David Liss - El mercader de café

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Ámsterdam, 1659. En la primera bolsa de valores del mundo, la riqueza se hace y se pierde en un instante. Miguel Lienzo, un hábil comerciante de la comunidad judía de origen portugués, que en otro tiempo estuvo entre los mercaderes más envidiados, lo ha perdido todo por el repentino hundimiento del mercado del azúcar. Arruinado y escarnecido, obligado a vivir de la caridad de su mezquino hermano, está dispuesto a hacer lo que sea por cambiar su suerte.
En contra de las estrictas reglas de la comunidad judía, decide asociarse con Geertruid, una seductora mujer que le invita a participar en un osado plan para monopolizar el mercado de una nueva y sorprendente mercancía llamada café. Para triunfar, Miguel tendrá que arriesgar todo lo que valora
y poner a prueba los límites de su astucia en el comercio. Y también deberá enfrentarse a un enemigo que no se detendrá ante nada con tal de verlo caer.
Con ingenio e imaginación, David Liss describe un mundo de subterfugios y peligros, donde arraigadas tradiciones culturales y religiosas chocan con las exigencias de una nueva y emocionante forma de hacer negocios.

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Miguel soltó un juramento, bebió un cuenco de café y se echó a la calle para buscar a Ricardo por las tabernas. Aquel día la suerte estaba de su lado, pues dio con él al tercer intento. Ricardo estaba solo, bebiendo una jarra de cerveza con gesto apagado.

– ¿No tenéis asuntos hoy? -preguntó Miguel.

– Preocupaos por vuestros propios asuntos -contestó el otro sin levantar la vista.

Miguel se sentó frente a él.

– No os confundáis. Este es mi asunto, senhor. Me debéis mucho dinero, y si pensáis que habré de conformarme sin hacer nada, estáis engañado.

Ricardo por fin se dignó mirarle.

– No me amenacéis, Lienzo. No podéis acudir a los tribunales holandeses sin arriesgaros a sufrir la cólera del ma'amad, y los dos sabemos que de acudir al ma'amad, os arriesgaréis a que actúen contra vos, en cuyo caso vuestro dinero podría quedar paralizado durante meses o aun años. Habréis de tener paciencia, así que haréis mejor en largaros si no queréis que me enoje y os busque más problemas.

Miguel tragó con dificultad. ¿Qué estaba pensando cuando se presentó allí? Ricardo tenía razón: nada tenía con que amenazarle, como no fuera denunciarlo públicamente.

– Acaso me arriesgaré con el ma'amad -dijo-. Si no recupero mi dinero, no quedaré más maltrecho de lo que ya estoy, y puedo solicitar una audiencia para denunciar en público que sois un chantajista. Más aún, puedo poner al descubierto a vuestro amo. Ciertamente, cuanto más lo pienso, más me complace la idea. Los otros parnassim lo consideran porque lo tienen por hombre escrupuloso. Si supieran de sus trucos, acaso perdería su poder.

– No sé de qué habláis -dijo Ricardo, pero se notaba que estaba preocupado-. Soy mi propio dueño.

– Trabajáis para Salomão Parido. Él es la única persona capaz de preparar semejante ultraje, y tengo intención de ponerlo al descubierto. Si el dinero que me debéis no está en mi cuenta mañana a la hora de cierre de la Bolsa, tened por seguro que buscaré que se haga justicia.

Miguel se fue sin esperar respuesta, convencido de que había hecho todo lo posible, pero, al día siguiente, cuando concluyó la jornada de negocios, vio que no se había depositado ningún dinero en su cuenta. Miguel vio que no tenía elección. No podía arriesgarse a una aparición ante un tribunal que hurgara en sus cuentas, de modo que transfirió algo más de novecientos florines del dinero de Geertruid a la cuenta del agente. Ya pensaría en cómo reponer ese dinero en otro momento.

15

En tanto que Miguel buscaba un corredor de la Compañía de las Indias Orientales, a su alrededor, la Bolsa bullía. Hacía apenas una hora, un rumor se había extendido con la fuerza de un edificio que se derrumba: una poderosa asociación de comerciantes planeaba desprenderse de una buena parte de sus acciones en la Compañía de las Indias Orientales. Con frecuencia, cuando una asociación deseaba vender, hacía circular el rumor de que quería hacer justo lo contrario, y la sola fuerza del rumor hacía bajar los precios. Quienes hubieran invertido buscando resultados inmediatos se desprendían de sus títulos enseguida.

Miguel llevaba trabajando en la Bolsa lo suficiente para saber cómo utilizar estos rumores en su provecho. Que fueran ciertos o falsos, que la asociación pensara comprar o vender no cambiaba nada. Tales eran las riquezas de Oriente que los títulos de la Compañía de las Indias Orientales siempre -siempre- remontaban, y solo un necio hubiera evitado comprar durante esos frenesís. Aquella mañana, Miguel se había reforzado con tres tazones de café. Pocas veces se había sentido tan despierto, tan entusiasta. Aquella locura no podía haber llegado en mejor momento.

Compradores y vendedores trataban de abrirse paso entre la muchedumbre, cada uno de ellos gritando a sus contactos en tanto la habitual algarabía se elevaba a un nivel ensordecedor. Un holandés pequeño y recio perdió su sombrero en el alboroto y, tras ver cómo lo pisoteaban, se apresuró a marcharse, contento por haber perdido un sombrero que solo costaba unos florines y no haberse arriesgado a perder miles. Los hombres que negociaban con diamantes, tabaco, grano y otras mercancías semejantes, y que evitaban el comercio especulativo, permanecían a un lado, meneando la cabeza al ver la forma en que sus negocios se veían entorpecidos.

El valor de las acciones de las Indias Orientales se negociaba basándose en el porcentaje del valor original. Aquella mañana, las acciones habían abierto a poco más del cuatrocientos por ciento. Miguel buscó un corredor e invirtió quinientos florines que no tenía, comprando cuando el precio bajó a 378. Le aseguró a su agente que dicho dinero podía encontrarse en su cuenta del banco de la Bolsa, aun cuando sabía que no podía permitirse perder más de aquel dinero en sus negocios particulares.

Una vez tuvo las acciones en la mano, Miguel se desplazó hacia los límites del grupo de comerciantes para seguir la evolución de los precios. Reparó entonces en Salomón Parido, el cual al parecer también estaba comprando acciones. Al ver a Miguel, se acercó lentamente.

– Estas asociaciones… -dijo a grandes voces por hacerse oír entre el bullicio-. Sin ellas no habría mercado. Hacen que el comercio se mueva como una marea.

Miguel asintió, más atento a los precios que gritaban los vendedores que a las palabras del parnass. Los precios habían vuelto a bajar y se estaba vendiendo a 374.

Parido echó una mano al hombro de Miguel.

– He sabido, senhor Lienzo, que las cosas ahora os van bien… que tenéis un plan.

– En ocasiones no es deseable ser objeto de rumores -dijo Miguel con una sonrisa que esperaba pareciera sincera-. Y acaso no sea buen momento para hablar de ello. -Y señaló con el gesto a la multitud de hombres de las Indias Orientales que movían las acciones. Oyó que gritaban 376.

– No hagáis caso. Las acciones de las Indias Orientales suben y bajan con tal rapidez que poco importa lo que un hombre compre o venda un día u otro. Sin duda no querréis insultar a un parnass rehusando hablar con él a causa de este disparate.

Miguel oyó que compraban por 381, más de lo que había pagado, pero no lo bastante para pensar en vender.

– He de conducir mis asuntos -dijo, tratando de mantener la voz calmada.

– Se me hace extraño que no queráis saber el motivo de los dichos rumores. En el ma'amad he aprendido que cuando un hombre no pregunta de qué se le acusa, eso significa que es culpable.

– Acaso sea así en la cámara del ma'amad, pero no en la Bolsa, y menos si ese hombre está tratando de dirigir sus asuntos. Y a mí no se me ha acusado de nada.

– Aun así…

El precio volvió a bajar a 379, y Miguel sintió una punzada de pánico. No hay que preocuparse, se dijo para sí. Había visto otras veces aquellas bajadas en momentos de frenesí, y solo habían de durar unos minutos. Bueno, después de todo, sí podía dedicar un momento a las boberías de Parido, solo un momento. Aunque no lograba conservar la calma.

– Bien, decidme pues, ¿qué habéis oído?

– Que estáis metidos en un nuevo negocio. Algo relacionado con el fruto del café.

Miguel hizo un gesto desdeñoso con la mano.

– Estos rumores sobre el café me cansan. Acaso deba meterme en ello por no defraudar a tantos ansiosos devoradores de rumores.

Miguel oyó que se vendía a nuevos precios. 378, 376…

– Entonces ¿no comerciáis con café?

– Ojalá lo hiciera, senhor. Ansío participar en un negocio que es de interés tan grande para hombres como vos… y mi hermano.

Parido frunció el ceño.

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