Miguel miró a Joachim, el cual volvía a ser el que fuera: un hombre inquieto y nervioso, pero no un demente. Acaso sea cierto, se dijo entre sí. Un hombre cuerdo pudiera fingir locura, pero un demente jamás podría hacer creer al mundo que está cuerdo. El dinero había devuelto a Joachim el sentido común.
– Pensad, pues -dijo Joachim-. Pero os pediría que me dierais vuestra palabra. Si decidís actuar basándoos en lo que he dicho y tales acciones mudan en beneficios, ¿me daréis el diez por ciento de lo que ganéis?
– Si descubro que me habéis dicho la verdad y actuado con honor, lo haré gustoso.
– Entonces me tendré por satisfecho. -Se puso en pie. Por un momento, se quedó mirando a Miguel.
Miguel abrió su bolsa y le entregó unos pocos florines.
– No lo gastéis todo en las tabernas.
– Lo que haga con él solo es de mi incumbencia -dijo Joachim desafiante. A mitad de las escaleras se detuvo-. Y podéis descontarlo del diez por ciento si os place.
Tras dar por zanjado el asunto, Joachim deseó a Miguel una buena tarde, pero Miguel lo siguió hasta arriba sin otra razón que su desconfianza a dejar que anduviera solo por la casa. En lo alto de la escalera, Miguel oyó el susurro de unas faldas y vio entonces que era Hannah, que se alejaba con grandes prisas. El pánico que le atenazó el pecho se disipó casi al punto. Hannah no sabía una palabra de holandés; podía escuchar cuanto quisiera, pero difícilmente extraería de ello algún sentido.
Sin embargo, cuando Joachim salió de la casa, la encontró esperándolo en el vestíbulo.
– Ese hombre -dijo en voz baja-. Era el que nos atacó en la calle.
– No os atacó -dijo Miguel con hastío, mirando entre medias su vientre hinchado-, pero sí, es el mismo hombre.
– ¿Qué asuntos podéis tener con semejante demonio?
– Tristemente -le dijo-, un asunto demoníaco.
– No os comprendo. -Hablaba con suavidad, pero se manejaba con una confianza nueva-. ¿Acaso creéis que porque conocéis mi secreto podéis cuestionar mi buen juicio?
Miguel dio un paso adelante, lo justo para sugerir cierta intimidad.
– Oh, no, senhora. Jamás os trataría de tal forma. Tal vez os parezca extraño, pero el mundo… -Dejó escapar un suspiro-, el mundo es un lugar más complicado de lo que parece.
– No me habléis así -dijo ella alzando un poco la voz-. No soy una niña a quien podáis engañar con vuestros cuentos. Sé perfectamente cómo es el mundo.
Cómo había mudado aquella mujer… Su café la había hecho holandesa.
– No es mi intención despreciaros. El mundo es mucho más complicado de lo que yo imaginaba hasta unos sucesos recientes. Mis enemigos se han tornado en aliados, y temo no poder confiar en mis aliados. Curiosamente, este hombre extraño y amargo se ha colocado en posición de poder ayudarme y así lo ha decidido. Y yo he de permitir que lo haga.
– Debéis prometerme que jamás permitiréis que vuelva a entrar en esta casa.
– Lo prometo, senhora. No fui yo quien le pidió que viniera o quien planeó que las cosas fueran por tal camino. Y haré cuanto esté en mi mano por protegeros -dijo, con un ímpetu que no pretendía- aun a costa de mi propia vida. -Las hipérboles del hidalgo le venían con facilidad a la boca, pero enseguida echó de ver que se había excedido pues esas eran las palabras que un hombre dice a su amada, no a la esposa de su hermano.
Miguel no podía desdecirse. Hacía un instante se había comprometido a convertirse en su amado, y eso es lo que haría.
– Senhora, tengo un presente para vos.
– ¿Un presente? -El repentino cambio en el tono de su voz rompió el hechizo.
– Sí. Volveré con él en un instante. -Miguel corrió al sótano y cogió el libro que había comprado para ella: la lista de Mandamientos en portugués. Poco provecho le haría sin una enseñanza, pero esperaba que supiera apreciarlo de todos modos.
Corrió de vuelta a la sala de recibir, en la cual ella esperaba con expresión preocupada, como si Miguel pudiera ofrecerle un gran collar de diamantes que acaso ni podría rechazar, pero tampoco usar. El presente que él le ofreció era casi tan precioso y peligroso como pudiera serlo el otro.
– ¿Un libro? -Hannah tomó el librillo en octavo, pasando sus dedos por la tosca cubierta de cuero. A Miguel se le ocurrió que acaso ni siquiera supiera cortar las páginas.
– ¿Os mofáis de mí, senhor ? Sabéis que no sé leer.
Miguel sonrió.
– Acaso yo pueda ayudaros. Estoy seguro de que seréis una buena estudiante.
Entonces lo vio en sus ojos. Solo tenía que pedirlo. Podía llevarla consigo al sótano y allí, en la estrecha cama, tomar a la esposa de su hermano. No, era una afrenta pensar en ella como la esposa de su hermano. Ella era mujer por sí misma, y así habría de verla. ¿Qué le retenía, la pertenencia? ¿No merecía acaso Daniel ser traicionado después de haber cogido el dinero de Miguel de aquella forma?
Estaba a punto de tender la mano, de tomar la mano de ella y llevarla al sótano. Pero sucedió algo.
– ¿Qué es esto? -La voz de Annetje los sobresaltó. Estaba en el umbral, con los brazos cruzados y una sonrisa perversa en los labios. Miró a Miguel, luego a Hannah y alzó los ojos al techo-. Se me hace que la senhora os está molestando. -Annetje se adelantó y puso una mano en el hombro de Hannah-. Y vos, ¿qué tenéis ahí? -Le cogió el libro de las manos-. Ya sabéis que sois demasiado necia para los libros, querida senhora. Sin duda os molesta, senhor Lienzo. Me aseguraré de que no vuelva a suceder.
– Devuelve eso a tu senhora -dijo él-. Te estás excediendo, moza.
Annetje se encogió de hombros y devolvió el libro a Hannah, la cual lo metió en el bolsillo de su delantal.
– Senhor, estoy segura de que no pretendíais levantarme la voz. Después de todo… -Sonrió con malicia- vos no sois el señor de la casa, y acaso a vuestro hermano no le guste escuchar algunas cosillas. Debéis pensar en ello mientras me llevo a la senhora donde no os pueda molestar. -Y tiró con brusquedad del brazo de Hannah.
– Suéltame -dijo Hannah en portugués, casi gritando. Se soltó y se volvió a la moza-. ¡No me toques!
– Por favor, senhora. Dejad que os lleve a vuestras habitaciones antes de que os avergoncéis.
– ¿Quién eres tú para hablar de vergüenza?
Miguel no acertaba a comprender aquella escena. ¿Por qué pensaba la criada que podía dirigirse a Hannah en aquel tono? Ni tan siquiera sabía que la moza hablara, pues para él no era más que una hermosa criatura que solo servía para algún retozo ocasional. Pero se conoce que había intrigas, ardides y planes que jamás hubiera imaginado. Abrió la boca, dispuesto a hablar, pero en estas Daniel apareció en el umbral.
– ¿Qué está pasando aquí?
Daniel miró a las dos mujeres, demasiado próximas entre sí para pensar que no pasaba nada. El rostro de Hannah había enrojecido, y el de Annetje había mudado en una severa máscara de cólera. Se miraron con frialdad entrambas, pero al oír la voz de Daniel, las dos se volvieron y se recogieron como niñas que han sido descubiertas en un peligroso juego.
– ¿Qué está pasando?, digo -repitió Daniel, pero esta vez miraba a Miguel-. ¿Le ha puesto la mano encima a mi esposa?
Miguel trató de pensar en cuáles mentiras pudieran hacer mejor servicio a Hannah, pero nada le vino a las mientes. Si acusaba a la criada, acaso ella traicionaría a su señora, pero si no decía nada, ¿cómo podría explicar Hannah aquel atropello?
– Los criados no se conducen de esta forma -dijo.
– Sé que estas holandesas no tienen sentido del decoro -gritó Daniel-, pero esto es demasiado. He dejado a mi esposa en compañía de esta impúdica ramera demasiado tiempo y no habré de prestar oídos a sus súplicas nunca más. La moza debe irse.
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