Evans. Me había llamado Evans. Dogmill no estaba allí para devolver a Benjamin Weaver a la cárcel. Solo quería proteger el honor de su hermana. Di un suspiro de alivio, porque, después de todo, quizá no sería necesario dañar seriamente a nadie.
– ¡Por Dios, Denny! -exclamó la señorita Dogmill-. ¿Qué haces aquí?
– Cállate. Ya hablaremos después tú y yo. Y no blasfemes, no es propio de una dama. -Se volvió hacia mí-. Decidme, ¿cómo os atrevéis a deshonrar a mi hermana en mi propia casa, señor?
– ¿Cómo sabías que estaba aquí? -preguntó Grace.
– No me gustó la forma en que te miraba en la asamblea, así que di orden a Molly de que me informara enseguida si venía por aquí. Y ahora -me dijo a mí-, no pienso consentir más descortesías por su parte. Somos todos caballeros y sabemos muy bien cómo tratar a un hombre que intenta violentar a una dama.
– ¡Violentar! -exclamó Grace-. No seas absurdo. El señor Evans se ha comportado en todo momento como un caballero. Está aquí por invitación mía y no es culpable de ningún gesto impropio.
– No te he pedido tu opinión sobre lo que es y no es propio -le dijo Dogmill a mi víctima-. Una joven de tu edad no siempre se da cuenta cuando un hombre está utilizándola. No tienes de qué preocuparte, Grace. Nosotros nos ocuparemos de él.
– Sois muy valiente; enfrentaros a mí con seis hombres a vuestro lado -dije-. Alguien menos decidido se hubiera traído a doce.
– Podéis reíros cuanto os apetezca, pero soy yo quien tiene, y vos no tenéis nada. Tendríais que estarme agradecido, pues tengo intención de daros solo una cuarta parte de los golpes que merecéis.
– ¿Estáis loco? -le pregunté, pues se estaba excediendo. Y sabía que la persona por quien me hacía pasar solo podía responder a aquella situación de una forma-. Podéis estar en desacuerdo conmigo si queréis, pero hacedlo como un caballero. No toleraré que se me trate como a un sirviente porque hayáis tenido la precaución de traeros un pequeño ejército. Si tenéis algo que decirme, decidlo como un hombre de honor, y si deseáis batiros en duelo conmigo, lo haremos en Hyde Park, donde con mucho gusto me enfrentaré a vos el día que escojáis, si es que estáis lo bastante loco para batiros conmigo.
– ¿Qué es esto, Dogmill? -le preguntó uno de sus amigos-. Me dijiste que un matón estaba molestando a tu hermana. Me parece que este caballero está aquí por invitación suya y debería ser tratado con más respeto.
– Cállate -le siseó Dogmill a su compañero, pero con aquellos argumentos no convenció a nadie. Los otros empezaron a murmurar.
– No me gusta esto, Dogmill -continuó diciendo el amigo-. Estaba jugando al tresillo y tenía una buena mano cuando viniste y me arrancaste de la mesa de juego. Es una ruindad mentirle a un hombre y decir cosas sobre hermanas que están en peligro cuando no es tal cosa.
Dogmill le escupió al sujeto en la cara. Y no un hilillo de baba, no, le escupió una masa espesa y aglutinada de esputo que le acertó con un sonido casi cómico. El amigo se lo limpió con la manga y su cara se puso de un encendido carmesí, pero no dijo más.
La señorita Dogmill se puso muy derecha y cruzó los brazos sobre el pecho.
– Deja de escupir a tus amigos como si fueras un crío y discúlpate ante el señor Evans -dijo con gesto severo-; puede que entonces él te perdone esta ofensa.
Miré al señor Dogmill y le dediqué mi sonrisa más encantadora. Por supuesto, lo hice para mofarme. El tipo estaba en un aprieto. Llegados a este punto, cualquier hombre de carácter me hubiera retado en duelo, pero yo ya sabía que no se arriesgaría a provocar un escándalo hasta después de las elecciones.
Dogmill parecía un gato acorralado por un perro que ya estaba salivando.
Se volvió hacia un lado y hacia el otro. Trató de pensar una forma de salir de aquel entuerto, pero no se le ocurrió nada.
– Marchaos. Resolveremos este asunto cuando hayan terminado las elecciones.
Yo sonreí una vez más.
– Bueno, solo un tunante no hubiera quedado satisfecho ante tan amable disculpa -dije a los presentes-, así que acepto las palabras conciliadoras del señor Dogmill. Y ahora, caballeros, quizá podrían marcharse y dejar que la señorita Dogmill y yo sigamos nuestra conversación.
Solo ella, según pude ver, rió de mi sarcasmo. Los amigos del señor Dogmill parecían mortificados, y los músculos de este se tensaron tanto que casi se cae al suelo de un ataque.
– O -propuse- tal vez lo mejor será que vuelva en otra ocasión, pues la hora es un tanto avanzada. -Me incliné ante la dama y le dije que esperaba poder verla pronto. Y con esto, me dirigí hacia la puerta; los hombres se apartaron para dejarme paso.
Tuve que ir yo solo de la sala hasta la puerta de la calle; en el camino me crucé con una bonita sirvienta de vivarachos ojos verdes.
– ¿Tú eres Molly? -le pregunté.
Ella asintió en silencio.
Le puse un par de chelines en la mano.
– Volveré a darte esta cantidad la próxima vez que tengas que informar al señor Dogmill de mi presencia y no lo hagas.
Miré en todas direcciones pero no vi ningún carruaje, y difícilmente podía esperar que Dogmill me ofreciera a su sirviente para que fuera en busca de uno; aun así, me di la vuelta para volver a entrar en la casa y pedírselo. Al volverme me encontré de frente con Dogmill. Me había seguido hasta fuera.
– No cometáis el error de tomarme por un cobarde -dijo-. Me hubiera enfrentado a vos en los términos que fueran para dejar que defendáis eso que tenéis la desfachatez de llamar honor, pero no puedo permitirme ninguna acción que perjudique al señor Hertcomb, con quien estoy asociado. Cuando las elecciones terminen, podéis estar seguro de que me pondré en contacto con vos. Entretanto, os aconsejo que os mantengáis alejado de mi hermana.
– Y si no lo hago ¿qué pasa?, ¿me vais a castigar con la amenaza de otro duelo, de aquí a seis semanas? -No puedo expresar el placer que me producía insultarle tan abiertamente.
Dio un paso hacia mí, sin duda con intención de intimidarme con su tamaño.
– ¿Queréis probarme, señor? Quizá quiera evitar un duelo en público, pero no me importaría daros una patada en el culo aquí mismo.
– Me gusta vuestra hermana, señor, y tengo intención de visitarla mientras ella lo consienta. No pienso prestar oídos a vuestras objeciones, ni toleraré más rudeza por vuestra parte.
Creo que tal vez me excedí en mi papel, pues en un visto y no visto me encontré al pie de las escaleras, tirado sobre el fango de la calle, mirando a Dogmill, que casi sonrió por mi embarazosa situación. El dolor en la mandíbula y el sabor metálico de la sangre en la boca me dijeron que era ahí donde me había golpeado; me pasé la lengua por los dientes para asegurarme de que no hubiera bajas.
Al menos en esto había buenas noticias, pues todos mis dientes seguían bien sujetos. Sin embargo, me sorprendió la rapidez del golpe de Dogmill. Sabía que era un hombre fuerte, y no podía creer que se hubiera controlado de aquella forma al golpearme. Había recibido muchos golpes semejantes en mis días de púgil, y sabía que un hombre capaz de golpear tan rápido -tanto que ni siquiera lo había visto venir- podría hacerlo con mucha más fuerza. Estaba jugando conmigo. O tal vez no quería arriesgarse a matarme. Me tenía por un rico mercader, y si me asesinaba no podría escapar a la justicia con la misma facilidad que cuando mataba a mendigos y vagabundos.
Para mí el verdadero desafío estaba en la fuerza de Dogmill. De haber sido un hombre más débil, a quien sabía que podía derrotar fácilmente, hubiera evitado sin miramientos la pelea. Me hubiera convencido de que era la decisión correcta y no hubiera pensado más en ello. Pero fue la certeza de que Dogmill podría derrotarme lo que hizo aquella decisión tan difícil, pues lo que más deseaba en el mundo era devolverle el golpe, y desafiarlo. Sabía que me odiaría a mí mismo por darme la vuelta cobardemente. Que pasaría la noche en vela pensando cómo podía, desearía o debería haber respondido a su desafío. Pero no podía hacerlo. No podía. No podía arriesgarme a descubrir mi verdadera identidad ante Dogmill.
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