Mientras bebía, siguió informándome de otros crímenes contra la higiene de los que había oído hablar. Yo permití que aquello continuara mientras él trasegaba la mayor parte de su cerveza reforzada; pero al notar que su dificultad para hablar iba en aumento, y sospechando que la conversación pudiera escapar pronto a mi habilidad para orientarla por los cauces que yo deseaba, forcé la máquina con la esperanza de no pasarme de la raya.
– ¿Y qué me decís de otros asuntos? Por ejemplo, al margen de la negligencia a que aludís en asuntos que van más allá del aseo personal. En cuestiones de contabilidad, por ejemplo.
– Errores de contabilidad, ciertamente. Cada vez más graves. En todos los lugares y momentos. Por la manera como actúan, uno diría que están dotados de sirvientes invisibles, espíritus mágicos que se encargan de remediar sus pequeños desaguisados. Pero no siempre se trata de errores -afirmó con un inconfundible centelleo en los ojos.
– ¿Y eso?
– Vuestro protector, por ejemplo…, pero estoy hablando demasiado.
– Decís «demasiado» para no continuar. Sería una forma muy cruel de tortura no concluir lo que pensáis. Y, puesto que somos amigos, debéis proseguir.
– De acuerdo. De acuerdo… Entiendo vuestro punto de vista. Es como lo de las series, ¿no? Una vez se ha empezado, hay que terminar. Yo diría que a estas alturas ya habéis aprendido esa lección.
– En efecto. Y por eso tenéis que decirme algo más.
– Me estáis presionando mucho -observó.
– Y yo diría que vos os reprimís como una recatada damisela -dije con toda la afabilidad que me fue posible-. Supongo que no pensaréis dejarme ahora en ascuas.
– Por supuesto que no. En fin…, supongo que puedo deciros algo más. -Carraspeó para aclararse la garganta-. Vuestro patrón, cuyo nombre no mencionaré porque puede no ser demasiado seguro, vino a verme una vez con un plan para liberar de los libros una suma considerable para su propio uso. Era un plan que, según me dijo, había comentado ya con el cajero general, y que requería mi ayuda para ocultar esa suma a los ojos de la posteridad. Me explicó cierta historia acerca de que era para un importante proyecto de la Compañía, pero, como no pudo decirme más que eso, yo me di cuenta enseguida de que probablemente se trataba de apuestas o de mujeres de mala vida. No hará falta decir que me negué a ello.
– Y eso ¿por qué?
– ¿Que por qué? En parte porque habría sido un crimen incalificable liberar esa suma de los libros. Pero hay otro aspecto de la cooperación que encontré de lo más sabroso. El anterior cajero general, un individuo llamado Horner, había ayudado a vuestro patrón demasiadas veces para que su presencia aquí le resultara cómoda a este. En consecuencia, vio recompensada su lealtad con una misión para pasar el resto de sus días trabajando en Bombay. Yo trataba de evitar ser un fiel servidor como él, para ahorrarme favores así. No creo que las Indias me sentaran bien.
– Pero… ¿qué fue de esa suma perdida? ¿Se las arregló Ellershaw sin ella?
– Oh, no… No tardé en encontrarla. Se había hecho un gran esfuerzo para ocultar su pista, pero aquello no pudo engañarme.
– ¿Revelasteis el asunto?
– En una compañía donde la lealtad se ve recompensada con el exilio al más horrible clima de la tierra, difícilmente quería yo dar pruebas de deslealtad. Más bien lo vi como una oportunidad para borrar todo rastro de aquella ocultación, para que nadie fuera capaz de descubrirla en adelante. Yo no querría nunca cometer un crimen, señor, pero no encontré ningún mal en echar tierra sobre las huellas allí donde se había cometido el delito. Asentí pensativamente.
– ¡Qué historias tan interesantes! -exclamé-. Seguro que debe de haber más.
– Bueno -dijo él-, ha habido un par de cosas que no había visto antes de ahora…, antes de este asunto de Greene House, como yo lo llamo. Pero no puedo decir que estas hayan ocurrido también en el pasado.
– Contadme, os lo ruego.
Blackburn sacudió la cabeza.
Decidí que había llegado el momento de desobedecer estratégicamente las órdenes del señor Cobb. El me había advertido que yo no debía plantear el tema, pero mi interlocutor estaba ahora tan desorientado por el alcohol, que pensé que, llegado el caso, yo sabría cómo disfrazar mi iniciativa.
– ¿Os referís a ese asunto con Pepper? -le pregunté.
Su tez se tornó pálida y los ojos se le abrieron de par en par.
– ¿Qué sabéis vos de eso? -me preguntó en voz baja-. ¿Quién os lo ha dicho?
– ¿Decírmelo? -repliqué con una carcajada-. ¡Pero sí es de dominio público!
El se agarró ahora a los lados de la mesa.
– ¿De dominio público? ¿De dominio público, decís? ¿Quién se ha ido de la lengua? ¿Cómo lo habéis sabido? ¡Oh… estoy arruinado! ¡Se acabó!
– Tranquilizaos, señor Blackburn… Os lo ruego. Aquí nene que haber algún malentendido. No veo por qué una alusión mía a la importación de pimienta puede causaros semejante conmoción.
– Pepper… -repitió-. ¿Hablabais de la especia?
– Sí…, decía simplemente que pensaba que la Compañía de las Indias Orientales se dedicaba antaño exclusivamente al comercio de la pimienta, y que su cambio a los textiles y los tés ha sido un verdadero hito en sus capacidades organizativas.
Sus manos soltaron la mesa.
– Oh, sí… ¡Por supuesto! -asintió, y se apresuró a beber un largo trago de cerveza.
Yo sabía que aquella era mí oportunidad, y que tenía que estar loco para no aprovecharla.
– Sí, me refería a la especia, señor. Solo a la especia. -Me eché hacia atrás en mi asiento, apoyando los hombros contra la pared-. Pero decidme, os lo ruego, ¿A qué pensabais que aludía?
Era, a mi juicio, el momento más arriesgado. Estaba jugando a un juego muy peligroso, cuyas reglas desconocía. Tal vez se diera cuenta de que lo había engañado, induciéndolo a admitir un conocimiento -cualquiera que este fuese, porque yo aún ignoraba de qué- y se volviera contra mí. O podía caer en la trampa.
– Lo siento -dijo-. No tiene importancia.
– ¡Que no tiene importancia…! -repetí fingiendo un tono de voz jovial-. Decís que no tiene importancia… Entonces, ¿por qué os habéis alterado tanto, señor?
– Os aseguro que no es nada.
Yo me incliné hacia delante otra vez.
– Vamos, señor Blackburn… -le dije en voz baja-. Hay confianza entre nosotros y vos habéis encendido mi curiosidad. Podéis decirme a qué pensabais que me refería.
Tomó otro sorbo de cerveza. No sabría decir qué lo decidió a hablar…, si fue el efecto del alcohol, un sentimiento de solidaridad o la creencia de que, una vez revelado a medias el asunto, valía más revelarlo por completo que intentar ocultarlo de nuevo. Solo puedo decir que se llenó de aire los pulmones y dejó la jarra sobre la mesa.
– Se trata de una viuda.
– ¿Qué viuda?
– Hará cinco o seis meses, recibí un escrito lacrado, con el sello de la junta de comisionados. En la carta no figuraba el nombre de ningún directivo, sino solo el sello de la junta. Se me ordenaba entregar una pensión anual a una viuda -ciento veinte libras anuales, en concreto-, advirtiéndome que no debía decírselo a nadie, ni siquiera a la junta, porque se trataba de un gran secreto que los enemigos de la Compañía podrían utilizar contra nosotros. Es más. Se me decía que, si aquello se hiciera público, perdería mi puesto. Yo no tenía ninguna razón para dudar de la veracidad de esa amenaza. El pago, después de todo, estaba supervisado por el mismo Horner. su última acción como cajero general antes de ser trasladado a su infierno asiático. Hasta el más necio podía ver que, sin ninguna culpa por mi parte, me hallaba en el centro de una tarea importante y secreta, y que no tenía más elección que obedecer si quería evitar la más terrible de las suertes. -¿El apellido de esa viuda era Pepper? El señor Blackburn se humedeció los labios y desvió la vista. Le costaba hablar, pero luego tragó un largo sorbo de su cerveza.
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