– ¿Quién te pagó?
– Bueno, fue vuestra amiga la viuda -dijo-, la adorable señora Damhuis. Me prometió diez florines si os tenía vigilados a vos y esa zorra obstinada de senhora. ¿También habéis sido amable con ella?
El visitante no podía dejarse intimidar.
– Y te pagaba por hacer qué.
– Solo había de escuchar cuanto se hablara en la casa. Había de convencer a la senhora de no hablar de sus encuentros con madam. Decía que vos no sospecharíais… mientras yo os mostrara mis favores. En cuyo caso, me dijo, seríais tan necio como un toro que llevan al degüello.
– ¿Cuáles son sus fines? -preguntó él-. ¿Por qué quería que hicieras tales cosas?
Annetje se encogió de hombros de forma harto exagerada, con la cual cosa el cuello de su vestido se abrió deliciosamente.
– No sabría deciros, senhor. Ella nunca me lo dijo. Solo me dio unos pocos florines y me prometió más, que era mentira. En mi opinión, esa mujer da en mentir mucho. Haríais bien en recelar de ella.
Annetje le ofreció a su visitante el cuenco de dátiles.
– ¿Probaríais una de mis exquisiteces?
El mercader declinó el ofrecimiento. Dio las gracias a la moza y se fue.
De esta guisa transcurrió la última conversación entre Miguel Lienzo y la que fuera criada de su hermano. Es bien triste cómo a veces resultan las cosas. Miguel y la moza conocieron una bonita intimidad durante largos meses, pero nunca hubo un verdadero amor. Él solo buscaba la carne, ella el dinero. Triste fundamento para una relación entre hombre y mujer.
Y ¿cómo sabe Alferonda de esto? ¿Cómo puede escribir las palabras que privadamente se pronunciaron en una oscura casa de huéspedes del Jordaan? Alferonda las conoce porque lo oyó todo… pues que estaba en la habitación contigua… tendido en el tosco lecho de la moza.
Poco antes había estado yo disfrutando de las exquisiteces que ella había ofrecido a Miguel. Ella dijo al visitante exactamente lo que yo le dije que dijera, si acaso se presentaba. Madam Damhuis, por supuesto, jamás le había pagado a la moza ni un ochavo, ni le prometiera hacer tal cosa. La viuda no habló sino en una ocasión con ella, la cual fue cuando la viuda paró a la senhora en el Hoogstraat.
Annetje estaba a mi servicio, y fue decisión mía que la senhora de Lienzo no pudiera hablar de la viuda a Miguel. Que al cabo lo hiciera, se demostraría cosa inconsecuente.
Durante semanas, Miguel había estado ignorando las notas de Isaías Nunes e hizo tal cosa justificadamente desde que llegó a su conocimiento que Nunes estaba compinchado con Parido. Pero entonces en sus notas, Nunes empezó a hablar del ma'amad, y Miguel pensó si acaso debiera tomarse las amenazas seriamente. Con toda probabilidad, Nunes solo deseaba dar más gran realismo a sus ardides, aunque pudiera ser que Parido quisiera llevar a Miguel ante el Consejo. Sería harto difícil probar toda aquella trama, y no podría hacerlo sin desvelar su relación con Geertruid.
Miguel había llegado a pensar que solo había una forma de conseguir el dinero que necesitaba. Por tanto, mandó una rápida nota y tres horas después se hallaba en la taberna de café conferenciando con Alonzo Alferonda.
– Seré sincero -dijo Miguel-. Necesito que me prestéis un dinero.
Su amigo entrecerró los ojos.
– Tomar prestado de Alferonda es asunto peligroso.
– Estoy dispuesto a correr el riesgo.
Alferonda rió.
– Sois hombre osado. ¿Cuánto teníais en las mientes?
Miguel dio un trago a su café turco.
– Mil quinientos florines.
– Soy un buen hombre de corazón generoso, pero debéis tomarme por necio. Con todos los problemas que tenéis, ¿por qué habría de daros semejante cantidad?
– Porque en haciendo tal cosa me ayudaréis a arruinar los planes de Salomão Parido -repuso Miguel.
Alferonda se atusó la barba.
– Dudo que pudiera haber respuesta más efectiva.
Miguel sonrió.
– Entonces, ¿lo haréis?
– Decidme lo que habéis pensado.
Miguel, quien no se había parado a formular un plan, dio en hablar, y todo cuanto salió de sus labios resultó ser del agrado de Alferonda.
Miguel estaba sentado en el Tres Sucios Perros esperando a Geertruid. Como todos los holandeses, la mujer gustaba de ser puntual, pero no fue así en aquella ocasión. Acaso habría descubierto que Miguel sabía de su engaño. Miguel dio en pensar de cuáles formas pudiera esto acaecer. No era probable que Joachim y Geertruid tuvieran ningún contacto, y estaba casi seguro de que Alferonda no lo traicionaría. ¿Lo habría visto Hendrick cuando lo descubrió en la taberna aquella noche? ¿Y si era así pero no había dicho nada a Geertruid por razones que solo él conocía? ¿O acaso Geertruid quería ver cómo reaccionaba Miguel al saber aquello?
Cuando apareció venía la mujer desarreglada y sin aliento. Miguel jamás la había visto tan alborotada. Después de tomar asiento, la viuda se explicó. Un hombre se había caído y se había roto una pierna ante ella en el Rozengracht, y ella y un caballero que por allí andaba lo llevaron al cirujano. Todo cosa muy perturbadora. El hombre no había dejado de gritar por los dolores. Geertruid pidió enseguida una cerveza.
– Estas cosas te hacen pensar en cuán preciosa es la vida -dijo la viuda en tanto esperaba su cerveza-. Un hombre está ocupado en sus asuntos y de pronto se cae y se rompe una pierna. ¿Se la emparejarán, sin peligro para su vida, pero habrá de caminar lo que le reste con ayuda de un bastón? ¿Habrán de amputársela? ¿Sanará la pierna, y todo volverá a ser como fue? Nadie sabe lo que Dios nos tiene reservado.
– En eso tenéis razón -concedió Miguel sin mucho entusiasmo-. La vida está llena de cambios inesperados.
– Jesús bendito, me alegra que estemos haciendo esto. -Oprimió la mano de Miguel. La sirvienta puso la cerveza en la mesa, y Geertruid bajó la mitad de la jarra de un trago-. Me alegro. Haremos nuestras fortunas y viviremos con grandes lujos. Acaso muramos al día o al año siguiente, quién sabe. Pero primero habré de tener mi fortuna, y nosotros reiremos mientras mi esposo ha de verlo desde el infierno.
– Entonces debemos proseguir -terció Miguel de buen humor-. Hemos de enviar las cartas inmediatamente. No debemos demorarnos más. Es menester concretar una fecha. Las once de la mañana, de aquí a tres semanas.
– ¿De aquí a tres semanas? El barco no ha llegado aún a puerto.
– Ha de ser de aquí a tres semanas -insistió Miguel desviando la mirada. Ella le había traicionado, Miguel lo sabía, pero pensar que él la estaba traicionando a ella le dejaba un amargo sabor en la boca.
– Senhor, ¿acaso habéis decidido ser brusco conmigo? -Estiró el brazo y dio en rozar con un dedo la mano de Miguel-. Si habéis de obligarme a hacer algo, quisiera saber qué cosa sea.
– Recibiréis mucho dinero si hacéis cuanto os digo -le dijo.
– Siempre haré cuanto me digáis. Pero he de saber por qué.
– Se me ha asegurado que el cargamento estará aquí para esa fecha. Tengo razones para creer que otras personas tienen intereses en el café, y si esperamos demasiado, acaso nos resultará más difícil manipular los precios como planeábamos.
Geertruid pensó en ello unos momentos.
– ¿Y qué personas son esas?
– Personas de la Bolsa. ¿Qué importancia tiene quién sea?
– Me pregunto por qué, precisamente ahora, habría nadie de tomar interés por algo en lo que nadie se había interesado antes.
– ¿Por qué os interesasteis vos? -preguntó Miguel-. Las cosas suceden de improviso. Lo he visto innumerables veces. Los hombres de toda la ciudad, por toda Europa, de pronto deciden que es el momento de comprar madera, o algodón, o tabaco. Acaso sean las estrellas. Lo único que sé es que este es el momento del café, y que nosotros solo somos una de las partes que lo han reconocido. Si hemos de hacer como planeamos, es menester que actuemos con decisión.
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