David Liss - Una conspiración de papel

Здесь есть возможность читать онлайн «David Liss - Una conspiración de papel» весь текст электронной книги совершенно бесплатно (целиком полную версию без сокращений). В некоторых случаях можно слушать аудио, скачать через торрент в формате fb2 и присутствует краткое содержание. Жанр: Историческая проза, на испанском языке. Описание произведения, (предисловие) а так же отзывы посетителей доступны на портале библиотеки ЛибКат.

Una conspiración de papel: краткое содержание, описание и аннотация

Предлагаем к чтению аннотацию, описание, краткое содержание или предисловие (зависит от того, что написал сам автор книги «Una conspiración de papel»). Если вы не нашли необходимую информацию о книге — напишите в комментариях, мы постараемся отыскать её.

En Una conspiración de papel, Benjamin Weaver se enfrenta a un crimen relacionado con la muerte de su padre, un especulador que se movía como pez en el agua en la Bolsa de Londres. Para hallar respuestas el protagonista deberá escarbar en su pasado y contactar con parientes lejanos que le reprochan su distanciamiento de la fe judia. Poco a poco, Weaver descubre a una peligrosa red de especuladores formada por hombres poderosos del mundo de las finanzas. David Liss elabora con maestría una complicada trama, una hábil combinación de novela histórica y de misterio.

Una conspiración de papel — читать онлайн бесплатно полную книгу (весь текст) целиком

Ниже представлен текст книги, разбитый по страницам. Система сохранения места последней прочитанной страницы, позволяет с удобством читать онлайн бесплатно книгу «Una conspiración de papel», без необходимости каждый раз заново искать на чём Вы остановились. Поставьте закладку, и сможете в любой момент перейти на страницу, на которой закончили чтение.

Тёмная тема
Сбросить

Интервал:

Закладка:

Сделать

Reconocí al hombre como Joseph Delgato, un antiguo ayudante de mi tío. Había estado empleado en el negocio de mi tío desde que yo era apenas un muchacho.

– No te reconocí al principio, Joseph.

Mi actitud era nerviosa y pasó un momento largo de incómodo silencio entre nosotros. Había muchas cosas que pensábamos los dos, pero creo que ambos llegamos por separado a la conclusión de que teníamos poco que decir. Le cogí la mano cálidamente.

– Tienes buen aspecto.

– Usted también. Me alegro de que haya venido a casa. Fue terrible lo de su padre, señor. Muy terrible.

– Sí. Gracias.

Me pregunté si pensaría que me había reconciliado con mi familia desde el funeral. Parecía confuso, pero supuse que simplemente se consideraba excluido de los asuntos privados de la familia.

– El señor Lienzo terminará enseguida. El inspector se ha cansado de intentar pillar a su tío infringiendo la ley, así que ahora se conforma con fingir una inspección, para continuar, naturalmente, con la educada aceptación de un soborno.

– ¿Por qué hay que sobornarle si no ha encontrado ninguna infracción?

Joseph sonrió.

– Se disimula y se esquiva tanto en el mundo del comercio como en el mundo del boxeo -me explicó, satisfecho por haberme honrado con una referencia pugilística-. Si no le ofreciésemos una muestra de nuestro respeto, digamos, se inventaría sin duda alguna infracción, y eso nos resultaría mucho más problemático y costoso que un simple soborno. Ya que entonces tendríamos que implicar a abogados, jueces y parlamentarios y al Consejo municipal, y a toda clase de cuerpos que se le puedan ocurrir. Es prudente pagarle. De este modo se convierte en nuestro empleado en lugar de en nuestro perseguidor.

Asentí y observé a mi tío entregarle al inspector un pequeño monedero. El inspector hizo una reverencia y se marchó con un gesto de satisfacción. Y ya podía estar satisfecho. Mi tío, según supe más tarde, le había dado veinte libras, mucho más de lo que hubiera recibido de un comerciante nativo en el mismo negocio que mi tío -al menos uno a quien no hubiesen pillado con contrabando-. El miedo a que les denunciasen hacía que los judíos les resultaran útiles a los hombres como aquél.

Cuando terminó con el inspector, mi tío se giró en mi dirección y me reconoció con lo que interpreté como agradable sorpresa, como si visitar su almacén fuera algo con lo que me entretenía regularmente. Vino andando hacia mí y me estrechó la mano con calidez, igual que haría con un amigo con quien tuviese una relación normal.

– Tío -dije simplemente, ya que deseaba que este encuentro fuese sólo de trabajo.

Mi tío no era hombre que se sorprendiese fácilmente, de modo que consideré casi una hazaña que elevase una ceja al dirigirse a mí.

– Benjamin -me dijo, asintiendo, recobrando rápidamente la compostura.

Era más bien un gesto de satisfacción, como si le hubiese dado la razón al presentarme ante él. Vi que quería medirme, determinar qué estaba haciendo allí antes de decidir cómo reaccionar ante mi presencia. Sonreí ligeramente, esperando que se sintiera cómodo, pero su expresión no cambió en absoluto.

– Si me presento en mal momento, puedo venir en otra ocasión.

– Creo que no hay un momento peor que otro para un encuentro como éste -me respondió después de un momento-. Vayamos a mi despacho, donde podremos hablar en privado.

Mi tío me condujo a una habitación cómoda con una imponente mesa de roble y unas cuantas sillas duras de madera, suavizadas con cojines sobre los asientos. Había unos estantes llenos, no de poesía, u obras de la antigüedad, o libros religiosos, sino de libros mayores, atlas, guías de precios e inventarios. Éste era el cuarto desde donde mi tío manejaba gran parte de su negocio oficial, un negocio que le había ido bien desde que mi padre y él llegaran al país unos treinta años atrás.

Después de pedirle a un sirviente que nos preparase té, se sentó detrás de su mesa.

– No puedo menos de suponer que no vienes por sentimientos familiares, y que hay una crisis que te ha traído hasta aquí. No importa, supongo. Tu padre me dijo una vez que si volvías, por la razón que fuese, te escucharía y juzgaría tus palabras con cuidado y equidad.

Los dos nos quedamos en silencio. Mi padre nunca me había dicho a mí nada semejante. Obviamente yo nunca le había dado ocasión, pero aquello no sonaba como el padre que yo recordaba, el hombre que siempre me exigía que le explicase por qué yo no era ni tan estudioso, ni tan trabajador, ni tan listo como mi hermano José. Recordé una vez cuando tenía once años que había corrido a casa, temblando de la emoción, con las medias rotas y la cara cubierta de barro. Era domingo -día de mercado para los judíos de Petticoat Lane- y mi padre vigilaba por el rabillo del ojo a los criados mientras guardaban los productos que habían comprado, porque quería que todos los criados de la casa supieran que, en cualquier momento, podían ser objeto de su escrutinio. Corrí hasta la cocina de la casa que alquilábamos en Cree Church Lane, y por poco me choco con mi padre, que detuvo mi carrera colocándome una mano en cada hombro. Pero no se trataba de un gesto amable; me miró desde arriba con la expresión más estricta. Por aquel entonces yo estaba empezando a darme cuenta de que tenía un aspecto cómico bajo su enorme y absurda peluca blanquísima, que no hacía sino llamar la atención sobre la barba negra que empezaba a crecerle a las tres horas de haber visitado al barbero.

– ¿Qué te ha pasado? -preguntó.

Se me ocurrió, con cierto grado de indignación, que como traía un aspecto algo desastrado podía preguntarme si me había hecho daño, pero el orgullo tapó la indignación al recordar la victoria que aún tenía fresca en la mente.

Había estado paseando de puesto en puesto por el mercado abarrotado, ya que el domingo era el gran día de compras para la comunidad judía, y los mejores mercaderes salían a la calle anunciando a gritos alimentos, telas y toda suerte de productos. El aire se espesaba con los olores de las carnes asadas, de los bollos recién horneados y del hedor de Londres que volaba en dirección este hasta nuestro barrio. No necesitaba ninguna cosa en particular del mercado, pero tenía unos cuantos peniques en el bolsillo, y además una mano rápida, y no buscaba más que la oportunidad de gastarme la moneda o de agarrar algo sabroso y desaparecer en la multitud.

Le había echado el ojo a unas gelatinas que estaban muy hacia dentro del puesto como para afanármelas, y aún no había decidido si tenían un aspecto lo suficientemente delicioso como para que me deshiciese de mi preciado dinero. Estaba casi decidido a comprarme una docena de aquellos dulces cuando oí los estridentes gritos de unos chicos que se abrían paso a empellones entre la multitud. Ya había visto a más como ellos en otras ocasiones -pequeños rufianes a quienes les gustaba empujar a los judíos porque sabían que los judíos no se atreverían a empujarles a ellos-. No formaban una pandilla malvada estos chicos de unos trece años, por su aspecto hijos de tenderos o comerciantes -no se deleitaban torturando a sus víctimas, sólo provocando alboroto y escapando del castigo-. Iban causando destrozos entre la gente, tirando a un hombre acá, volcando una mesa llena de cosas allá. Estas travesuras me llenaban de ira, no por la acción en sí, ya que yo había sido culpable de cosas bastante peores en mis tiempos, sino porque nadie se atrevía a darles a estos chicos la paliza que se merecían y, aunque no hubiera sido capaz de expresar el pensamiento en ese momento, también porque me hacían desear ser inglés y dejar de ser judío.

Se iban acercando hacia donde yo estaba, y les miré fijamente, esperando captar su atención mientras todo el mundo a mi alrededor seguía con sus compras, ignorando a los muchachos a ver si así desaparecían. Cada vez estaban más cerca, gritaban y reían, robaban dulces de los puestos y retaban a todos a que les detuviesen. Se encontraban a unos quince pies de mí cuando, al retirarse de un puesto donde había tirado un montón de candelabros de peltre, el más alto de los chicos chocó con fuerza contra la señora Cantas, vecina y madre de un amigo mío. Esta señora, una mujer gruesa de pasada la mediana edad, con los brazos llenos de coles y zanahorias, se cayó y las legumbres se desparramaron por el suelo como dados. El chico rubio que había chocado contra ella se volvió deprisa, ya en plena carcajada, pero se detuvo algo avergonzado cuando vio el espectáculo ante sí. Puede que fuera un alborotador, pero aún no había llegado al grado de malicia que le permitiera atacar a una mujer sin sentir remordimiento. Hizo una brevísima pausa; una especie de arrepentimiento le nublaba las facciones, que, sucias como estaban, revelaban aún una base de color blanco lechoso.

Читать дальше
Тёмная тема
Сбросить

Интервал:

Закладка:

Сделать

Похожие книги на «Una conspiración de papel»

Представляем Вашему вниманию похожие книги на «Una conspiración de papel» списком для выбора. Мы отобрали схожую по названию и смыслу литературу в надежде предоставить читателям больше вариантов отыскать новые, интересные, ещё непрочитанные произведения.


Отзывы о книге «Una conspiración de papel»

Обсуждение, отзывы о книге «Una conspiración de papel» и просто собственные мнения читателей. Оставьте ваши комментарии, напишите, что Вы думаете о произведении, его смысле или главных героях. Укажите что конкретно понравилось, а что нет, и почему Вы так считаете.

x