Hannah se maravilló de sus propias palabras y disfrutó de la mirada de asombro de Miguel por un momento, antes de liberarlo de su incomodidad llamando a la criada.
Miguel estaba convencido de haber aprendido muchas cosas aquella jornada, sobre las mujeres y sobre Hannah. Jamás hubiera imaginado el espíritu que se ocultaba bajo el recato exterior. Se había temido las peores cosas de ella, que repetiría cuanto sabía a todas las comadres del Vlooyenburg. Parecía inevitable que una necia mujer corriera con aquel chisme como un perro con un pedazo de carne que roba de una cocina. Pero ahora sabía que podía confiar en su silencio. No acertaba a entender por qué le había dado el café, por qué le había confesado que quería ocultarse de Daniel. Había sido un impulso, el impulso de ofrecerle un nuevo secreto para reforzar el vínculo de confianza que había entre ellos. Acaso habría sido cosa fundada o acaso no, pero no había podido contener el deseo de confiarse a ella. Y sabía con absoluta certeza que Hannah no lo traicionaría.
Miguel meneó la cabeza y se maldijo. ¿No tenía ya bastantes cuitas sin necesidad de buscar otras tantas intrigas inconfesables? Si algo hubiera de sucederle a Daniel, pensó, tendría gran contento en ocuparse de Hannah. Y un hombre puede morir de tantas formas: enfermedad, accidente, asesinato. Miguel se demoró un momento en la imagen del cuerpo de su hermano siendo extraído del canal, con los ojos abiertos, mirando a la muerte, la piel en algún punto entre el azul y el blanco. Deleitarse en aquella suerte de pensamientos le produjo un gran remordimiento, pero cuando menos no lo alborotaron tanto como la imagen de Hannah desprendiéndose de la desdichada atadura de sus vestiduras.
¿Acaso no debía sofocar el café tales pensamientos? Pero ni aun el café podía igualar la emoción de una conversación con Hannah Nunca había pensado en ella si no era como un objeto bonito y simple, encantador y vacío. Y ahora sabía que todo era apariencia, una pose para aplacar a su esposo. Dale a la mujer un cuenco de café y verás su verdadera esencia. ¿Cuántas otras mujeres, pensó, se hacían las necias por escapar a la atención de sus esposos?
La idea de un mundo lleno de mujeres astutas y engañosas no aplacó su espíritu, de suerte que dijo sus oraciones de la tarde, a las cuales añadió un agradecimiento silencioso a Él, bendito sea, por haberle permitido deshacerse de Joachim sin que todo el Vlooyenburg supiera del asunto.
Miguel no tardaría en descubrir que su agradecimiento era prematuro.
El hombre se admiraba de su buena fortuna porque Joachim hubiera perpetrado aquella impúdica chanza suya estando los hombres del Vlooyenburg dispersos por la ciudad con sus negocios, pero olvidaba que también hay mujeres, las cuales se sientan en sus salas de recibir o andan trajinando en sus cocinas con los ojos puestos en la calle, rezando para que cada nuevo día los cielos las liberen del aburrimiento con el milagro de un escándalo. El comportamiento grosero de Joachim había tenido testigos que observaban desde las puertas y las ventanas y los callejones. Esposas e hijas, abuelas y viudas que lo habían visto todo y habían hablado entre ellas con entusiasmo, y luego lo habían contado a sus maridos. Para cuando Miguel vio a Daniel aquella noche, casi no quedaba un judío en Amsterdam que no supiera que un extraño había amenazado a Hannah y su criada, y que Miguel lo había ahuyentado. Durante la cena, el incidente pesó como una losa sobre los tres. El hermano de Miguel apenas pronunció palabra, y los débiles esfuerzos de Hannah por entablar conversación fracasaron estrepitosamente.
Más tarde, Daniel bajó al sótano. Tomó asiento en una de las viejas sillas, levantando los pies ligeramente del frío del suelo, y permaneció en silencio el suficiente tiempo para incrementar el malestar de los dos, mirando solo a medias a Miguel mientras se hurgaba una muela entre fuertes ruidos.
Finalmente, sacó el dedo.
– ¿Qué sabes de ese hombre?
– No es asunto que te concierna. -Las palabras sonaron endebles aun a oídos de Miguel.
– ¡Por supuesto que me concierne! -Daniel no solía perder los nervios con Miguel. Podía actuar con condescendencia, aleccionarlo y expresar su desacuerdo, pero rehuía cualquier cosa que se pareciera a la cólera-. ¿Sabías que el encuentro ha trastornado tanto a Hannah que ni tan siquiera desea hablar de ello? ¿Qué horrores han caído sobre mi esposa que no se atreve a pronunciarlos?
Miguel sintió que parte de su ira se aplacaba. Había pedido a Hannah que protegiera un secreto, y así lo había hecho. No podía permitirse preocuparse por el mal que pudiera haber causado a la tranquilidad doméstica de su hermano. Al fin y al cabo, Daniel solo creía que su esposa estaba preocupada.
– Lamento que Hannah se asustara, pero ya sabes que jamás permitiría que sufriera ningún mal.
– Y esa necia sirvienta. Cada vez que trato de sacarle lo sucedido hace como que no me entiende. Bien que entiende mi holandés cuando he de pagarle.
– Tienes más práctica con esas palabras, hermano -sugirió Miguel.
– No te hagas el tonto, Miguel.
– Y tú no te hagas el padre conmigo, hermano mío.
– Te aseguro que no me estoy haciendo el padre -replicó Daniel agriamente-. Estoy haciendo de padre de un hijo no nacido y estoy haciendo de marido, papel que acaso te hubiera enseñado muchas cosas de no ser porque rompiste tu compromiso con el senhor Parido.
A punto estuvo Miguel de pronunciar unas palabras llenas de resentimiento, pero retuvo su lengua. Sabía que esta vez las quejas de su hermano estaban justificadas.
– Lamento mucho que persona tan desagradable haya hablado con la senhora. Ya sabes que jamás la expondría voluntariamente a ningún peligro. Este asunto no ha sido obra mía.
– Todo el mundo habla de lo mismo, Miguel. No te imaginas cuántas veces he visto que la gente se ponía a cuchichear a mi paso. Detesto que otros hablen de asuntos, de cómo mi propia esposa hubo de ser rescatada de manos de un demente que la acosaba por negocios tuyos.
Acaso aquel fuera el motivo de la cólera de Daniel. No le gustaba saber que era Miguel quien la había salvado.
– Se me hacía que tenías cosas más importantes entre manos que prestar oídos a lo que de ti murmuran esposas y viudas.
– Ríete si quieres, pero semejante comportamiento es un peligro para todos. No solo has amenazado la seguridad de mi familia, sino la de la Nación entera.
– ¿Qué necedad es esa? -exigió Miguel-. ¿De qué amenaza para la Nación me hablas? Tu esposa y Annetje fueron asaltadas por un loco. Yo lo ahuyenté. No acierto a imaginar cómo pudiera tal cosa ser motivo de escándalo.
– Los dos sabemos que hay más cosas detrás de todo esto. Primero me entero de que tienes tratos con ese hereje de Alferonda. Ahora oigo que el hombre que se acercó a Hannah fue visto hablando contigo hace dos semanas. He oído que se trata de un holandés con el cual tienes una irresponsable familiaridad. Y ahora ataca a mi esposa y a mi hijo no nacido.
– Has oído muchas cosas -contestó Miguel.
– Y aun iría lo bastante lejos como para decir que no importa si todo eso es cierto o no… de una forma u otra, el daño está hecho. No dudo de que el ma'amad considerará estas transgresiones con severidad.
– Hablas con gran autoridad del ma'amad y sus ideas atrasadas.
Daniel pareció preocupado, como si estuvieran en público.
– Miguel, te estás excediendo.
– ¿Me estoy excediendo? ¿Porque manifiesto mi desacuerdo con el ma'amad en privado? Se me hace que has perdido la capacidad de juzgar por ti mismo la diferencia entre poder y sabiduría.
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