David Liss - El mercader de café

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Ámsterdam, 1659. En la primera bolsa de valores del mundo, la riqueza se hace y se pierde en un instante. Miguel Lienzo, un hábil comerciante de la comunidad judía de origen portugués, que en otro tiempo estuvo entre los mercaderes más envidiados, lo ha perdido todo por el repentino hundimiento del mercado del azúcar. Arruinado y escarnecido, obligado a vivir de la caridad de su mezquino hermano, está dispuesto a hacer lo que sea por cambiar su suerte.
En contra de las estrictas reglas de la comunidad judía, decide asociarse con Geertruid, una seductora mujer que le invita a participar en un osado plan para monopolizar el mercado de una nueva y sorprendente mercancía llamada café. Para triunfar, Miguel tendrá que arriesgar todo lo que valora
y poner a prueba los límites de su astucia en el comercio. Y también deberá enfrentarse a un enemigo que no se detendrá ante nada con tal de verlo caer.
Con ingenio e imaginación, David Liss describe un mundo de subterfugios y peligros, donde arraigadas tradiciones culturales y religiosas chocan con las exigencias de una nueva y emocionante forma de hacer negocios.

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– Aún tengo que coordinarme con nuestros agentes de las Bolsas -dijo Miguel al cabo de un momento.

– ¿Ya los habéis elegido?

Miguel asintió.

– En este mismo momento tengo contactos en Marsella, Hamburgo, Viena, Amberes, París y Copenhague. Y el primo de un amigo que está en Rotterdam, pero planea volver a Londres; en breve llegaré a un acuerdo con él. Yo mismo puedo ocuparme del negocio en Amsterdam. Aun así, imagino que habrá algún problema menor.

– Solo algún problema -dijo Geertruid pensativa-. Es maravilloso. Es completamente maravilloso. Hubiera pensado que habría un sinfín de problemas. Pero os habéis ocupado de todo a la perfección. Es un gran consuelo para mí.

Miguel sonrió. Miró sus labios, pensando si no veía en ellos una mueca ligeramente irónica.

– De todos modos, acaso os interese conocer la naturaleza de tales problemas.

– Confío plenamente en vos, pero si deseáis hablar de problemas, os escucho.

Miguel se aclaró la garganta.

– Me preocupa no poder colocar agentes en las Bolsas de Iberia: Lisboa, Sevilla y quizá Oporto. No continué negociando con estos lugares, y muchos de mis antiguos contactos allí han huido a lugares más seguros. En verdad, los contactos que tengo en Marsella, Hamburgo y Amberes son refugiados, igual que yo, hombres a quienes conocí en Lisboa.

– ¿No podéis establecer nuevos contactos? Sois una persona suficientemente amable.

– Estoy explorando esa posibilidad, pero se trata de algo difícil. En tratando con estos países, un hombre como yo debe ocultar su verdadero nombre y no permitir que nadie sepa que es de la fe hebraica. Revelar este detalle provocaría el rechazo pues cualquier judío, secreto o no, temerá hacer negocios con un judío reconocido. Si sus actividades llegaran a conocimiento de la Inquisición, no dudarían en prenderlo bajo sospecha de judaizante.

– Parece un asunto desagradable.

– La Inquisición financia sus gastos confiscando las propiedades de los encausados, y eso convierte a los mercaderes en víctimas particularmente atractivas para ellos.

– ¿Podemos proceder prescindiendo de estas Bolsas? Después de todo, ¿cuántas necesitamos?

– Bien podríamos pasar sin Oporto, y aun Lisboa, aunque no quisiera correr ese riesgo. Pero Sevilla es imprescindible. El café goza de cierto favor en la corte española, la cual adquiere el grano a través de la Bolsa. Si perdemos Sevilla, el proyecto fracasará.

– ¿Y qué podemos hacer? -Su voz sonaba aguda y juvenil, como si estuviera probando a Miguel para conocer la medida de su preocupación.

– Siempre ha habido maniobras e intrigas en el mundo del comercio. Solo se trata de ingenio, y no es tan descabellado hacer un poco de alquimia y convertir problemas de plomo en oportunidades de oro.

– Sé que conocéis vuestro oficio, de modo que no me preocuparé a menos que me digáis que he de hacerlo.

Miguel hizo ademán de torcer a la izquierda, pero Geertruid tiró de él para llevarlo a la derecha. Tenía un destino en mientes, pero la única pista que ofreció fue la más débil de las sonrisas.

– ¿Cuánto tiempo creéis que habréis menester para transferir el dinero a mi cuenta?

– ¿Acaso no debiéramos esperar? Si la situación con Sevilla no se resuelve y ya hemos adquirido la mercancía, ¿no seremos entonces los perdedores?

– Eso no sucederá -le aseguró Miguel, y acaso también a sí mismo.

En estas que llegaron a una casa de madera rematada más bellamente que muchas. Geertruid lo llevó al interior, un lugar bien iluminado, con muebles macizos de madera, por donde andaban tambaleantes una docena de holandeses, borrachos, y casi idéntico número de mozas con apretadas ropas que servían jarras de cerveza y susurraban al oído de los hombres. Geertruid lo había llevado a un burdel.

– ¿Qué hacemos aquí?

– Oh, se me hace que estáis algo solo y he oído verdaderas maravillas de una moza de aquí (aún me hacen ruborizarme). Quería que probarais la mercancía vos mismo.

– Pensé -dijo Miguel con una voz falsamente grave- que pasaríamos juntos la velada, hablando de nuestras cuitas con el negocio.

– Podéis hacer que estáis conmigo si lo preferís. Pero, por lo que se refiere a los negocios, creo que ya hemos terminado.

En aquel momento, una mujer con mirada ardiente apareció junto a Miguel y lo tomó del brazo. Era pequeña de estatura y de complexión un tanto ligera, pero tenía un rostro encantadoramente redondo y labios carnosos.

– Debe de ser el caballero de quien me hablasteis -le dijo a Geertruid-. Ciertamente es admirable.

– Senhor, esta encantadora criatura se llama Agatha. Espero que la trataréis con igual delicadeza de la que quisiera para mí.

A Miguel le dio risa.

Geertruid ladeó la cabeza, como encogiendo los hombros.

– Creo que primero habríamos de terminar nuestra conversación, antes de que acepte vuestro generoso regalo: -Y le sonrió a la moza con el fin de que no se sintiera despechada.

– Sois hombre fuerte si podéis mantener la cabeza en los negocios con una mujer a cada brazo -comentó Agatha.

– Solo habéis de decir cuándo puedo esperar la transferencia y podremos dejar el asunto por esta noche.

– Muy bien. Veo que no pensáis rendiros. Mejor para nuestra amiga Agatha, pues dicen de ella que gusta de los hombres decididos.

Puedo transferir el dinero para finales de esta semana si fuera menester.

Miguel estaba en ese momento echando una ojeada a los vivaces ojos marrones de Agatha, pero al punto se volvió hacia Geertruid.

– ¿Tan pronto? ¿Ya lo tenéis?

Geertruid oprimió los labios en una sonrisa.

– Sin duda no pensaríais que mis aseveraciones eran pura palabrería. Me dijisteis que buscara el dinero y eso he hecho.

– ¿Por qué no me lo habíais dicho? Se me antoja que, después de asegurar semejante cantidad (nada despreciable), debierais sentiros más venturosa.

– Y lo estoy. ¿Acaso no estamos celebrando nada esta noche?

Miguel llevaba lo bastante en el negocio para saber que le estaban mintiendo, y mucho. Se quedó inmóvil, temiendo incluso moverse hasta haber meditado bien aquello. ¿Por qué habría de mentirle Geertruid? Dos razones: o no tenía realmente el dinero, o tenía el dinero pero no procedía de donde dijera.

Miguel no se dio cuenta de que llevaba tanto tiempo inmóvil hasta que vio a las dos mujeres mirándolo.

– ¿Podéis hacer la transferencia esta semana?

– Eso he dicho. ¿Por qué os ponéis tan serio? Tenéis vuestro dinero, y tenéis una mujer. ¿Qué más podría desear un hombre?

– Nada -dijo él librándose de ambos brazos y poniendo las manos en ambas posaderas, mostrando en ello una liberalidad que normalmente no se hubiera permitido con Geertruid. Pero la mujer se había tomado libertades con él, así pues, ¿por qué no devolver el favor? Y en cuanto a la mentira, no pensaría en ello más. Geertruid tenía sus motivos y tenía sus secretos. Miguel viviría con ellos venturoso.

– Creo que el senhor os prefiere a vos antes que a mí -dijo Agatha a Geertruid.

Algo cruzó el rostro de la viuda.

– Creo que pronto descubrirás lo que al senhor le gusta, querida mía. Tiene una gran reputación.

Agatha lo guió hasta una de las habitaciones de atrás, y Miguel no tardó en comprobar la facilidad con que olvidaba las mentiras de Geertruid y lo que pudiere ocultar a tan gran amigo.

La siguiente jornada, entre sus cartas, Miguel halló una nota favorable de su posible agente en Frankfurt. Leyó la carta con satisfacción y pasó a la siguiente, esta del comerciante de Moscovia. Con gran educación, el hombre explicaba que Miguel aún le debía una suma que rondaba los mil novecientos florines y que, conocedor de las dificultades pasadas de Miguel, no podía dejar pasar el asunto. «Debo exigir el pago inmediato de la mitad de la deuda o me temo que no me quedará más remedio que dejar que sean los tribunales quienes decidan la mejor forma de que recupere mi dinero.» Los tribunales… eso significaba otra humillación pública ante el Comité de Bancarrota, lo cual significaría dejar al descubierto su relación con Geertruid y sus planes con el café.

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