Cuando nosotros llegamos, los candidatos tories estaban entrando en la plaza, después de que llegaran los whigs. Vi cientos de estandartes agitarse en el aire cuando Melbury se dirigió hacia la tribuna, y no pocos huevos y piezas de fruta. Durante su breve discurso, pareció que los tories tenían ventaja, y en más de una ocasión algún whig que hacía preguntas molestas al orador fue arrastrado por la chusma y hubo de enfrentarse a inimaginables tormentos.
Elias rió levemente ante mi sorpresa.
– ¿Nunca habías presenciado un proceso de elecciones?
– Supongo que sí -dije-, pero nunca lo había imaginado como un espectáculo. Puesto que no tengo derecho a voto, jamás me había planteado su importancia política. Y ahora que lo hago, todo esto me parece absurdo.
– Es absurdo, desde luego.
– ¿No te parece mal que la nación elija a sus líderes de esta forma? Vaya, esto es más peligroso que la feria de Bartholomew o una fiesta del alcalde.
– No hay mucha diferencia entre esto y un espectáculo de marionetas, solo que aquí en vez de dar golpes en la cabeza a unos muñecos se los dan a gente de verdad. Aunque al menos se han reunido miles de personas que tienen algo que decir en la elección. ¿Preferirías una ciudad como Bath, donde los parlamentarios son elegidos por un pequeño grupo de hombres en torno a un pollo asado y un buen oporto?
– No sé qué prefiero.
– Pues yo prefiero esto -me dijo-.Al menos es entretenido.
Y así, con la cantidad obligada de violencia, empezaron las elecciones. Qué extraño, pensé, que mis esperanzas dependieran de un hombre a quien había odiado sin conocerlo. Pero era cierto, lo mejor para mí era que Griffin Melbury triunfara. Por tanto, no fue poca mi satisfacción cuando, a la mañana siguiente, en un café, escuché los resultados del recuento del día anterior: señor Melbury, 208 votos; señor Hertcomb, 188. El hombre a quien despreciaba y que se presentaba por un partido en el que no confiaba había ganado el primer día y, aunque hubiera debido desearle lo peor, las circunstancias habían querido que me alegrara de su victoria.
No habían pasado ni dos días -dos días en los que Melbury superó a los whigs en las urnas-, cuando Matthew Evans recibió una nota que me resultó totalmente deliciosa. El propio señor Hertcomb me escribía para invitarme a reunirme con un grupo de amigos -entre los que estaba la señorita Dogmill- para una velada en el teatro la noche siguiente. Me pareció que la señorita Dogmill no era una mujer tan osada como para iniciar una relación por carta con un hombre, aunque me hubiera gustado que no se dejara limitar por tales restricciones. Escribí al señor Hertcomb enseguida, diciendo que aceptaba encantado.
El candidato whig llegó a mi casa ataviado con un traje de un vistoso tono azul, animado por unos enormes botones dorados. Me sonrió tímidamente y le invité a tomar un vino antes de irnos. Si le preocupaba en algo que los tres primeros días de elecciones hubieran beneficiado a Melbury, no se notaba.
– Confío en que no habrá ocas por aquí cerca, señor -dijo en tono travieso, divertido aún por los sucesos acaecidos dos semanas atrás.
– Todas están libres, os lo aseguro -repliqué. Intuí enseguida que Hertcomb, que rabiaba bajo el duro yugo del señor Dogmill, se deleitaba especialmente con la actitud desafiante que yo le mostraba. Tal vez nunca había visto a un hombre provocarlo tan descaradamente, y quizá aquella afabilidad suya era su forma de rebelarse contra Dogmill. O, quién sabe, tal vez fuera una suerte de espía al servicio de Dogmill. En cualquier caso, yo sabía que podía recibir como amigo a aquel hombre… sin tener por ello que bajar la guardia.
– Dudo que el señor Dogmill viera con buenos ojos que pase mi tiempo libre con un hombre de inclinaciones tories, señor, pero no es necesario que le informemos de ello.
– No tengo por costumbre informar al señor Dogmill de mis actos -dije yo.
– Bien. Es lo mejor. En cualquier caso, la señorita Dogmill parece disfrutar de vuestra compañía tanto como yo y, puesto que yo disfruto en compañía de la señorita Dogmill, no veo nada malo en amoldarme a sus deseos, no sé si me entendéis.
No estaba muy seguro de entenderlo. Era evidente que al señor Hertcomb le gustaba Grace Dogmill y que ella había dejado muy claro que no tenía intención de llevar su relación a un estado más legal. ¿Por qué aceptaba que yo les acompañara? La única explicación posible es que no me veía como rival… o que tenía en la cabeza cosas más importantes que sus inclinaciones amorosas.
– Si me permitís la osadía -dije-, he observado que, aunque Dogmill es vuestro agente y trabajáis en estrecho contacto con él, parece que no le tenéis mucho aprecio.
Él se rió y agitó la mano quitándole importancia.
– Oh, no es necesario que seamos amigos. Nuestras familias están vinculadas desde hace tiempo, y como representante electoral hace un trabajo extraordinario. Dudo que tuviera la menor oportunidad en esta competición sin él. Todo esto es demasiado complicado para mí -prosiguió-, y Dogmill sabe navegar hábilmente en aguas traicioneras. Estos tories tienen una fuerte presencia en Westminster, y si Dogmill tiene razón, aquí hay mucho más en juego que un simple escaño en el Parlamento. Si perdemos, el país podría verse invadido por los jacobitas.
– ¿Creéis que eso es cierto?
– Ignoro si es cierto o no, pero es lo que creo. -Se tomó un momento para dedicar una mirada significativa a su vaso.
– Y entonces, ¿cuáles son vuestras creencias, señor? -le pregunté con gesto cordial.
Él volvió a reírse.
– Oh, ya sabéis, lo habitual en los whigs. Menos Iglesia y todo eso. Proteger al individuo con nuevas ideas de las antiguas familias. Servir al rey, supongo. Hay una o dos más, pero ahora no me acuerdo. Lo que pasa es que un hombre no siempre puede hacer lo que quiere en la Cámara de los Comunes.
– ¿A causa de Dogmill?
– Si he de seros sincero, señor Evans, os diré que con mucho gusto separaría mi camino del señor Dogmill… después de las elecciones, por supuesto. Lo digo confidencialmente. Hasta me sorprende oírme pronunciar estas palabras, pero por alguna razón os aprecio. Y jamás había visto a ningún hombre plantarle cara a Dogmill tan abiertamente como hacéis vos.
Me reí.
– Hay algo en él que me impulsa a llevarle siempre la contraria. Debe de ser el mismísimo demonio quien me sale de dentro.
– Pues no tendríais que actuar tan a la ligera. Dogmill tiene un temperamento terrible. El año pasado, cuando empecé a prepararme para estas elecciones, fui a verle para decirle que no deseaba que fuera mi representante. Apenas había tenido tiempo de decir nada cuando él se puso colorado, empezó a tartamudear y a andar arriba y abajo. Tenía un vaso de vino en la mano, y puedo aseguraros que lo rompió entre los dedos. Sangraba mucho, pero ni siquiera se dio cuenta.
– ¿Y qué hicisteis?
– No podía hacer nada. Dogmill me estaba mirando fijamente. Con una mirada salvaje. De su mano goteaba sangre y vino. Dijo: «¿Qué me estáis diciendo, señor?», una y otra vez, con una voz que hubiera hecho temblar al mismo diablo. Así que me limité a negar con la cabeza. Él abrió la puerta de golpe, dejando una huella ensangrentada en la pintura, y no volvimos a hablar del tema. Nunca se lo he dicho a nadie.
– Me honra vuestra confianza.
– Estoy impresionado por vuestro valor. Solo espero que no tengáis que pagar por él. -Apuró su vaso con decisión-. Y ahora, olvidemos las cosas desagradables y disfrutemos de la velada.
Cuando llegamos a Drury Lane, fui recibido por media docena de personas, jóvenes de ambos sexos. Cada uno me dijo su nombre, pero si he de ser sincero, diré que no recuerdo ni uno solo, ni siquiera los de las damas, todas ellas muy bellas. Solo tenía ojos para la señorita Dogmill.
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