– Se me hace como si hubieran pasado semanas desde que hablamos, senhor.
– Estoy intentando cierta cosa en la Bolsa. Me toma el más de mi tiempo.
– Os hará rico, ¿no es cierto?
Él rió.
– Es mi ferviente deseo.
Ella miró al suelo durante lo que se antojaron minutos.
– ¿Puedo hablar con vos, senhor ?
Sosteniendo la vela ante ella, como si fuera un espíritu en un grabado en madera, hizo pasar a Miguel a la sala de recibir y dejó la vela en una de las palmatorias. Solo había otra vela encendida de modo que la habitación lucía bajo aquella luz parpadeante.
– Hemos de contratar a otra moza enseguida -dijo ella al sentarse.
– Ciertamente, se conoce que estáis demasiado ocupada para encender velas -comentó Miguel, y tomó asiento frente a ella.
Ella dejó escapar una bocanada de aire, media risa.
– ¿Os reís de mí, senhor ?
– Me río, senhora.
– ¿Y por qué os reís de mí?
– Porque vos y yo somos amigos.
Miguel no le veía el rostro con claridad, pero le pareció ver algo semejante a una sonrisa. Era difícil saberlo. ¿Qué quería de él en aquella habitación tan pobremente iluminada? ¿Qué pasaría si en aquel momento Daniel entraba y los encontrara a los dos, apresurándose a encender velas, sacudiéndose las ropas como si hubieran estado revolcándose juntos sobre el serrín?
Casi no pudo tener la risa. Si quería hacer algo de provecho en aquel tardío momento de su vida, tenía que dejar atrás planes de cosas que no podían ser. Atrás había quedado la época en que podía apostar unos florines que no tenía o invertir en mercancías por un mero impulso. Soy un hombre adulto, dijo entre sí, y esta es la esposa de mi hermano. No hay más que hablar.
– Queríais hablarme de algo -dijo Miguel.
La voz de ella se quebró.
– Quería hablaros de vuestro hermano.
– ¿Qué le pasa a mi hermano? -Sus ojos descendieron momentáneamente a su vientre.
Un momento de vacilación.
– Está fuera de la casa.
Cuando era niño, Miguel y sus amigos tenían una roca desde la cual saltaban a las aguas del Tajo. La caída era de cinco veces la longitud de un hombre. Quién pudiera decir cuán lejos estaba ahora el agua, pero en el entusiasmo de la exaltación infantil, parecía una eternidad. Miguel recordaba aquella aterradora y torturada sensación de libertad, como morir y volar a la par.
En aquellos momentos, aun sin moverse, notaba aquel mismo terror y exaltación. El estómago le daba vuelcos, los humores se le subieron a la cabeza.
– Senhora -dijo. Y se levantó pensando en escapar tan rápidamente como pudiera, pero acaso ella lo malinterpretó, pues se levantó también y se acercó hasta quedar a escasos pasos. Miguel olía su dulce aroma, el calor de su aliento. Sus ojos le miraron y, con una mano, se quitó el pañuelo de la cabeza, dejando que sus espesos cabellos cayeran sobre sus hombros y su espalda.
Miguel sintió que se quedaba sin aire. Las necesidades de su cuerpo lo traicionarían. Apenas hacía un instante estaba completamente decidido. La hermosa y dispuesta mujer, se recordó, no podía quedar más preñada de cuanto ya estaba. El cuerpo de ella despedía su propio calor y se cerró sobre él. Miguel sabía que no era menester más que levantar una mano y ponerla sobre el hombro de ella, o acariciarle el rostro o tocarle los cabellos, y después ya nada importaría. Quedaría perdido en el inconsciente goce de los sentidos. Y toda su determinación no habría servido de nada.
Pero ¿por qué no habría de rendirse?, se preguntó. ¿Acaso lo había tratado su hermano tan bien para que no osara tomar aquel fruto ilícito de su hospitalidad? Sin duda, el adulterio era gran pecado, pero entendía que tales pecados nacen de la necesidad de mantener un orden en las casas. No era el hecho de ayuntarse con la esposa de otro hombre lo que era pecado; era dejarla encinta. Y, puesto que tal cosa no podía suceder, no sería pecado tomarla allí mismo, en el suelo de la sala de recibir.
Así pues, Miguel se inclinó para besarla, para sentir por fin la opresión de sus labios. Y en el instante mismo en que pensó en atraerla hacia sí, sintió algo mucho más sombrío. Supo entonces con claridad meridiana lo que sucedería si la besaba. ¿Sería capaz de regresar Hannah al lecho de su esposo sin revelar cuanto sucediera? Antes de que un día pasara, aquella pobre joven maltratada… lo habría traicionado de mil formas con su silencio.
Retrocedió un paso.
– Senhora -susurró-. No puede ser.
Ella se mordió el labio y bajó los ojos a las manos, las cuales retorcían con tanta fuerza el pañuelo como si quisieran destruirlo.
– ¿El qué no puede ser? -preguntó.
Bien, finjamos entonces, concedió Miguel en silencio.
– Os pido perdón -le dijo dando otro paso atrás-. Acaso os haya malinterpretado. Por favor, perdonadme. -Y salió con gran prisa al vestíbulo palpando en la oscuridad el camino hasta el sótano.
Allí, en su oscuro y húmedo lugar, se sentó en silencio, atento a cualquier sonido que pudiera desvelarle la angustia o el alivio de ella, pero nada oyó, ni aun el crujido de las maderas del suelo. Sin duda, Hannah seguía inmóvil, con sus cabellos expuestos en una habitación vacía. Y, extrañamente, Miguel sintió unas lágrimas que le quemaban el rostro. ¿La amo tanto? Acaso fuera así, pero no lloraba de amor.
No lloraba por la tristeza de Hannah, ni aun por la suya propia, lloraba por la certeza de que había sido cruel, de que la había llevado a creer algo que él siempre supo sería imposible. Había puesto en ella las fantasías de su imaginación sin pensar que para ella dejar esas fantasías significaría la muerte. Había sido cruel con una mujer triste que no había hecho sino ser amable con él. Pensó si no habría jugado su mano con igual mala fortuna en sus otros asuntos.
Antes de las doce, en el exterior de la Bolsa, la emoción se palpaba ya por el Dam. Habían pasado dos semanas desde la conversación entre Miguel y Geertruid. En la Bolsa era día de cuentas y las inversiones de Miguel vencían aquel día. Miguel estaba entre el gentío, esperando a que las puertas se abrieran y observó los rostros de quienes lo rodeaban: gentes que miraban con dureza e intensidad en la distancia. Holandeses, judíos y extranjeros apretaban los dientes por igual y se mantenían alertas. Cualquier hombre que llevara suficiente tiempo en la Bolsa podía sentirlo, como el olor de una lluvia inminente. Estaban a punto de desatarse grandes planes que habrían de afectar a todo aquel que comerciara. Cada día de cuentas era intenso, pero ese día habría de suceder más que lo habitual. Todos lo sabían.
Aquella mañana, mientras se preparaba, Miguel sintió una paz inquietante. Su estómago había estado alborotado durante semanas, pero ahora Miguel sentía la calma de la resolución, como el hombre que camina hacia el cadalso. Había dormido sorprendentemente bien y, a pesar de eso, había tomado cuatro cuencos de café. Quería estar exaltado por el café. Quería que el café guiara sus pasiones.
No hubiera podido estar más preparado, pero sabía que ciertas cosas no dependían de él. Cinco hombres, tanto si lo sabían ellos como si no, eran sus criaturas, y todo dependía de que ellos hicieran su parte. Todo era tan frágil… Aquel enorme edificio podía desmoronarse en un instante y quedar reducido a polvo.
De modo que se preparó como mejor pudo. Se aseó antes del sabbath en el mikvah y dedicó el día santo a la oración. El siguiente lo dedicó también a la oración y ayunó del alba al anochecer.
No podía sobrevivir a dos ruinas. Acaso el mundo pudiera cerrar los ojos ante la primera, perdonarla atribuyéndola a la mala suerte. Pero una segunda ruina lo destruiría para siempre. Ningún mercader de importancia confiaría a un fracasado una hija suya. Ningún hombre de negocios ofrecería nunca su asociación a Miguel. Si fracasaba aquel día, tendría que abandonar la vida de mercader.
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