– No hacéis más que alardear, senhor.
– Muy bien, pues haré mucho más que eso. Si lográis bajar el precio a treinta florines o menos el barril, os permitiré comprar noventa de mis barriles a veinte florines el barril.
Miguel trató de hablar con escepticismo.
– ¿Y dónde esperáis conseguir noventa barriles de café? ¿Es posible que haya tanto en los almacenes de Amsterdam?
– Los almacenes de Amsterdam contienen sorpresas que hombres como vos jamás acertarían a imaginar.
– Vuestras apuestas parecen desparejas. ¿Qué ganáis vos si no logro derrotaros?
– Bueno, quedaréis en la ruina, así que no estoy seguro de que tengáis nada que darme salvo vuestra persona. Quedaremos así: si perdéis, confesaréis ante el ma'amad que mentisteis sobre vuestra relación con Joachim Waagenaar. Diréis a los parnassim que sois culpable de haber mentido ante el Consejo y aceptaréis el castigo que tan grande engaño merece.
El cherem. Parecía gran necedad aceptar tal cosa, pero, de todos modos, si perdía, habría de abandonar Amsterdam. El destierro no cambiaría nada.
– Estoy de acuerdo. Pongamos esto sobre papel, aun cuando aquello a lo que yo accedo a perder habrá de quedar entre nosotros, no fuera que el papel llegara después a las manos equivocadas. Pero me gustaría tener algún tipo de garantía. Veréis, no me gustaría ganar la apuesta para descubrir después que sois culpable de un windhandel… y por tanto que no tenéis los noventa barriles que prometisteis.
– ¿Qué sugerís?
– Solo esto. Acepto vuestra apuesta, y dejaremos constancia sobre el papel. Y, si por azar, no podéis suministrar el café al precio que prometisteis, habréis de pagarme lo que los barriles cuestan en estos momentos. Eso serían… -Se tomó un momento para hacer el cálculo- tres mil ochocientos florines. ¿Qué decís?
– Es una apuesta absurda, pues yo nunca vendo lo que no tengo.
– Entonces, ¿estáis de acuerdo?
– Por supuesto que no. ¿Acaso aceptaría una disparatada apuesta arriesgándome con ello a pagar casi cuatro mil florines?
Miguel se encogió de hombros.
– No aceptaré de otro modo.
Parido dejó escapar un suspiro.
– Muy bien, acepto vuestras absurdas condiciones.
El hombre redactó rápidamente el contrato e insistió en redactar ambas copias él mismo. Por tanto, Miguel hubo de perder más tiempo en leerlo, por quedar cerciorado de que su rival no había hecho ninguna trampa con las palabras. Todo parecía estar correcto, y dos amigos de Parido que estaban por allí hicieron de testigos. Ahora cada cual tenía su contrato en el bolsillo. El reloj de la torre le dijo que había perdido un cuarto de hora. Había llegado el momento de empezar.
Miguel dio un paso atrás y exclamó en latín:
– ¡Café! Vendo veinte barriles de café a cuarenta florines el barril. -El precio apenas importaba, pues Miguel no tenía ningún café. Después de todo, se trataba de un windhandel. Necesitaba bajar el precio lo suficiente para llamar la atención, pero no tanto como para que su oferta despertara sospechas-. Tengo café por cuarenta -volvió a exclamar. Luego repitió la oferta en holandés y de nuevo en portugués.
Nadie contestó. Los hombres de Parido empezaron a acercarse, amenazando a Miguel como perros. Un comerciante de poca altura del Vlooyenburg miró a Miguel y pareció a punto de aceptar la venta, pero Parido lo miró fijamente a los ojos logrando que el hombre se retirara alicaído. Se notaba que ningún judío portugués incurriría en la cólera de Parido rompiendo el bloqueo.
Mirando en derredor, Miguel vio a Daniel en los límites de la pequeña cuadrilla. Se había puesto sus mejores ropas, aunque no lo bastante llamativas para llevarlas en sabbath: jubón y sombrero bermejo, con camisa azul debajo, calzas negras y brillantes zapatos rojos con enormes hebillas de plata. Miró a los hombres de Parido, después a Miguel y bajó los ojos al suelo.
El silencio había caído sobre aquella pequeña sección de la Bolsa. No muy lejos, Miguel oía los gritos de otras transacciones, pero nadie entre los comerciantes de las Indias Orientales decía una palabra. La batalla había empezado, y sin duda a cuantos miraban se les antojó que Miguel ya había sido derrotado. Parido sonriente susurró algo al oído de un miembro de su asociación, el cual contestó con una risa grosera.
Miguel volvió a repetir la oferta. Unos pocos holandeses miraron con curiosidad pero, viendo el gentío de judíos amenazadores, se mantuvieron a distancia. Miguel nada podía ofrecer que fuera lo bastante seductor para que los judíos portugueses desafiaran a Parido, ni para que los cristianos se molestaran por algo que tan claramente se veía que era un duelo entre extranjeros. Miguel, solo en mitad del corrillo, parecía un niño perdido.
Miguel volvió a repetir su oferta. De nuevo, no hubo respuesta. Parido lo miró y sonrió. Sus labios formaron unas palabras lentamente: «Habéis perdido».
Entonces Miguel oyó que alguien contestaba en mal latín.
– Yo compro veinte por treinta y nueve.
Alferonda había acudido a sus contactos entre los tudescos. Un hombre de tal nación cuyo trabajo consistía habitualmente en descontar letras de cambio del banco se adelantó y repitió su oferta. Vestía ropas negras y su barba blanca se mecía cuando hablaba.
– ¡Veinte barriles por treinta y nueve!
– ¡Vendido! -gritó Miguel. No pudo tener la sonrisa. No era el comerciante que normalmente espera a que sus compradores sigan bajando el precio. Pero aquel día se trataba de vender barato.
– Yo compro veinticinco a 38,5 -gritó otro tudesco, a quien Miguel conocía por comerciar con oro sin acuñar.
Miguel se abrió paso entre los hombres de Parido para aceptar.
– Veinticinco barriles por 38,5, ¡vendido!
El bloqueo se había aflojado. Se había iniciado la venta, y Parido sabía que no podría detener a Miguel limitándose a mantener a sus hombres cerca.
– Compro treinta barriles de café -gritó Parido- a cuarenta florines.
Los tudescos hubieran debido ser necios para no darse la vuelta y vender a cambio de aquel beneficio inmediato. Jamás habían acordado actuar como asociación con Miguel, solo que romperían el bloqueo, movidos por la promesa de que su ayuda les valdría provechosas oportunidades. Miguel echaba de ver que pensaban en vender, la cual cosa hubiera estabilizado los precios de Parido. Los judíos portugueses se mantenían al margen, pendientes del camino que seguían los precios, qué bando tenía el control. Sin duda, todo estaba a favor de Parido. Lo único que Parido no hubiera podido controlar habría sido un descenso de los valores. Si muchos hombres decidían vender a la vez, no podría contener la marea él solo, y los hombres de su asociación no sacrificarían su dinero por él.
Aquel era el momento decisivo de su plan, y todos en la Bolsa lo intuían.
Miguel alzó la vista e, inesperadamente, clavó los ojos en su hermano. Daniel permanecía en los límites del corrillo de espectadores, moviendo lentamente los labios mientras calculaba las posibilidades en contra de que los valores fueran a la baja. Miguel no apartaba los ojos de su hermano. Quería asegurarse de que Daniel le entendía. Quería verlo en los ojos de su hermano.
Y Daniel entendió. Sabía que, si en ese momento decidía ponerse del lado de su hermano, anunciar que vendía café más barato, el plan triunfaría. El impulso que daría con su participación decantaría la balanza a favor de Miguel. Por fin había llegado el momento en que la familia podía unirse por encima de mezquinos intereses. Sí, sin duda Daniel podía pensar que Parido era su amigo, y hay que honrar la amistad, pero la familia es otra cosa y no podía permanecer al margen mientras su hermano se enfrentaba a la ruina, la ruina permanente… No si él tenía en sus manos el poder de evitarlo.
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