Según sus cálculos, el café llegaría a puerto en tres semanas. Primero, la idea era que estuviera allí dos semanas más tarde. No sería así, pero no era menester que nadie lo supiera. No para lo que tenía en las mientes.
– Un mes -dijo-. Acaso menos.
La reunión le dejó un amargo sabor en la boca, pero eso no podía evitarlo. Cuando cruzaba el Warmoesstraat, Miguel vio a un par de hombres que hicieron como que no lo observaban: sin duda eran espías del ma'amad. No importaba. No era ningún delito estar en la calle. Aun así, sintió la necesidad de despistarlos y torció por una calleja que daba a una calle secundaria. Luego otro callejón y otra calleja, los cuales lo devolvieron a la calle principal.
Se volvió y echó de ver que aún llevaba detrás a los espías. Acaso ni tan siquiera habrían entrado en las callejas, convencidos de que Miguel volvería al lugar de partida. Cogió una piedra plana para hacerla saltar sobre la superficie del canal, pero se hundió en el instante mismo en que tocó las sucias aguas.
Miguel levantó el saquito de grano de café. Era ligero, lo bastante para poder pasárselo de una mano a la otra. Habría de empezar a vigilar el uso que hacía de él o de lo contrario pronto se quedaría sin nada. Acaso en la taberna turca le dejarían comprar para su uso privado.
Después de hacer inventario de los problemas que tenía ante él, Miguel vio a qué se enfrentaba: sus planes con el café estaban al borde de la ruina debido al retraso de los barcos y falta de fondos; su socia, Geertruid, no era lo que parecía, y acaso estuviera compinchada con Parido o acaso no; Joachim sin duda estaba compinchado con Parido, pero eso le haría las cosas más sencillas, no menos, pues el dinero de Parido parecía haber devuelto la cordura al pobre hombre; Miguel no podía saldar su deuda con Isaías Nunes porque había utilizado los fondos para pagar a su hermano y a su agente en Moscovia; el dinero que había ganado con su brillante jugada con el aceite de ballena no estaba a su disposición porque el corredor Ricardo no quería pagarle, ni revelar el nombre de su cliente; Miguel no podía hacer nada a pesar de la traición de Ricardo porque si acudía a los tribunales holandeses, atraería sobre sí la ira del ma'amad, y presentarse ante el ma'amad era demasiado arriesgado a causa de Parido.
Más bien, había sido demasiado arriesgado.
Miguel tragó el último café que quedaba en el cuenco. Al menos había una cosa que podía resolver, y estaba a su alcance hacerlo inmediatamente.
Tras buscar en media docena de tabernas, Miguel fue a buscar a Ricardo a su casa. El corredor tenía por costumbre contratar a los sirvientes más baratos, y sin duda la criatura que abrió la puerta debió de ser una ganga: una mujer encorvada y temblorosa, con pocos años de vida por delante. Sus ojos eran simples rayas y le resultaba dificultoso impulsarse hacia delante.
– ¿Qué pasa? -preguntó la mujer en holandés-. ¿Habéis venido para la cena judía?
Miguel sonrió radiante.
– Ciertamente.
– Pasad, entonces. Los otros ya están comiendo. Al judío no le gusta que sus invitados lleguen tarde.
– ¿No se os ha ocurrido pensar que estáis hablando de «el judío» con otro judío? -preguntó Miguel en tanto seguía su paso cansino.
– Eso lo arregláis con él -dijo la vieja-. No es cosa mía.
La mujer lo guió por un largo y hermosamente embaldosado vestíbulo, y lo hizo pasar a una sala espaciosa, vestida con poco más que una larga mesa. Sin embargo, las paredes estaban cubiertas de cuadros: retratos, paisajes, escenas bíblicas. Miguel reconoció uno de los retratos, un cuadro de Sansón, en el estilo de aquel curioso sujeto que vivía en el Vlooyenburg y tenía la costumbre de utilizar a judíos pobres como modelos.
Sin embargo, los modelos eran los únicos judíos pobres que honraban el interior de la casa; alrededor de la mesa, en la cual se le hacía a Miguel que había relativamente poca comida, estaban algunos de los hombres más ricos de la Nación Portuguesa, incluido Salomão Parido. Por las grandes voces, Miguel imaginó que Ricardo había sido mucho más liberal con su vino que con su comida.
El corredor, que había estado riendo, levantó en aquel instante la vista y vio a Miguel en pie con su vieja sirvienta.
– Otro judío para vos -anunció la mujer.
– Lienzo -escupió Ricardo-. Yo no os he invitado, desde luego.
– Me dijisteis que viniera y os acompañara a vos y vuestros amigos en un alegre festín. Y aquí estoy.
Parido alzó su vaso.
– Brindemos por Lienzo entonces. Por el comerciante más misterioso de Amsterdam.
Ricardo se puso en pie.
– Acompañadme a mis habitaciones privadas un momento. -Se inclinó hacia delante, tambaleándose y, tras respirar hondo, pareció recuperar el equilibrio. Miguel hizo una reverencia ante los invitados y lo siguió.
Ricardo subió medio tramo de escaleras estrechas hasta una pequeña habitación, con un escritorio, unas pocas sillas y montones de papeles que estaban sobre el suelo. Las ventanas habían sido cerradas y la habitación estaba casi totalmente a oscuras. El corredor abrió los postigos de una de ellas lo justo para que pudieran verse el uno al otro, pero poco más.
– Empiezo a sospechar que bebéis más vino del que conviene a un hombre de nuestra nación -dijo Miguel-. Los holandeses son recipientes sin fondo, pero se conoce que vos habéis llegado a vuestro límite.
– Pues yo creo -repuso Ricardo- que vos acaso seáis más granuja de lo que primero parecíais. ¿Qué pretendéis presentándoos aquí cuando estoy atendiendo a mis amigos, entre los cuales he de decir que no os incluyo a vos?
– Ignoraba que vuestros amigos estuvieran aquí. Simplemente os había estado buscando. Si no hubierais contratado a una sirvienta recién salida de la huesa acaso hubiera cribado a vuestras visitas con algo más de esmero.
Ricardo se dejó caer en una silla.
– Bueno. ¿Qué es lo que queréis? Hablad, deprisa, pero si se trata otra vez del maldito dinero, os repetiré lo que ya os dije antes: tendréis lo vuestro a su debido momento, pero no antes.
Miguel decidió no tomar asiento y se dedicó a caminar arriba y abajo por la habitación como abogado que hace un discurso ante los burgomaestres.
– He pensado en lo que habéis dicho y no me basta. Veréis, se me debe un dinero, y si no he de cobrarlo, cuando menos tengo derecho a saber quién es mi deudor.
Los mostachos de Ricardo se curvaron con un contento superlativo.
– Quizá sea eso lo que pensáis, pero ambos sabemos que no podéis hacer nada.
– Eso decís. Creéis que no me expondré a la cólera del ma'amad acudiendo a los tribunales holandeses y que no acudiré al ma'amad porque uno de sus miembros podría predisponerlo en contra mía. Al menos eso es lo que vos creéis. Imagino que también sabréis de mi reciente encuentro con el Consejo y mi destierro de un día, pero puesto que tales procesos son secretos, no sabéis lo que durante él se dijo. Así que dejad que os diga una cosa: mi enemigo en el tal Consejo se descubrió a sí mismo y manifestó la antipatía que siente hacia mí ante los otros parnassim. Esta vez no podría poner al Consejo en mi contra.
Ricardo siseó como una serpiente.
– Muy bien. Si queréis, podéis correr el riesgo, presentad vuestra queja. Ya veremos qué pasa.
Miguel asintió.
– Os agradezco vuestra cortesía. Tengo por seguro que el Consejo encontrará un gran interés en este caso. Y encontrará un gran interés cuando sepa que os habéis ocultado tras la protección de tal hombre para no darme mi dinero. Esto será muy comprometedor para él, y tengo por seguro que no le gustará que lo hayáis puesto en tan embarazosa situación. Pero claro -prosiguió Miguel-, acaso le guste. Como habéis dicho, ya veremos qué pasa.
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