Elias reflexionó sobre aquella idea, pero no llegó a ninguna conclusión razonable y reconocimos los dos que no le veríamos la lógica hasta que no averiguáramos más.
De regreso en Londres, fui en busca de Devout Hale, pues esperaba que él pudiera aclararme el papel que había tenido Pepper entre los tejedores de seda, pero no conseguí localizar ni rastro de él en sus antros habituales. Dejé aviso en todas partes y después volví a mi alojamiento donde encontré esperándome nada menos que a Edgar, con su cara de pato. Muchas de sus heridas habían comenzado a sanar, pero aún tenía el ojo amoratado y, por supuesto, los huecos que quedaban donde otrora tuvo sus dientes.
– Querría hablar con vos en vuestras habitaciones -me dijo.
– Y yo querría que os largarais de aquí -repliqué.
– Lo haré, y podéis intentar echarme de aquí, si os place, pero sospecho que no querréis atraer la atención sobre vos en vuestro vecindario.
Tenía razón en eso, así que tuve que permitirle a desgana que entrara en mis habitaciones, donde me informó de que al señor Cobb le habían llegado noticias fiables de que yo no me había presentado ese día a trabajar en Craven House.
– Dicen que habéis avisado de una indisposición, pero a mí me parecéis perfectamente bien. No veo ningún síntoma de que os esté saliendo sangre por el culo.
– Tal vez querríais hacer un examen más de cerca…
Él no respondió.
– Me encontraba indispuesto -insistí ahora-, pero he empezado a sentirme mejor y salí a dar un paseo con la esperanza de que se me aclarara la cabeza.
– El señor Cobb desea que os asegure que no os valdrán trucos con él. Quiere que estéis en Craven House por la mañana… él sabrá por qué. Y os conviene hacerle caso.
– Ya habéis transmitido vuestro mensaje. Podéis iros ya.
– El señor Cobb me pide también que os pregunte si habéis podido descubrir algo acerca del nombre que os dio.
– No, no he sabido nada -dije.
Pero lo que sabía muy bien era presentarme como un dechado de veracidad al contar las mayores mentiras. No me preocupaba, pues, que mi actitud me delatara pero si Aadil trabajaba para Cobb y se había llegado a desentrañar el contenido de mi mensaje, por más que estuviera velado de algún modo, cabía dentro de lo posible que mi enemigo hubiese hablado con la viuda Pepper y supiera qué sabía yo. Posible -me dije-, pero no probable. No sabía qué era Aadil ni hasta dónde se extendían sus lealtades, pero no creía que llegaran hasta Cobb.
– Más vale que así sea -comentó Edgar-. Porque, si supiera que retenéis información, las consecuencias serían terribles y tendríais motivos para lamentarlas. Yo no lo dudo, y tampoco deberíais dudarlo vos.
– Id con el diablo, entonces. Ya he oído vuestro mensaje.
Edgar marchó, en efecto, y yo me quedé a la vez tranquilo y decepcionado por haber mantenido una entrevista con él que no había concluido violentamente.
Había dado mi día por concluido y, en consecuencia, me permití sentarme junto al fuego y beber un vaso de oporto, esforzándome en no pensar en nada, olvidar los sucesos del día, con las revelaciones y preguntas que planteaban, y en preparar mi espíritu para el sueño. Tal vez incluso me adormilé en mi butaca, pero mi sueño se vio interrumpido por un golpe en la puerta: mi casera me informó de que había abajo un chiquillo con un mensaje, cuyo contenido, en su opinión, no podía esperar.
Me puse de pie de mala gana, furioso por haber visto destruido el breve rato de descanso que me había permitido tomar, pero en cuanto bajé la escalera vi al momento que el muchacho en cuestión era judío. Lo conocía de haberlo visto en el almacén de mi tío y, por sus ojos enrojecidos, supe, sin necesidad de mirarla, lo que decía la nota que traía. La tomé con manos temblorosas y la desplegué para leer su contenido.
Me la enviaba mi tía, escrita en su portugués nativo, porque en aquellos momentos de desesperación, su laborioso e inseguro inglés tal vez le hubiera fallado. Me decía lo que más temía. La pleuresía de mi tío le había asestado un nuevo golpe, y no había podido recuperarse de él. Lo había acometido con rapidez y violencia, y por espacio de una hora había luchado con todas sus fuerzas para respirar, pero al final no había podido superar la fuerza de la enfermedad. Había muerto.
Ahorraré al lector, y a mí mismo, las escenas de pesar que me vi obligado a vivir. Solo diré que, para cuando llegué a la casa, muchos de los vecinos estaban ya en ella y que las damas que conocían a la familia se esforzaban en darle a mi tía el pequeño consuelo que se ofrece en tales ocasiones. Mi tío había estado enfermo, sí, y sus perspectivas de vida eran ya limitadas, pero ahora comprendía que mi tía jamás había pensado que el fin fuera inminente. Próximo, sí, y tal vez más de lo que ella hubiera creído nunca, pero no ese año, ni el próximo, ni quizá dentro de otro más. Pero ahora su gran amigo, su protector y compañero, el padre de su desaparecido hijo, había desaparecido también. Y aunque yo me había sentido muchas veces descorazonado por mi soledad, jamás me encontré tan solo como se sentía ahora ella sin su esposo.
Los hombres de la funeraria habían retirado ya el cuerpo de mi tío para lavarlo y disponer luego el cadáver en una mortaja. Uno de ellos, como yo sabía, estaría encargado de montar guardia junto al cadáver, para que no estuviera solo ni un instante. Siempre ha sido nuestra costumbre enterrar al difunto cuanto antes, en el mismo día del fallecimiento, si es posible, y tras hacer algunas preguntas me enteré de que algunos de los socios de mi tío, el señor Franco entre ellos, habían tomado ya las disposiciones oportunas. Un representante del Ma'amad , el consejo rector de la sinagoga, nos informó de que el funeral había sido fijado para las once de la mañana siguiente.
Escribí una nota al señor Ellershaw para decirle que no estaría en Craven House al día siguiente, explicándole también el motivo. Recordando la advertencia de Edgar, envié otra al señor Cobb en la que le comunicaba la muerte de mi tío, le avisaba de que estaría ausente un par de días y le decía que, puesto que estaba convencido de que sus acciones habían acelerado el final de mi tío, le aconsejaba que tuviera el buen sentido de no molestarme.
Finalmente transcurrió como pudo aquella larga noche. Desaparecieron los que habían venido a dar el pésame y yo me quedé en la casa junto con varios de los amigos más íntimos de mi tía. Le pedí al señor Franco que se quedara, pero él declinó hacerlo diciendo que era solo un amigo reciente de la familia y que no deseaba imponer su presencia.
Como ha sido siempre la costumbre, los amigos acudieron a la mañana siguiente con algunas comidas preparadas para los de la casa, aunque mi tía no probó nada más que algo de vino mezclado con agua y un poco de pan. Sus amigas la ayudaron a arreglarse y luego fuimos todos a pie hasta la sinagoga magistral de Bevis Marks, la gran fundación debida a los esfuerzos de los judíos portugueses por establecer su hogar en Londres.
Aunque sumida en el día negro y sin horizonte del dolor, debo pensar que sirvió de algún consuelo a mi tía ver lo lleno que estaba el edificio de personas que habían acudido a despedir a su difunto esposo. Mi tío tenía muchos amigos entre nuestra comunidad, pero también había muchos miembros de la raza tudesca e incluso comerciantes ingleses. Si hay algo que admiro del culto cristiano es que los hombres y las mujeres se sienten juntos en él, por lo que ese día lamenté más que nunca nuestra costumbre de separarnos unos de otros pues deseaba estar junto a mi tía para consolarla. Aunque tal vez esa necesidad de consuelo fuera más mía que de ella, porque sabía que estaba con sus amigas, mujeres que le ofrecían la amistad que ella deseaba y que -debo reconocerlo- la conocían mucho mejor que yo. Para mí había sido siempre una mujer silenciosa y simpática, tan dispuesta a darme enseguida de niño un dulce o un pedazo de tarta como, ya de mayor, una palabra amable. Sus amigas íntimas sabrían decirle palabras que le llegaran al corazón, mientras que yo era demasiado torpe y me sentía demasiado abrumado para encontrarlas.
Читать дальше