No había lugar para la duda: Eran espías del ma'amad.
Cuando el bote llegó a Amsterdam, Miguel dio un pequeño rodeo por ver si los dos hombres le seguían, pero, tras conferenciar entre ellos brevemente con las cabezas muy juntas, se alejaron en dirección a la Bolsa. Miguel permaneció unos minutos junto al canal, contemplando el cielo nublado, y luego compró una pera a una anciana con una carreta. La fruta sabía a polvo, como raíz de perejil y, tras el primer bocado, Miguel la arrojó al suelo. La mujer empujó la carreta con empeño, decidida a no hacer caso del desaire de Miguel, mientras dos niños se abalanzaban sobre la pera. Paseando el mal sabor de la pera en la boca, Miguel decidió que el día estaba ya muy avanzado para hacer nada en la Bolsa, de suerte que se dirigió a casa.
Los espías lo habían trastornado, y una y otra vez se volvía buscando indicios de traición en cuantos mendigos, sirvientes y burgueses veía por la calle. Esto no es forma de vivir, se dijo; no podía pasarse el día sobresaltándose por cada sombra que veía. Pero, apenas acababa de convencerse de que debía guardar la calma, cruzó el punto que daba entrada al Vlooyenburg y vio a Hannah en mitad de la calle -a pesar del velo, Miguel la reconoció enseguida-, junto con Annetje. Y Joachim Waagenaar.
Joachim las tenía acorraladas en una esquina. No había nada amenazador en sus gestos, y se le veía tranquilo. Acaso un extraño, a su paso, no hubiera notado nada raro… aun cuando no fuera normal ver una mujer tapada hablando con tal desembarazo con hombre tan ruin.
Annetje vio a Miguel primero. Su rostro se iluminó y la joven dio un hondo suspiro; sus pechos subieron y bajaron en el interior del bonito corpiño azul que hacia juego con su bonita cofia.
– ¡Oh, senhor Lienzo! -exclamó-, ¡Salvadnos de este loco!
Miguel contestó en portugués, dirigiéndose a Hannah:
– ¿Os ha ofendido?
Sin decir palabra, Hannah negó con la cabeza.
Y entonces Miguel notó aquel hedor. Acaso fuera el viento, que cambió de dirección. Miguel se sintió abrumado. Los holandeses eran gentes fastidiosas e implacablemente limpias, y daban en asearse con más frecuencia de la que conviene al cuerpo. Se conoce que Joachim había abandonado tal práctica, pues despedía un olor más repulsivo que el más sucio campesino portugués. Y no eran tan solo los olores corporales, también olía a orina y vómito y -Miguel hubo de tomarse un instante para reconocerlo- carne podrida. ¿Cómo puede un hombre oler a carne podrida?
Miguel sacudió la cabeza, tratando de disipar el efecto paralizante del hedor.
– Volved a casa -le dijo a Hannah-. No habléis a nadie de esto. Y que la moza guarde silencio también. Pero aseguraos de que tenga su lengua o de lo contrario la echaré.
Se volvió hacia Joachim.
– Atrás.
Para alivio de Miguel, Joachim reculó. Las dos mujeres salieron de su encierro, pegándose a la pared cuanto pudieron por no acercarse al holandés. Y echaron a andar con gran premura.
– Vamos -exigió Miguel-. Al otro lado del puente. Ahora.
Y Joachim obedeció, como un sirviente al cual su amo ha descubierto en una acción reprobable. Miguel miró alrededor por ver si alguien que conociera habría presenciado el encuentro y musitó unas palabras dando gracias a Él, bendito sea, porque los espías no le hubieran seguido y aquel desastre hubiera acaecido durante las horas de la Bolsa, en las cuales cualquier hombre que pudiera quererle mal hubiera estado atendiendo sus negocios.
Cuando cruzaron el puente que pasaba sobre el Houtgracht, Miguel llevó a Joachim hasta un grupito de árboles junto al canal, donde podrían hablar sin ser vistos.
– ¿Es que no queda ya nada de la persona que fuisteis? ¿Cómo os atrevéis a acercaros a la esposa de mi hermano? -Miguel cambió de posición a fin de ponerse en la dirección del viento y que el olor no le viniera de cara.
Joachim apenas si lo miraba. Se dedicaba a contemplar un pato que picoteaba el suelo muy cerca, sin hacerle caso.
– ¿Y qué os importa a vos la esposa de vuestro hermano? También me acerqué a vuestra ramera, no lo olvidéis. Es una moza apetecible. ¿Creéis que me querría? Se me hace que es de las que se van con cualquiera.
Miguel respiró hondo.
– No quiero volver a veros molestando a nadie de mi familia. No quiero veros en el Vlooyenburg.
Como si jamás hubiera existido, el Joachim quejumbroso y de suaves palabras fue reemplazado por otro enfurecido.
– Y si no ¿qué va a pasar? Decidme lo que haréis si me encontráis por vuestras calles, hablando con vuestros vecinos, contándoles cosas, senhor. Decidme, ¿qué haréis?
Miguel suspiró.
– Sin duda buscáis algo. Dudo que hayáis venido hasta el Vlooyenburg porque no tuvierais nada mejor que hacer con vuestro tiempo.
– Da la casualidad de que no tengo nada mejor que hacer con mi tiempo. Os propuse participar juntos en algún negocio, pero vos habéis rechazado mi propuesta y os burláis de mí.
– Nadie se burla de vos -dijo Miguel al cabo de un momento-. Y sobre el asunto del negocio, no acabo de entender a qué os referís. Deseáis que os meta en algún proyecto, pero ignoro cuál pueda ser este. Ni siquiera soy capaz de pensar qué puedo hacer por satisfaceros y tengo demasiados asuntos que atender para andar desentrañando el sentido de vuestras palabras.
– Pero a eso me refiero precisamente. Tenéis demasiado que hacer, y en cambio yo tengo muy poco. Pensé que acaso la esposa de vuestro hermano o su linda criada sientan de igual modo… Tienen demasiado tiempo, lo cual, dicen los predicadores, es la fuente de muchos males en el mundo. La gente utiliza su tiempo para pensar y hacer el mal en lugar de utilizarlo para hacer el bien. Se me ocurrió que acaso podría ayudaros dando a vuestra familia la oportunidad de hacer buenas obras mediante la caridad.
– Pensaba yo que la idea de la salvación a través de las propias obras era de los católicos, no de la Iglesia Reformada.
– Oh, los judíos sois tan astutos… Lo sabéis todo. Pero, a pesar de todo, la caridad es cosa valiosa, senhor. Empiezo a pensar que no habéis actuado de buena fe en nuestros planes para iniciar una nueva empresa de suerte que, a falta de una mejor solución, creo que habré de echar mano de la caridad. Diez florines serían una importante razón para, que me alejara del Vlooyenburg.
Miguel retrocedió, disgustado. El hedor de Joachim hacía el aire irrespirable.
– ¿Y si no tengo diez florines que daros? -Cruzó los brazos, decidido a no dejarse molestar más.
– Si no tenéis el dinero, senhor, podría pasar cualquier cosa. -Y mostró su espeluznante sonrisa.
El arrojo y la prudencia acaso no siempre parecieran virtudes compatibles, dijo Miguel entre sí mientras abría su bolsa, y un hombre sabio ha de saber cuándo ceder ante las circunstancias. El mismo Pieter el Encantador hubiera determinado tomarse su venganza en otra ocasión. Aunque Miguel no estaba seguro de que su orgullo pudiera aguantar la filosofía de Pieter en aquel particular.
Por un momento consideró darle más de diez florines. Los fondos de Geertruid habían menguado considerablemente, ¿qué podía importar si seguían menguando? ¿Y si le pagaba a Joachim cien florines allí mismo o aun doscientos? Acaso si le ofrecía un dinero, Joachim se contentaría con él, por poco que fuera. Cien florines y no se hable más, Joachim. Sin duda un hombre en su situación no rechazaría cien florines.
El hombre razonable a quien Miguel conocía parecía haber desaparecido de verdad, pero ¿no pudiera ser que el dinero le ayudara a recuperarse? Como la mujer de aquel antiguo cuento que necesitaba un zapato o un anillo mágico para recuperar su antigua belleza. Dale a Joachim un baño, una buena comida, una cama blanda y una esperanza para el futuro, pero ¿volvería a ser el mismo?
Читать дальше