El pequeño, en cambio, seguía mirando, fascinado por el espectáculo callejero que acababa de presenciar. Pero con aquel tipo fuera de combate, a mí no me importaba gran cosa el retraso. Por su parte, el fingido estudiante estaba incómodo y desorientado, pero ya consciente. Fui a ponerme de pie junto a él, y le pisé la mano con uno de mis zapatos para que no tuviera la tentación de incorporarse. Aunque no le di ninguna instrucción, no tardó en comprender que cada movimiento que hiciera tendría como respuesta un aumento de mi presión.
– Y ahora, señor, decidme para quién trabajáis.
– Es un crimen abominable golpear a un universitario. En cuanto corra la voz de que ha sido cometido por un judío, habrá consecuencias terribles para vuestra gente.
– ¿Y cómo sabéis vos que yo soy judío?
El estudiante no dijo nada.
– A mí me tiene sin cuidado que seáis o no un universitario. Lo único que sé es que habéis estado observándome y que habéis intentado detener a ese chico cuando iba a entregar mi correspondencia. ¿Me decís quién os ha empleado?
– No os diré nada.
El caso es que lo creí. No pensaba que saber si era Cobb o Ellershaw o cualquier otro cambiara mucho mis planes y por eso en lugar de intentar obligarlo a decir quién lo había enviado, golpeé su cabeza contra el suelo hasta que quedó inconsciente. Después registré sus cosas y encontré poco digno de mención, salvo un billete de diez libras emitido por el mismo orfebre que garantizaba los billetes que empleaba Cobb para pagarme.
Levanté luego la cabeza y vi que el chico aún no se había marchado, sino que estaba inmóvil y atemorizado.
– Devuélveme mis notas -le dije-. Si había un espía encargado de quitártelas, aún puede haber otro. Me encargaré de hacerlas llegar por otro medio.
El chico me las dio y escapó a toda prisa, dejándome solo en la calle. Yo las tomé en mi mano y estuve un rato observando la figura inerte del estudiante, preguntándome si no me habría rendido demasiado pronto con él y si tal vez podría decirme más cosas. Pero el sujeto debía de estar esperando su oportunidad porque al instante siguiente noté que otra mano me empujaba fuertemente por detrás de la cabeza y me arrojaba de bruces sobre la nieve y el barro de la calle. Caí y me quedé aturdido, aunque solo un momento, pues me recuperé en un instante. Pero ya era demasiado tarde pues, cuando miré, vi la figura de un hombre que se alejaba corriendo con mis notas en la mano.
Enseguida logré incorporarme y corrí tras el ladrón, pero él ya había conseguido una considerable ventaja. Podía verlo a bastante distancia como un hombre rechoncho que se movía con inesperada soltura. Yo, por mi parte, puesto que tenía aún las secuelas de la grave fractura de mi pierna, no podía correr como antes y temí que, a pesar de todos mis esfuerzos y mi determinación de hacer caso omiso del dolor de mi vieja herida, no conseguiría dar alcance a aquel bellaco.
Giró para seguir corriendo hacia Virginia Planter Hill y estaba a punto de entrar en el Shadwell. En lo que a mí me pareció un golpe de suerte: la calle era amplia y estaba bien iluminada, pero a aquellas horas de la noche estaría desierta. Había una pequeña posibilidad de atraparlo allí.
Mientras me esforzaba por reducir la distancia o, al menos, en no perderlo por completo, él se adentró en Shadwell y al punto tropezó y estuvo a punto de caer. En el mismo momento pasó a su lado un faetón lanzado a toda velocidad, cuyo cochero cubrió de improperios al mismo hombre al que había estado en un tris de atropellar.
De nuevo de pie, se agazapó como un felino y en el instante en que otro faetón lo dejaba atrás, saltó y se subió a él, dando motivos al conductor para que emitiera un grito de sorpresa, apenas audible por encima del ruido de los cascos y el rechinar de las ruedas. Me pregunté a qué clase de hombre podía importarle tan poco la vida como para saltar a bordo de un faetón lanzado a toda velocidad. Aquello me encorajinó porque, si él lo había hecho, yo me veía obligado a hacer lo mismo.
Redoblé mis esfuerzos para llegar allí en el momento en que pasaba otro faetón, y después otro más, pues parecían ser ocho o diez los implicados en aquella carrera. Llegué a Shadwell precisamente en el instante en que se aproximaba el rezagado del grupo; no se me escaparía. En la oscuridad podía ver que era verde con franjas doradas, una de las cuales llevaba el símbolo de una serpiente. Tuve el tiempo justo para comprender que era el mismo coche que había atropellado al acusador de Elias muchos días atrás, conducido por un hombre que hubiera dado muerte a un chiquillo de no ser por aquella valerosa intervención. El conductor del faetón, en efecto, era un petimetre ensimismado. Un individuo que consideraba aquella loca carrera más importante que una vida humana: este iba a ser mi compañero, porque me arrojé al aire con la viva esperanza de aterrizar dentro del carruaje y no verme atrapado bajo sus ruedas.
En esto, por lo menos, tuve éxito, pues caí bruscamente en el faetón aplastando al conductor, que soltó un pequeño grito.
– ¿Qué locura es esta? -me preguntó mientras sus ojos se abrían de par en par asombrados, reflejando la luz de las farolas de la calle.
Yo me puse en pie rápidamente y le quité las riendas de la mano.
– Sois un loco, un monstruo y un pésimo conductor, además -le espeté-. Ahora callad, si no queréis que os eche de aquí.
Espoleé al caballo con el látigo y descubrí que era capaz de alcanzar más velocidad de la que su propietario le permitiría. Me di cuenta de que lo suyo no era falta de fuerza, sino de valor, porque a medida que el caballo aumentaba su velocidad, el hombre lanzaba grititos de miedo.
– ¡Frenad! -exclamó con una voz que se quebraba como si fuera de cristal-. ¡Vais a conseguir que nos matemos!
– Ya vi en una ocasión cómo atropellabais a un hombre y os excusabais con una risotada -le dije, haciéndome oír por encima de los cascos del caballo y de las ráfagas de aire frío-. No creo que seáis merecedor de compasión.
– ¿Qué pretendéis? -me preguntó.
– Dar alcance a otro hombre -dije-. Y, si el tiempo lo permite y me parece oportuno, castigaros a vos.
Corría alocadamente, espoleando al caballo a velocidades de lo más temerarias, pero apenas me quedaba otra opción. Adelanté a uno de los otros faetones, cuyo conductor nos miró a mí y al hombre que se acurrucaba a mi lado con la mayor de las confusiones. Adelanté a otro luego, y después a un tercero. Si hubiera sido mi intención -me dije-, tal vez hubiese podido vencer en la carrera.
Delante de mí, los faetones doblaban la esquina para entrar en Old Gravel Lane y se veían obligados a reducir la velocidad. Pero si yo quería recuperar aquellas notas, tendría que dejar a un lado toda precaución por la seguridad y por ello apenas frené al caballo al girar. El faetón se inclinó hacia un lado y, mientras sujetaba las riendas con una mano, alargué la otra y agarré al infeliz pasajero por la espalda de su casaca, empujándolo hacia la parte más elevada del carruaje. Era un pequeño contrapeso, pero fue suficiente pues, aunque estuvimos muy cerca de volcar, no lo hicimos. En el proceso de tomar la curva adelantamos a otros tres carruajes más, de forma que ahora solo había tres delante del nuestro.
El caballo parecía tan satisfecho como yo de haber sobrevivido a mi alocada maniobra y encontró más reservas de fuerza para seguir corriendo, de manera que empezamos a acercarnos aún más a los que iban en cabeza. Mientras salvábamos la brecha entre nosotros y ellos, vi que en uno de los faetones, no en el de cabeza, sino en el que iba detrás de él, viajaban dos hombres. Haría todo lo que fuera preciso para detenerlo, y sacudí las riendas de nuevo con la esperanza de que el caballo obedeciera… o estuviera en condiciones de obedecer, que venía a ser lo mismo. Yo ignoraba qué fuerzas pudiera aún tener el caballo pero, mientras que el faetón que iba en cabeza ampliaba su ventaja, el que llevaba a los dos hombres empezaba a retrasarse tanto, que enseguida me vi conduciendo a su altura. Me aproximé a su lado, una distancia que variaba en cada bache del terreno, pero que no excedía de un metro veinte como mucho y que en los momentos de más proximidad era de poco más de medio metro.
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