David Liss - El mercader de café

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Ámsterdam, 1659. En la primera bolsa de valores del mundo, la riqueza se hace y se pierde en un instante. Miguel Lienzo, un hábil comerciante de la comunidad judía de origen portugués, que en otro tiempo estuvo entre los mercaderes más envidiados, lo ha perdido todo por el repentino hundimiento del mercado del azúcar. Arruinado y escarnecido, obligado a vivir de la caridad de su mezquino hermano, está dispuesto a hacer lo que sea por cambiar su suerte.
En contra de las estrictas reglas de la comunidad judía, decide asociarse con Geertruid, una seductora mujer que le invita a participar en un osado plan para monopolizar el mercado de una nueva y sorprendente mercancía llamada café. Para triunfar, Miguel tendrá que arriesgar todo lo que valora
y poner a prueba los límites de su astucia en el comercio. Y también deberá enfrentarse a un enemigo que no se detendrá ante nada con tal de verlo caer.
Con ingenio e imaginación, David Liss describe un mundo de subterfugios y peligros, donde arraigadas tradiciones culturales y religiosas chocan con las exigencias de una nueva y emocionante forma de hacer negocios.

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– No debes criticar al Consejo. Sin su guía, esta comunidad estaría perdida.

– El ma'amad tuvo una importante función en la formación de esta comunidad, pero ahora la dirige sin responsabilidad ni piedad. Amenaza con la excomunión por ofensas nimias, incluso por cuestionar su sabiduría. ¿Acaso no debiéramos ser judíos libres en lugar de estar siempre bajo el yugo del miedo?

Los ojos de Daniel se dilataron a la luz de la vela.

– Somos extranjeros en una tierra que nos desprecia y solo espera tener una excusa para poder expulsarnos. El Consejo trata de evitarlo. ¿Es eso lo que deseas? ¿Traer la ruina sobre nosotros?

– Esto es Amsterdam, Daniel, no Portugal, o España, o Polonia. ¿Cuánto más habremos de vivir aquí para que el ma'amad comprenda que los holandeses no son como los otros?

– ¿Acaso no nos condena su clero?

– Su clero nos condena como condena las calles adoquinadas, las habitaciones iluminadas, las comidas gustosas, dormir estando tumbado, y cualquier otra cosa, que pueda proporcionar placer, alivio o provecho. La gente se mofa de sus predicadores.

– Eres ingenuo si crees que no se nos puede expulsar de aquí como se ha hecho en otros lugares.

Miguel siseó de frustración.

– Te escondes en este barrio con tus paisanos, sin saber nada de los holandeses, y los ves como gentes perversas porque no te quieres tomar la molestia de descubrir que no son así. Esta tierra se rebeló contra sus conquistadores católicos, y aun así han permitido que sus católicos continuaran morando entre ellos. ¿Qué otra nación ha hecho cosa semejante? Amsterdam es una mezcolanza de extranjeros. A la gente le gusta estar rodeada de extranjeros.

Daniel meneó la cabeza.

– No diré que no es cierto cuanto dices, pero no vas a cambiar al ma'amad. Seguirá obrando como si estuviéramos en peligro a cada momento, y mejor es eso que caer en la complacencia. Sobre todo ahora que Salomão Parido es parnass, debieras respetar un poco más el poder del ma'amad.

– Gracias por el consejo -dijo Miguel fríamente.

– Aun no te he dado mi consejo. Y es este: no hagas nada que pueda poner en peligro a mi familia. Eres mi hermano y haré cuanto esté en mi mano por protegerte del Consejo, aun cuando pienso que mereces su cólera, pero jamás te antepondré a mi esposa y mi hijo.

Miguel no pudo decir nada.

– Y hay más -continuó Daniel. Hizo una pausa para toquetearse un diente-. No te había dicho nada con anterioridad -musitó, con un dedo aún metido en la boca-, pues sabía que tienes grandes dificultades, pero he oído que las cosas han cambiado. Está ese asunto del dinero que te dejé… unos mil quinientos florines.

Miguel a punto estuvo de atragantarse. El tal préstamo era como una ventosidad en una comida del sabbath: todos se dan cuenta pero nadie dice nada. Después de todos aquellos meses, Daniel le hablaba por fin del dinero y rompía el silencio.

– Todos hemos oído de tu éxito con el aceite de ballena… que conseguiste, debo añadir, a expensas de otros. De todos modos, ahora que tienes algunos florines en tu cuenta, he pensado que acaso pudieras pagarme al menos una parte de cuanto me debes. Me complacería grandemente ver unos mil florines transferidos a mi cuenta mañana.

Miguel tragó con dificultad.

– Daniel, fuiste muy bondadoso en dejarme ese dinero, y por supuesto, te lo devolveré en cuanto pueda, pero aún no he recibido los fondos que se me deben por tal negocio. ¿Conoces a ese corredor, Ricardo? No desea pagarme, ni desvelar el nombre de su cliente.

– Conozco a Ricardo. Siempre lo he tenido por persona muy razonable.

– Entonces acaso tú puedas razonar con él. Si me paga lo que debe, estaré encantado de aligerar mi deuda contigo.

– He oído -dijo Daniel, mirando al suelo- que tienes más de dos mil florines en estos momentos en tu cuenta de la Bolsa. Por tanto, he de suponer que los rumores que has estado difundiendo sobre Ricardo son un insulto al buen nombre de una persona con el fin de evitar pagar tus deudas.

El dinero de Geertruid. ¿Cómo se había enterado?

– Ese dinero no es de Ricardo, es el dinero de un socio para una transacción de negocios. Y se supone que en el banco de la Bolsa las cuentas son privadas.

– Nada es privado en Amsterdam. Ya debieras saberlo, Miguel.

Nada había que lo irritara tanto como ver a Daniel dándoselas de gran mercader con él.

– No puedo darte nada de ese dinero. No es mío.

– ¿De quién es?

– Eso es un asunto privado, aun cuando se conoce que tales asuntos privados no quedan fuera de tu alcance.

– ¿Por qué privado? ¿Es que vuelves a hacer de corredor para un gentil? ¿Acaso osas desafiar la ira del ma'amad después de haber enfurecido al senhor Parido?

– Jamás he dicho que esté trabajando con un gentil.

– Pero tampoco lo niegas. Imagino que todo esto estará relacionado con tus manejos con el café. Te dije que te alejaras del café, que sería tu ruina, pero no quieres escucharme.

– Nadie se ha arruinado. ¿Qué te ha hecho llegar a tan absurda conclusión?

– Al menos he de conseguir parte de ese dinero antes de que lo pierdas -le aseguró Daniel-. Insisto en que transfieras al menos mil florines a mi cuenta. Si no deseas pagar una parte de tu deuda conmigo cuando tienes dinero, estarás afrentando la caridad que te he ofrecido y no podré permitir que sigas viviendo aquí.

Por un instante, Miguel consideró seriamente matar a su hermano. Se imaginó clavándole un cuchillo, golpeándole la cabeza con un candelero, estrangulándolo con un trapo. Lo que fuera. Daniel sabía que si Miguel se iba de allí y tomaba su propio alojamiento, todos lo interpretarían como una señal de solvencia y sus acreedores caerían sobre él y lo picotearían sin piedad hasta que no quedara nada. Habría exigencias, desafíos y audiencias ante el ma'amad. Y, en cuestión de días, sus tratos con Geertruid quedarían al descubierto.

– Sin embargo, acaso pueda considerar una alternativa -dijo Daniel al cabo de un momento.

– ¿Qué alternativa?

– Podría posponer la devolución del dinero que durante tanto tiempo me has debido a cambio de información sobre tus negocios con el café y acaso la oportunidad de invertir en tu proyecto.

– ¿Por qué te empeñas en no creerme cuando te digo que no tengo ningún negocio con el café?

Daniel lo miró fijamente un momento, luego desvió la mirada.

– Te he dado dos opciones, Miguel. Puedes hacer como gustes.

Daniel no le había dado elección: darle mil florines o perderlo todo en cuestión de días.

– Transferiré los fondos -dijo Miguel-, pero debes saber que me ofenden tus exigencias, las cuales perjudicarán mi negocio y me harán mucho más difícil librarme de mis deudas. Pero te prometo una cosa: no consentiré que arruines mis asuntos con tus mezquindades. Me habré librado de mis deudas en unos meses, y entonces serás tú quien venga a suplicarme las sobras.

Daniel sonrió apenas.

– Ya veremos.

A la mañana siguiente, Miguel hubo de tomar la amarga medicina de transferir los fondos a su hermano. Poco faltó para que se atragantara cuando dio la orden al secretario del banco de la Bolsa, pero era menester hacerlo.

Ese día, mientras andaba ocupado en sus asuntos, hubo de hacer grandes esfuerzos para no recordar que, de los tres mil florines que Geertruid le había confiado, quedaban poco más de mil.

de

Las reveladoras y verídicas memorias

de Alonzo Alferonda

Creo haber dicho ya que Miguel Lienzo era unos años mayor que yo y que no lo conocía bien cuando era mozo. Sin embargo, conocía a su hermano, y de no haber oído decir a mi padre que Miguel era un joven astuto y del más grande intelecto, no hubiera querido saber más de esta familia.

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