David Liss - El mercader de café

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Ámsterdam, 1659. En la primera bolsa de valores del mundo, la riqueza se hace y se pierde en un instante. Miguel Lienzo, un hábil comerciante de la comunidad judía de origen portugués, que en otro tiempo estuvo entre los mercaderes más envidiados, lo ha perdido todo por el repentino hundimiento del mercado del azúcar. Arruinado y escarnecido, obligado a vivir de la caridad de su mezquino hermano, está dispuesto a hacer lo que sea por cambiar su suerte.
En contra de las estrictas reglas de la comunidad judía, decide asociarse con Geertruid, una seductora mujer que le invita a participar en un osado plan para monopolizar el mercado de una nueva y sorprendente mercancía llamada café. Para triunfar, Miguel tendrá que arriesgar todo lo que valora
y poner a prueba los límites de su astucia en el comercio. Y también deberá enfrentarse a un enemigo que no se detendrá ante nada con tal de verlo caer.
Con ingenio e imaginación, David Liss describe un mundo de subterfugios y peligros, donde arraigadas tradiciones culturales y religiosas chocan con las exigencias de una nueva y emocionante forma de hacer negocios.

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– Si acudierais a mí como un hombre decente -dijo Miguel al fin- y me pidierais el dinero con humildad, os ayudaría. Pero esos trucos que empleáis me disuaden. Marchaos. La próxima vez que os vea por aquí os golpearé hasta que perdáis el sentido.

– ¿Sabéis por qué huelo tan mal? -preguntó Joachim en voz muy alta y chillona. Sin esperar a que le contestara, se llevó la mano al bolsillo y sacó algo gris y liso que (Miguel tardó un momento en comprender que no era una ilusión de sus ojos) se movía-. Es carne podrida de pollo. La puse en mi bolsillo para ofenderos a vos y a las damas. -Y dicho esto le dio risa y arrojó la carne al suelo.

Miguel retrocedió.

– Os sorprendería ver la rapidez con la que un pobre descubre dónde comprar carne llena de gusanos y leche agria. Con algo es menester llenar un estómago vacío, aun cuando debo decir que mi abatida comadre no tiene gran aprecio por los alimentos pasados. -Joachim se acercó otro paso. Tendió su mano derecha, aún pegajosa por la carne-. Démonos la mano para sellar esta nueva amistad.

– Marchaos. -Miguel detestaba achantarse, pero no tenía intención de tocar a aquel hombre.

– Yo decidiré cuándo he de marchar. Si no estrecháis mi mano como hombre de honor, me tendré por ofendido. Y si me ofendéis, acaso haya de hacer algo que os perjudique gravemente.

Miguel apretó los dientes hasta que le dolieron. No podía permitirse malgastar su energía pensando que, en su locura, Joachim podía acudir con su historia al ma'amad. Pero darle dineros tampoco habría de servir. Lo gastaría bebiendo y luego pediría más. La única alternativa era no darle nada y rezar por que pasara lo mejor.

– Marchaos -dijo Miguel con voz tranquila- antes de que se desate mi ira. -Y se dio la vuelta, esperando no tener respuesta. Pero las serenas palabras con las que Joachim lo despachó no dejaron de resonar en sus oídos cuando volvía a su casa.

– Yo acabo de empezar a tomar el control sobre la mía.

Al entrar en la casa, Miguel cerró de un portazo, haciendo temblar el edificio y el cuerpo de Hannah. Ella estaba sentada en el salón, bebiendo vino caliente. Annetje había tratado de consolarla diciéndole que había de tranquilizarse -aun cuando Hannah no había dado muestra ninguna de agitación- y que no deseaba tener que darle un bofetón.

Hannah sabía que Miguel la buscaría. La buscaría y la tranquilizaría, trataría de aplacarla, hacerle guardar silencio igual que hiciera la viuda. Era lo único que querían de ella, pero al menos, pensó, guardar silencio era algo que hacía muy bien.

Tras unos momentos, Miguel entró en la habitación. Le sonrió con pesadumbre tratando de aparentar serenidad. Su traje negro estaba desordenado, como si hubiera estado corriendo, y llevaba el sombrero torcido sobre la cabeza. Sus ojos estaban enrojecidos, como si hubiera llorado, aunque a Hannah no le parecía cosa probable. Ella sabía que, en ocasiones, cuando se encolerizaba fuertemente, sus ojos se teñían de esa rojez, como sangre en una cuba de leche.

Miguel se volvió hacia Annetje con expresión severa, ordenándole en silencio que se retirara. Hannah trató de ocultar la sonrisa. Por lo menos alguien osaba ser brusco con la moza.

Sin embargo, cuando Annetje se levantó, Miguel salió tras ella. En el exterior de la sala, en el vestíbulo principal, Hannah oyó que le murmuraba a la moza en un rápido holandés. No acertó a comprender las palabras, pero intuyó que Miguel le estaba dando instrucciones, explicando algo cuidadosamente, haciendo que ella volviera a repetirlo todo palabra por palabra.

Miguel volvió a entrar, tomó asiento frente a Hannah y se inclinó hacia delante, con las manos apoyadas en las piernas. Parecía haberse reportado. Acaso se hubiera arreglado las ropas en el vestíbulo o enderezado el sombrero ante el espejo. La belleza de su apariencia volvía a estar allí.

– Espero que no hayáis sufrido ningún daño, senhora.

– Ninguno -dijo ella con voz queda. Su propia voz se le hacía extraña. Tan largo rato había dedicado a pensar lo que habría de decir que, llegada la hora de hablar, sus palabras se le antojaron hueras.

Él se inclinó hacia delante.

– ¿Os dijo alguna cosa ese sujeto?

Ella habló, negando con la cabeza:

– Nada de importancia. -Lo cual era cierto. Se había dirigido a ella en un portugués con fuerte acento, pero no dijo más que disparates, muy semejantes a los que pudieran brotar de boca de un mendigo sobre sus padecimientos; y con aquel hedor tan terrible que despedía a Hannah se le hizo muy difícil escucharle.

Miguel se recostó contra el asiento, tratando de aparentar calma.

– ¿Tenéis alguna cosa que preguntarme?

«Sí -pensó ella-, ¿Puedo coger más frutos de café?» Sus suministros se habían acabado aquella mañana y su intención era saquear nuevamente el saco de Miguel antes de que volviera, pero la moza no la había dejado sola, y luego hubo aquel asunto del mendigo en la calle. No había comido café desde hacía más de una jornada, y el deseo le daba dolor de cabeza.

– No os comprendo -dijo al cabo.

– ¿Deseáis saber quién es?

– He supuesto que acaso se tratara de un mendigo, senhor -dijo ella cautamente-. No es menester que sepa más. -¿Acaso no tenía ya bastantes secretos?

– Sí, estáis en lo cierto. Es una suerte de mendigo.

En el aire parecía haber quedado suspendida una pregunta.

– Pero ¿le conocéis?

– No es persona de importancia -dijo Miguel con prisa.

Ella calló unos momentos, para que Miguel viera que estaba tranquila.

– No es mi deseo fisgar en vuestros asuntos. Sé bien que mi esposo detesta que lo haga, pero me pregunto si acaso tengo algo que temer de él. -Y entonces, sintiendo gran frustración por el silencio de Miguel, añadió-: ¿Debiéramos decírselo a mi esposo?

– No -dijo él. Se puso en pie y dio en caminar arriba y abajo por la habitación-. No debéis decírselo a vuestro esposo, ni a nadie. No deis a este incidente mayor importancia de la que tiene.

– No os comprendo, senhor -dijo ella, con los ojos clavados en las losetas del suelo.

– Ese hombre no es más que un demente. -Miguel agitó los brazos-. De los que tiene esta ciudad un número incontable. No volveréis a verle, por tanto, no es menester que alarméis a vuestro esposo.

– Espero que tengáis razón. -Su voz sonaba quejumbrosa y débil, y Hannah se despreció por ello.

En ese momento, Annetje volvió con una bandeja sobre la que llevaba dos cuencos de un oscuro líquido, que humeaban como si de chimeneas gemelas se tratara. La criada dejó la bandeja y lanzó una mirada furibunda a Miguel antes de marchar.

Cuando salió, Miguel dio en reír.

– La moza cree que os estoy envenenando.

¿Qué diría la viuda?

– Hay dos cuencos, senhor. Sois demasiado juicioso para envenenaros a vos mismo.

Miguel ladeó la cabeza.

– Este es el nuevo té que olisteis la noche pasada. Se hace con un fruto medicinal que llega de Oriente. -Volvió a ocupar su asiento-. Exacerbará vuestro entendimiento.

Hannah no creía que fuera bueno exacerbar su entendimiento.

Ya entendía suficientemente aquello que era capaz de entender. A menos que el bebedizo diera también conocimiento y sabiduría, poco servicio podría hacerle.

– Vos bebéis también, pero se me hace que no habéis menester de que se exacerbe vuestro entendimiento.

Él rió.

– Este bebedizo tiene sus propios placeres. -Le pasó uno de los cuencos.

Hannah lo aferró con ambas manos y lo olió. Le resultaba familiar, como algo que viera en sueños. Entonces dio un sorbito y el conocimiento la inundó. Era café -glorioso, glorioso café- lo que tenía ante ella, un regalo de los cielos.

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