David Liss - La Conjura

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Una vez más, el aclamado autor David Liss combina su conocimiento de la historia con la intriga, atractivas caracterizaciones y un cautivador sentido de la ironía, que le permite sumergir al lector en una vivida recreación del Londres de la época y componer un colorido tapiz de las intrigas políticas, los contrastes sociales y la picaresca reinante.
«Los lectores de El mercader de café, y los amantes de la novela histórica y de intriga disfrutarán con la fascinante ambientación, los irónicos diálogos y la picaresca de un héroe inolvidable.»
Benjamin Weaver, judío de extracción humilde, ex boxeador y cazarrecompensas, es acusado injustamente de haber cometido un asesinato, y que se convertirá en un improvisado detective con imaginativos recursos. Conforme avance en su investigación, comenzará a emerger el turbio mundo portuario, la corrupción política y la sed de poder.

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Sin embargo, los guardias estaban apostados en el exterior de El Oso Durmiente. Estuve dentro menos de media hora, y no era muy probable que alguno de los clientes me hubiera reconocido y hubiera avisado a los oficiales a tiempo para que se presentaran y estuvieran esperándome. Ciertamente, sobre todo cuando fueron los propios clientes quienes me salvaron de aquellos tipos. Así pues, solo podía ser que el señor Ufford, al mandarme a El Oso Durmiente, se hubiera tomado la molestia de asegurarse de que no salía libre de mi visita. Aunque estaba alterado por mi encuentro con los guardias de aduanas, sabía que debía actuar con rapidez. Ufford sabía más de lo que pensaba, y estaba decidido a averiguar aquella misma noche qué era.

Esperé hasta las dos o las tres de la mañana, cuando no había nadie en las calles y las casas estaban a oscuras. Luego me fui hasta la casa del señor Ufford y forcé una ventana de la cocina, a la que me encaramé con rapidez. La caída era desde mayor altura de lo que esperaba, pero aterricé sin percances, aunque no en silencio. Durante unos minutos me quedé inmóvil, para asegurarme de que nadie me había oído. Mientras esperaba noté el cálido roce de dos o tres gatos contra mi pierna; con un poco de suerte si alguien había oído algo lo achacaría a aquellas criaturas y no a un intruso.

Cuando pasó un tiempo prudencial -o, más exactamente, cuando estaba demasiado impaciente para seguir esperando- me incorporé, me despedí en silencio de mis nuevos compañeros felinos y me moví en la oscuridad. Recordaba bien dónde tenía Ufford su estudio, así que no me costó especialmente localizarlo, aunque la oscuridad era completa.

Me aseguré de cerrar bien la puerta al entrar y encontré un par de buenas velas de cera para encender. Ahora la habitación estaba lo bastante iluminada para buscar, aunque no supiera muy bien el qué. Empecé a revisar los papeles de sus libros, sus cajones, sus estantes, y no tardé en comprobar que iba por buen camino. A los pocos minutos encontré numerosas cartas escritas en una maraña indescifrable de letras, en algún código, obviamente, aunque fui incapaz de descifrarlo. Aun así, la sola presencia de aquel tipo de documento decía mucho. ¿Quién sino un espía necesitaría usar códigos? El descubrimiento avivó mi decisión y proseguí mi búsqueda con renovado vigor.

Lo cual me reportó buenos dividendos. Llevaba casi una hora en la habitación y había comprobado todos los papeles, archivos y libros de cuentas, sin descubrir en ellos nada que pudiera serme de utilidad inmediata. Se me ocurrió entonces hojear algunos de los grandes volúmenes que abarrotaban los estantes de Ufford.

Resultó de escasa utilidad; estaba a punto de abandonar cuando topé con un libro mucho más ligero de lo que su tamaño indicaba. Estaba hueco y cuando lo abrí encontré aproximadamente una docena de trozos de papel en los que había escrito el siguiente texto deleznable, firmado con ostentación:

Reconozco haber recibido de ____________________ la suma de____________________, que prometo devolver, con intereses, a un ritmo de____________________per annum.

Jacobus R.

Jacobus Rex, el Pretendiente. Ufford se había atribuido la tarea de recaudar fondos para la rebelión jacobita y lo había hecho con conocimiento del Pretendiente. Las facturas, firmadas por el aspirante a monarca, habían quedado a cargo del cura para que asegurara todos los fondos posibles. Cogí aquellos papeles y los examiné detenidamente. Por supuesto, era posible que fueran falsificaciones, pero, ¿por qué iba nadie a fingir tener unos documentos que podían llevarle fácilmente a la ejecución? Solo cabía pensar que, en efecto, Ufford era un agente del Pretendiente; es más, no era el personajillo pretencioso por el que todos le tenían. No, el guardián de aquellos recibos debía de ser un miembro de confianza del círculo del Caballero. La necedad y el descuido de Ufford no eran más que un disfraz para ocultar a un agente astuto y capaz.

Apreté con fuerza aquellos recibos, y se me ocurrió la idea más fantástica. Nadie conocía la elevada posición del señor Ufford entre los jacobitas, nadie excepto yo. Sin duda, aquella información sería de gran interés para la administración, mucho más que perseguir a un cazador de ladrones por un crimen que todos sabían que no había cometido. ¿No podía cambiar la información que tenía por mi libertad? La idea no me convencía, pues a nadie le gusta un traidor, pero no le debía ninguna lealtad a Ufford… no cuando sus maquinaciones me habían puesto en aquella situación. Le debía mayor lealtad al monarca. Y no informar de lo que sabía hubiera podido considerarse un imperdonable acto de negligencia.

– O quizá de lealtad al verdadero rey.

Debí de decirlo en voz alta, emocionado por las pruebas que había descubierto. Ni vi ni oí a los hombres que entraron en la habitación. Había actuado con descuido y necedad, seducido por las posibilidades que abrían mis hallazgos. Al darme la vuelta, me encontré ante tres hombres: Ufford, el irlandés de El Oso Durmiente y un tercero. No lo conocía, pero había algo que me resultaba familiar en aquel rostro anguloso, las mejillas hundidas y la nariz ganchuda. Tendría treinta y pico, puede que más, y aunque vestía con ropas poco llamativas y llevaba una peluca de rizos corta y barata, había algo imponente en su porte.

– Sin duda -dijo el irlandés-, no cambiaríais la vida de otro hombre por vuestra propia comodidad.

– Diría que es una pregunta retórica -comentó Ufford. Se adelantó y me quitó los recibos de las manos-. Benjamin no tendrá ocasión de compartir lo que sabe con nadie.

El irlandés meneó la cabeza.

– Bueno, no podrá compartir las pruebas, eso desde luego. Sin embargo, no me gustaría que pensara que queremos hacerle daño.

– Oh, no -dijo el tercer hombre con voz patricia, enfatizando cada sílaba-. No, admiro demasiado al señor Weaver para pensar siquiera en la posibilidad de actuar en contra de sus intereses.

Entonces reconocí su rostro, pues lo había visto cientos de veces… en pancartas, panfletos, libelos. En aquella habitación, a menos de cinco metros de mí, estaba el Pretendiente, el hijo del depuesto Jacobo II, el hombre que se convertiría en Jacobo III. Yo poco sabía sobre la planificación de revoluciones y usurpaciones, pero la situación de su majestad (actual) el rey Jorge debía de ser realmente apurada cuando el otro había puesto pie en Inglaterra.

Me encontraba en un domicilio particular con el mismísimo Pretendiente y quienes debían de ser dos destacados jacobitas. Nadie sabía que estaba allí. Podían cortarme el pescuezo fácilmente y llevarse mi cuerpo en una caja. Sin embargo, mi mayor preocupación no era mi seguridad, sino el decoro: no sabía cómo dirigirme al Pretendiente. Por otra parte, me pareció que estaría más seguro si actuaba como si no lo hubiera reconocido.

Sin embargo, Ufford no estaba dispuesto a colaborar.

– ¿Estáis loco? Ha visto a su majestad. No podemos dejar que se vaya.

El irlandés cerró los ojos un momento, como si considerara algún gran misterio.

– Señor Ufford, debo pediros que esperéis fuera y nos dejéis solos un momento.

– Os recuerdo que esta casa es mía -replicó él.

– Por favor, salid, Christopher -dijo el Pretendiente.

Ufford hizo una reverencia y se retiró.

Cuando cerró la puerta, el irlandés me dedicó una sonrisa, divertida.

– He llegado a la conclusión -dije- de que sois el hombre al que llaman Johnson.

– Es uno de los nombres que utilizo -dijo. Sirvió tres vasos del madeira del señor Ufford y, tras entregarle al Pretendiente el suyo, me puso uno en la mano y se plantó frente a mí-. Estoy seguro de que ya habéis deducido que con nosotros tenemos a su majestad, el rey Jacobo III.

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