Hice una mueca, pues recordé las numerosas propuestas de matrimonio que había hecho a Miriam.
– Quizá un caballero debe insistir porque las damas suelen ser tímidas.
– Señor Evans, creo que os he tocado la fibra sensible. ¿Acaso hay alguna dama que os ha rechazado en diversas ocasiones? ¿Alguna bella mulata, tal vez, que os rechazó bajo un cocotero?
– Solo estoy defendiendo a los de mi sexo ante esa cruel acusación -dije-. ¿Dónde estaríamos los hombres si no nos defendiéramos entre nosotros?
La música terminó y vi que la señorita Dogmill sonreía ante mi comentario.
– Antes de devolveros a vuestras amistades -me aventuré a decir-, quería preguntaros si me permitiríais visitaros en vuestra casa.
– Seréis bienvenido. Haré lo que pueda por hacer que os sintáis a gusto, pero os recuerdo que también es la casa del señor Dogmill y quizá él no estará tan encantado como yo de recibiros.
– Quizá pueda hacer que cambie su opinión sobre mí.
Ella negó con la cabeza y una especie de pesar ensombreció su rostro.
– No -dijo-, no podréis. Él nunca cambia de opinión. Ni por un momento. La testarudez es su mayor defecto.
Cuando regresamos con el pequeño grupo, vi que el señor Melbury estaba de espaldas a mí, charlando con una mujer a la que no podía ver. No le di importancia pero, cuando me acerqué, Melbury se volvió hacia mí y me puso una mano en el hombro.
– Ah, Evans. Hay una persona que quería presentaros. Esta es mi esposa.
Cuando más tarde pensé en todo aquello, no hubiera sabido decir por qué no se me había ocurrido que Miriam pudiera estar en aquella asamblea. Desde luego, lo lógico era que estuviera allí con su esposo. Pero no se me pasó por la cabeza. Estaba tan acostumbrado a no verla que la idea de un cara a cara me hubiera parecido casi absurda.
Miriam me tendió la mano, pero prácticamente ni me miró a la cara, y desde luego no me reconoció. Es posible que jamás lo hubiera hecho, me habría echado un rápido vistazo y habría olvidado mi cara al momento de no ser porque yo la miré a ella de una forma del todo inapropiada, desafiándola prácticamente a que me mirara a los ojos. ¿Por qué hice aquello? ¿Por qué no dejar que el momento pasara? No sabría decirlo. En parte, sé que lo hice porque quería que me viera. Quería que se enfrentara a aquello en lo que me había convertido. Pero creo que también había razones prácticas. Era mucho mejor que me reconociera en aquel momento, cuando yo estaba allí para ver su reacción. ¿Y si despertaba en mitad de la noche y de pronto se daba cuenta de quién era el hombre que engañaba a su marido? Una vez quedara fuera de mi vista y mi control podía convertirse en una grave amenaza para mi plan.
Así que la miré con intensidad y sin pestañear hasta que ella me devolvió la mirada. No pareció notar nada raro, pero entonces, al cabo de un momento, sus labios vacilaron, se entreabrieron. Empezó a decir algo, pero luego se limitó a esbozar una sonrisa torcida.
– Es un placer conoceros, señor Evans. Mi marido me dice que os manejáis muy bien con los rufianes whigs.
Casi me sonrojé por su alusión a mi pequeño montaje. Sin duda Miriam creía que yo había hecho uso de mis habilidades pugilísticas para rescatar a su marido, aunque debió de parecerle mucha coincidencia. Sin embargo, pensé tranquilizándome, Miriam me había visto en más de una ocasión actuar con rapidez cuando las calles de Londres se volvían peligrosas, y no creí que sospechara sobre la autenticidad del incidente.
– Me limité a invitar a unas desagradables personas a que se fueran -dije.
– ¿Qué…? -Se interrumpió y me miró un momento, como si buscara mi ayuda. Pero supo que esa ayuda no llegaría, así que prosiguió-. ¿Qué os parece Inglaterra?
– Me gusta mucho -le aseguré.
– El señor Evans es una extraña criatura -le dijo su marido con una sonrisa de felicidad-, comerciante de tabaco y tory. -Era la sonrisa cálida y dulzona de un hombre que ama a su esposa. Me hubiera gustado golpearle la cara con un martillo.
– Un comerciante de tabaco tory… -repitió ella-. Jamás lo hubiera adivinado.
Se hizo un incómodo silencio. Yo no sabía qué hacer, así que cometí la mayor torpeza imaginable. Me volví hacia Melbury y pregunté:
– Señor, ¿puedo confiar en vuestros buenos sentimientos y pedir a vuestra esposa que baile conmigo?
Él me miró perplejo, pero no podía negarse a mi petición.
– Por supuesto -dijo-, si ella quiere. Hace un rato no se encontraba muy bien. -Se volvió hacia ella-. ¿Te sientes en condiciones de bailar, Mary?
Imaginaba que Melbury se había inventado aquella mentira para ayudar a Miriam a disculparse, pero yo sabía que ella no le seguiría.
– Estoy bien -dijo, tranquila.
Él puso su sonrisa de político.
– Entonces encantado.
Así que entramos en la sala de baile.
No sé cuánto tiempo estuvimos bailando antes de que alguno de los dos encontrara el valor para hablar. Tampoco sabría decir qué significó aquello para ella, pero para mí fue muy extraño tenerla en mis brazos, olería, escuchar su respiración. Por unos instantes, pude convencerme de que aquello no era algo pasajero, sino la vida real, y que Miriam era mía. De pronto, la propuesta de Elias de que huyera me pareció muy atractiva. Llevaría a Miriam conmigo. Iríamos a las Provincias Unidas, donde mi hermano vivía bien como comerciante. Y entonces Miriam y yo podríamos bailar cada día si quisiéramos.
Pero no pude seguir con aquella idea fantástica mucho rato. No huiría del país. Y sabía perfectamente que Miriam no vendría conmigo.
El dolor de no poder aferrarme a aquella ilusión fue mucho más que momentáneo, así que quizá dije algo que no fue precisamente amable.
– ¿Mary?
Ella no me miró.
– Así es como me llama.
– Supongo que Miriam le suena demasiado hebreo.
– No toleraré que me juzguéis -siseó. Y luego con voz algo más amable, añadió-: ¿Qué hacéis aquí?
– Tratar de restituir mi buen nombre -dije.
– ¿Metiéndoos en la vida de mi marido? ¿Por qué?
– Es complicado. Lo mejor es que no os cuente más.
– ¿No vais a decirme más? -repitió ella-. Sabéis que tendré que contarle todo esto, ¿verdad?
Tuve que hacer un gran esfuerzo para seguir bailando, para hacer como si no hubiera pasado nada.
– No podéis decírselo.
– ¿Acaso tengo elección? Se presenta al Parlamento. Me pareció raro que vuestro nombre empezara a aparecer vinculado al suyo en los periódicos del partido, pero ahora veo que todo era uno de vuestros manejos. Podéis intrigar cuanto queráis, pero si vuestro engaño se descubriera, el escándalo lo arruinaría, y no pienso permitirlo. ¿Cómo se os ocurre implicarlo en ese asunto de mutilar a jueces y asesinar a vendedores de pruebas?
– Al juez le hice lo que se merecía. Y espero que me conozcáis lo bastante para saber que yo no he matado a nadie. Y, por lo que se refiere a mi relación con el partido de vuestro esposo, si creéis que lo he arreglado todo para convertirme en un héroe tory, me atribuís mayor mérito del que merezco. Lo hago porque el juez que me condenó sin razón es un whig de cierta importancia. No he hecho nada para avivar esta fama que me persigue, salvo negarme a permanecer en prisión.
– Eso no ayudará al señor Melbury si se descubre que se ha convertido en amigo de un fugitivo.
– Me importan un comino el señor Melbury y sus escándalos. Si le decís quién soy, ¿sabéis qué pasará? Se verá obligado a entregarme al tribunal. No escapé de Newgate porque el alojamiento no fuera de mi agrado. Escapé porque pretendían colgarme, y si vuelven a cogerme eso es exactamente lo que pasará. Os veo muy preocupada por la reputación del señor Melbury, y en cambio veo que mi vida os preocupa muy poco.
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