Miré a Greenbill y traté de dilucidar su expresión, pero su rostro era tan delgado y tenía los ojos tan separados que la naturaleza había fijado en él una expresión permanente de perplejidad. Supe que no podría sacar nada por ahí, pero también sabía que, si quería hablar conmigo, tendría que ser con mis condiciones.
– Si quieres hablar conmigo, iremos a otro sitio.
Él se encogió de hombros.
– Me es inverosímil. ¿Dónde vamos?
– Te lo diré cuando lleguemos. No vuelvas a decir una palabra hasta que yo me dirija a ti. -Le cogí del brazo y le hice levantarse. Era de constitución corpulenta, pero sorprendentemente ligero, y no opuso ninguna resistencia. Bajamos la escalera (le hice bajar a él delante, para poder controlar sus movimientos), pasamos por la cocina de la señora Vintner, que olía a col hervida y pasas, y salimos por la parte posterior de la casa, que daba a una pequeña calleja. Allí no vi que nadie nos vigilara o quisiera atacarme, así que empujé a Greenbill hasta Cow Cross. Mi preso caminaba alegremente, con una mueca estúpida en la cara, pero no dijo nada, no preguntó nada.
Lo llevé a John's Street, donde alquilé un carruaje con relativa facilidad. En el carruaje, seguimos en silencio; no tardamos en llegar a un café en Hatton Garden, empujé a Greenbill al interior e inmediatamente reservé una sala privada. Una vez tuvimos nuestras bebidas delante -no se me pasó por la imaginación que podría sacarle información si primero no le calmaba la sed-, decidí continuar con nuestra charla.
– ¿Dónde están Spicer y Clark? -pregunté.
Él sonrió como un tonto.
– Esa es la cuestión, Weaver. Están muertos. Esta mañana se lo he oído decir a uno de mis chicos. Están en el piso de arriba de la casa de una alcahueta en Covent Garden, con una nota al lado que pone que lo hiciste tú.
Permanecí en silencio unos momentos. Bien podía ser que Greenbill se hubiera inventado aquello, aunque no acertaba a imaginar por qué. La cuestión era cómo lo sabía y por qué quería hablar conmigo.
– Continúa.
– Bueno, dicen que Wild hizo correr que había que encontrar a esos dos, y no hay que ser muy listo para saber quién quería verlos. Así que cuando me he enterado que estaban muertos he pensado pues me voy a su casa y le espero. No por la recompensa; no volveré a intentarlo, te lo prometo. No, sé que te he desempeñado una mala pasada, pero espero que me puedas ayudar.
– ¿Ayudarte en qué?
– A que no me maten. ¿No lo ves, Weaver? La gente que no te gusta o que te ha hecho algo malo desde el juicio se están muriendo. Yo te puse una emboscada, así que supongo que soy el siguiente.
Aquello tenía su lógica.
– ¿Y qué quieres de mí? ¿Que te proteja?
– No, nada de eso, te lo juro. No creo que ninguno podamos aguantar la confabulación del otro. Solo quiero saber qué sabes y ver si eso me puede ayudar a seguir con vida… o si es mejor que me vaya de Londres.
– Parece que ya sabes bastante. ¿Cómo asesinaron a Spicer y Clark?
Él meneó la cabeza.
– No tengo los detalles. Solo sé que los han asesinado y te querían culpar a ti. Nada más. Excepto… -Su mirada se perdió en la distancia.
– Por Dios, Greenbill, esto no es un escenario. No te pongas melodramático conmigo o te saco las tripas.
– No hay que ponerse tan linfático. A ello iba. Al lado de los cuerpos y de las notas encontraron una rosa. No sé si me entiendes.
– Te entiendo. Lo que no entiendo es cómo puedes saber todo eso si tú no los mataste… ni tampoco a Groston ni a Yate.
– Tengo dos lindos oídos con los que enfangarme de las cosas ¿no? Tengo chicos leales que me cuentan lo que creen que tengo que saber.
Sonreí.
– ¿Cómo puedes estar tan seguro de que no he hecho lo que dicen esas notas?
– No tiene sentido. Viniste a buscarme para ver lo que sabía. No creo que lo hayas hecho.
– ¿Y quién crees que ha sido?
Volvió a negar con la cabeza.
– No tengo ni idea. Eso es lo que quería preguntarte.
Escruté su rostro intentando decidir hasta qué punto me estaba diciendo la verdad, pues no creía que estuviera siendo del todo sincero. Sin embargo, no encontré ninguna razón para no seguir.
– No puedo demostrarlo, pero creo que la persona que está detrás de la muerte de Yate, y por tanto de las de los otros, debe de ser Dermis Dogmill. No creo que haya ningún otro hombre que quisiera ver muerto a Yate, provocar todo este lío y culpar a los jacobitas… y por extensión a los tories. Así, quita a Yate de en medio y promueve la elección de su hombre, Hertcomb.
– ¡Ja! -Greenbill dio una palmada-. Sabía que tenía que ser ese bellaco. Iba a por los jefes de las bandas desde el principio. No me extraña que fuera a por Yate. Pero ¿no te parece raro que no me matara a mí primero, por eso de que tengo más poder y esas cosas?
– Yo no sé cómo piensa él. Pero creo que tienes que estar al tanto de sus andanzas. ¿Has oído algo de esto?
– Ni una palabra -me dijo-. Está todo muy callado. No he oído nada, que por eso me sorprende lo que dices. Créeme, me paso mucho tiempo vigilando lo que hace. No puedo decir que me gustara Yate, pero era un estibador como yo, y si Dogmill va por ahí matándonos, quiero saberlo.
– ¿Hay alguna razón por la que pudiera querer librarse de Yate y no de ti?
– Yate era como una cría en bragas. Si casi no se atrevía ni a decirle que no a Dogmill. Yo sí que le planto cara. Cuando tengo que decir no, se lo digo, y él entiende perfectamente lo que quiero decir. Yo soy el que manda en los muelles, Weaver, soy el que se ocupa de los estibadores y le dice a Dogmill «soo» cuando dice que se acabó lo de coger el tabaco que se cae o que no nos podemos parar ni a recuperar el aliento. No entiendo que haya ido a por Yate y no a por mí.
No hubiera sabido decir si las objeciones de Greenbill eran solo un reflejo de su orgullo o si tenía algo valioso que ofrecer.
– ¿No se te ocurre ni una sola razón por la que pudiera estar especialmente furioso con Yate?
Él negó con la cabeza.
– No tiene sentido. Yate siempre cedía, sí. A Dogmill le hubiera gustado tener a todos los estibadores a su mando. Ahora seguro que le preocupa que se vengan todos a trabajar conmigo, y seguro que no le hace ninguna gracia. Además, ¿cómo lo iba a hacer? A Yate lo mataron cuando estaba con mis chicos. Ninguno de los nuestros le vio hacerlo. Nadie vio a Dogmill… y puedes estar seguro de que hubiéramos visto a ese villano en toda su fatuidad.
– Seguro que tiene a alguien que le hace el trabajo sucio.
– Que yo sepa no. Créeme, hemos tenido tratos con él que escocían más que un limón y nunca ha mandado a ningún matón a hacer su trabajo. Él se cree lo bastante hombre para apalear a cualquiera, y si hay que cargarse a alguien, lo hace él.
Me alegré de que mi vida no dependiera de lo que creyera Greenbill. Me costaba creer que Dogmill quisiera arriesgarse a que lo vieran asesinando a nadie, pero era extraño que nunca contratara a ningún matón.
– ¿Y cómo es que tienes a Wild haciendo preguntas por ti y eso? -me preguntó-. He oído que habló en tu favor en el juicio. ¿Es que ahora sois amigos?
– Lo de que somos amigos es una exageración. Wild y yo no somos amigos, pero parece que no le tiene mucho aprecio a Dogmill. Se ofreció a ayudarme a encontrar a Spicer y Clark, pero no volveré a pedirle ayuda.
– Muy listo. No quieres que te entregue a cambio de la recompensa.
– Solo un canalla haría algo así -concedí.
– Una palabra desagradable, pero no te lo discutiré. La pregunta póstuma es qué vas a hacer ahora. ¿Te vas a cargar a Dogmill? -preguntó entusiasmado-. Eso sería una bonita venganza. Si ha hecho lo que dices, cortarle el pescuezo estaría bien.
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