Geertruid calló por un instante.
– Decís que habéis recibido garantías sobre el cargamento, pero es imposible predecir los ataques de piratas, o las tormentas, o mil contratiempos más que pueden retrasar un barco. ¿Y si el cargamento no ha llegado aún a puerto cuando vuestros hombres empiecen?
Miguel negó con la cabeza.
– No tendrá importancia. Llevo demasiado tiempo en la Bolsa para permitirlo. La conozco como si se tratara de mi propio cuerpo y puedo hacer que haga lo que yo quiera, igual que muevo mis manos y mis piernas.
Geertruid sonrió.
– Habláis con gran confianza.
– Solo hablo la verdad. Nuestro único enemigo es nuestra timidez.
– Me alegra oíros hablar así. -Se inclinó hacia delante y le tocó la barba-. Pero no podéis arriesgaros a poneros en posición de tener que vender aquello que no poseéis.
– No debéis preocuparos por eso. No me cogerán desprevenido.
– ¿Cuál es vuestro plan?
Miguel sonrió y se recostó contra su silla.
– Es muy sencillo. Si es menester, yo mismo cubriré mis pérdidas cuando los precios caigan y estaré adquiriendo con ello la mercancía que prometo vender, solo que compraré cuando el valor descienda por debajo del precio al que he prometido vender, de suerte que podré sacar beneficio de las ventas a la par que bajo el precio. Es cosa que no hubiera sabido hacer antes, pero ahora creo poder hacer las diligencias ordenadamente.
Aquel plan era una necedad. Miguel jamás hubiera intentado tamaño disparate, pero dudaba que Geertruid tuviera el suficiente entendimiento en materia de negocios para saberlo.
Ella no dijo nada, así que Miguel insistió.
– Me pedisteis que me uniera a vos porque necesitabais quien supiera manejarse con la locura de la Bolsa, alguien que supiera entender sus peculiaridades. Y eso es justamente lo que estoy haciendo.
Ella suspiró.
– No me gusta asumir un riesgo tan grande, pero tenéis razón: os pedí que dispusierais todo esto y he de confiar en vos. Pero -añadió con una sonrisa- cuando seamos ricos, espero que me obedezcáis en todas las cosas y que me tratéis como a vuestra señora.
– Será un placer -le aseguró Miguel.
– Entiendo que habéis de ser cauto, pero no es menester que estéis tan sombrío. ¿No os queda ni una risa que ofrecer antes de haceros rico?
– Muy pocas -dijo Miguel-. Desde este momento hasta que todo esté concluido veréis que soy hombre de negocios y poco más. Vos habéis cumplido con vuestra parte. Ha llegado el momento de que yo cumpla con la mía.
– Muy bien -dijo Geertruid al cabo de un momento-. Admiro y aprecio vuestra dedicación. Entretanto habré de buscar a Hendrick, que nada tiene que perder mostrando contento. Disfrutaremos por vos.
– Hacedlo, por favor -dijo él con pesar. En otro tiempo, Geertruid se le había antojado la mujer más alegre del mundo, pero acababa de hacerla cómplice de sus planes para destruirla.
Acaso debieran haber ido a la taberna de café del Plantage. Hubiera sido más apropiado, y sin duda le hubiera sido más fácil a Joachim el concentrarse. Pero le habían dejado elegir a él, y allí estaban, los tres -dos de ellos señalados por sus barbas de judíos- en una pequeña sala atestada de holandeses borrachos los cuales miraban y señalaban. Uno de ellos hasta se acercó y examinó la cabeza de Miguel levantando con tiento su sombrero y volviéndolo a colocar educadamente en su sitio.
Los meses de tribulación de Joachim le hacían beber cuanta cerveza estuvieran dispuesto a pagarle, de suerte que, una hora después de empezada la reunión, arrastraba ya las palabras y presentaba ciertas dificultades para mantenerse derecho en su asiento astillado.
A Miguel le sorprendía ver que Joachim ya no lo irritaba. Ahora que, como el mismo Joachim dijera, ya no estaba loco, se había comportado con una cordialidad que Miguel jamás había visto en él. Reía de las chanzas de Alferonda y asentía con gesto aprobador ante las sugerencias de Miguel. Alzaba su jarra por brindar por los dos y «por los judíos de todas partes», y hacía esto sin ironía. Se dirigía a los dos como a quienes lo habían subido a su navío cuando se creía abandonado a su suerte para que se ahogase.
En aquel momento, allí estaban los tres con sus planes, bebiendo en exceso. Ya no faltaba mucho, unas pocas semanas, y los tres se aplicaron con igual esmero a la labor. Había de ponerlos a prueba y atormentarlos, pero podía hacerse.
– Entiendo -dijo Joachim- cómo ha de ser que compremos y vendamos aquello que nadie quiere comprar y vender. Lo que no entiendo es cómo hemos de vender algo que no tenemos. Si Nunes ha vendido vuestros frutos a Parido, ¿cómo podemos influir en los precios mediante las ventas?
Miguel hubiera deseado no hablar de aquello, pues se conoce que de todos era este el aspecto más difícil. Para lograrlo habría de hacer algo que se había prometido no hacer jamás en la Bolsa… práctica que, por muy desesperado que uno estuviera, siempre sería la más gran locura.
– Mediante un windhandel -dijo Alferonda utilizando la palabra holandesa.
– He oído que son peligrosos -dijo Joachim-. Que solo un necio intentaría tal cosa.
– Lo cual es cierto -terció Miguel-. Y por eso lo conseguiremos.
Windhandel: el negocio del viento. Una colorida forma de nombrar algo peligroso e ilegal, que era que un hombre vendía aquello que no poseía. Los burgueses habían prohibido tal práctica, pues que añadía un gran caos a la actividad de la Bolsa. Se decía que cualquier hombre que se implicara en un windhandel mejor haría en arrojar su dinero al Amstel, puesto que las ventas realizadas por el tal procedimiento podían anularse fácilmente si el comprador aportaba pruebas. Y entonces, el vendedor sacaría menos que nada por sus trabajos. Pero, en aquel asunto del café, iban con ventaja… el comprador sería también culpable de trampas varias y diversas, y no osaría poner en entredicho la venta.
Más tarde, cuando concluyeron sus asuntos, Alferonda se excusó, y Miguel y Joachim quedaron solos en la mesa. Y allí estaba él, pensó Miguel, bebiendo junto a un hombre a quien gustosamente hubiera estrangulado unas semanas atrás.
Acaso Joachim leyó la expresión de su cara, pues dijo:
– No estaréis tramando algo, ¿verdad?
– Pues claro que tramamos algo -contestó Miguel.
– Quiero decir contra mí.
Miguel dio en reír.
– ¿De verdad creéis que todo esto, estas reuniones, estos planes… son una argucia para vos? ¿Que hemos invertido tanto en vuestra destrucción que hayamos de participar en tales juegos? ¿Estáis seguro de que dejasteis atrás vuestra locura?
Joachim negó con la cabeza.
– No, no creo que con vuestros planes pretendáis atacarme. Por supuesto que no. Pero me pregunto si seré sacrificado en el altar de vuestra venganza.
– No -dijo Miguel suavemente-, no pensamos traicionaros. Nuestra suerte corre ahora pareja a la vuestra, así es que más habríamos de temer nosotros de vuestra traición que vos de la nuestra. Ni tan siquiera acierto a imaginar cómo habríamos de sacrificaros, como decís.
– Pues a mí se me ocurren varias maneras -dijo Joachim-, pero me las guardaré para mí.
Cuando Miguel pasó al vestíbulo de la entrada, supo que Daniel no podía estar en casa. La casa estaba en sombras por el crepúsculo, y el atrayente olor del comino impregnaba el aire. Hannah lo aguardaba desde el extremo del vestíbulo, y la luz de la vela que llevaba en la mano se reflejaba en el suelo de baldosas blancas y negras.
No fue la forma en que vestía, pues llevaba el pañuelo de siempre y el vestido ancho y sin forma, por bien que ahora revelara de forma innegable el abultamiento del hijo que crecía en su interior. Sin embargo, algo había en la intensidad de su rostro, en la forma en que sus oscuros ojos lucían por la llama de la vela y adelantaba el mentón. La mujer estaba extrañamente quieta, sacando un tanto el pecho, como si quisiera acentuar su pesadez, y Miguel, borracho, se sintió mareado del deseo.
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