el corazón del barrio judío, a poca distancia de la sinagoga de Bevis Marks. Su casa tenía tres plantas; no recuerdo cuántas habitaciones, pero estaba bien proporcionada para un hombre que vivía con su esposa y tenía una sola persona más a su cargo, además de apenas un puñado de sirvientes. Aun así, mi tío trabajaba en casa a menudo, como hacía mi padre, y le gustaba tener invitados.
Al contrario que muchos judíos que vivían en Dukes Place y luego se marchaban cuando habían hecho fortuna -instalándose en los más elegantes vecindarios del oeste-, mi tío había decidido quedarse atrás para compartir su suerte con los miembros más pobres de su nación. Es cierto que las zonas más occidentales de la ciudad no son las más agradables, ya que los vientos habituales de Londres llevan todos los hedores repugnantes de una metrópoli apestosa hasta la puerta misma de su casa, pero pese al olor, la pobreza y el aislamiento de Dukes Place, a mi tío ni se le ocurría mudarse. «Soy un judío portugués nacido en Amsterdam y trasladado a Londres -me había dicho el tío Miguel cuando yo era niño-. No tengo ninguna intención de volverme a mudar».
Al caminar hacia la puerta recordé que era viernes por la noche, el principio del sábbat judío, y que mi tío se había servido de un ardid para que asistiese a una cena de sábbat. Me bombardearon recuerdos de mi infancia: el olor cálido del pan de huevo recién cocido, el ruido de la conversación. Las comidas del sábbat siempre habían tenido lugar en casa de mis tíos, ya que el sábbat, por tradición, era una ocasión familiar, y donde yo vivía no era tanto un hogar familiar como una organización doméstica. Todos los viernes antes de la caída del sol caminábamos desde nuestra casa en Cree Church Lane hasta la casa de mi tío, donde compartíamos oraciones y comida con su familia y los amigos que hubiera invitado. Mi tío siempre nos hablaba a mi hermano y a mí como si fuéramos adultos, una costumbre que yo encontraba tan halagadora como desconcertante. Mi tía solía darnos gelatinas o pastelitos a escondidas antes de cenar. Estas comidas eran de los pocos rituales de mi infancia que recordaba con cierto cariño, y sentí una ráfaga de ira contra mi tío por exponerme a estos recuerdos de nuevo.
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