– Bueno, dejémonos de tonterías. -Me mantuve muy derecho para dar yo también una imagen de autoridad, aunque la débil sonrisa que vi en los labios del cazador de ladrones me dijo que no lo había logrado-. Me inquieta la relación que puedas tener con mis problemas desde que apareciste en mi juicio.
– ¿Ah, sí? -preguntó. Sus rasgos eran tan afilados y angulosos que parecía que iban a partirse por la presión de su sonrisa-. ¿Te sentirías más tranquilo si hubiera hablado mal de ti, como sin duda esperabas?
– Me hubiera sorprendido menos, desde luego.
– Siento haberte sorprendido, pero pensaba que estarías más agradecido. Dejé a un lado nuestras posibles diferencias para hacerte un favor. Tú y yo estamos acostumbrados a pelearnos por el mismo premio… o peor, a estar enfrentados. Pero en este asunto soy tu mejor amigo.
– No creo ni por un momento que lo hayas hecho por otro motivo que no sea para ayudarte a ti mismo. El señor Mendes me ha informado del poco aprecio que le tienes a Dennis Dogmill, y confías en que yo lo perjudique.
– Cierto. Sospeché de su implicación en cuanto supe que Yate había muerto. Y me ha dicho Mendes que no conoces a la mujer que te pasó las herramientas para robar casas. ¿Es eso cierto?
– Sigo creyendo que fue cosa tuya -dije, aunque no estaba tan seguro como antes.
Él rió.
– Cree lo que quieras. Aunque supongo que te enfurece pensar que tuve algo que ver en tu rescate. Sin embargo, ese pequeño truco no fue cosa mía.
Meneé la cabeza.
– Entonces, ¿qué quieres? ¿Para qué has venido?
– Para ofrecerte mi ayuda, nada más. A fe mía, no soy amigo de los tories, todo el mundo lo sabe, pero ese Dogmill y su perro faldero, Hertcomb, son un inconveniente para mi negocio. Apoyaría al mismísimo cardenal Wolsey si se opusiera a Hertcomb y convirtiera a Dogmill en su enemigo. Estaba convencido de que esta competición sería coser y cantar para esos villanos, pero entonces apareciste tú y ahora todo es mucho más interesante. Mientras sigas cargándote rufianes por la ciudad y tratando de descubrir la verdad, mejor para mí. Por eso estoy contento de poder ayudarte. Escupí una amarga risa.
– Si fracaso, ahí te pudras. Y si tengo éxito, según tú estaré en deuda contigo.
Wild ladeó un poco la cabeza y asintió discretamente.
– Siempre has sido un hombre razonable, Weaver. No me cabe duda de que un favor ahora podría dar su fruto en el futuro. Así que he venido para saber qué puedo hacer por ti. ¿Dinero, quizá?
Fruncí el ceño con desprecio. No pensaba aceptar que Wild me ofreciera dinero como un tío generoso.
– No necesito tu dinero.
– Pues se gasta como el de cualquier otro, te lo aseguro. Aunque parece que tu sistema para atracar jueces te va muy bien. Sin embargo, debo decir que Rowley siempre ha sido un hombre muy dócil. Lamento que le hayas obligado a retirarse.
– Yo también lo tuve siempre por un hombre de fiar. ¿Por qué me atacó de esa forma?
– Estamos en época de elecciones -dijo muy complaciente-. Ya había peligro cuando las elecciones se celebraban cada tres años. Ahora que tienen lugar cada siete, el premio es mucho más valioso y todos llegarán mucho más lejos para apoyar a su partido, o sus intereses. Rowley solo hizo lo que Dogmill le pidió. Nada más.
– No sé.
Wild se volvió hacia Mendes.
– Me parece que nuestro amigo se ha trastocado por sus encuentros con los hombres de la South Sea y ahora siempre ve segundas intenciones en todo. Nunca limpiarás tu nombre si andas buscando intrigas y tramas ocultas. La respuesta está en la superficie, créeme. Solo se trata de la codicia de Dogmill.
– ¿Y qué puedo hacer? Dogmill tiene influencia sobre todos los jueces de Westminster.
– No lo sé -respondió él con una sonrisa maliciosa-. ¿Qué estás haciendo ahora? -Al ver que no contestaba, añadió-: Aparte de matar a tipos como Groston, claro.
Me agité nervioso en mi asiento.
– Por eso quería ver a Mendes. Yo no maté a Groston.
– Nunca le has puesto las manos encima, por supuesto.
– Le di su merecido, nada más. Pero estoy seguro de que la persona que está detrás de su muerte irá a por los otros dos que testificaron en mi contra en el juicio.
Él asintió.
– Mendes los encontrará sin problemas. ¿Quieres hablar con ellos cuando los encontremos?
Asentí.
– Sí. No dejaré que maten a esos dos para que mis enemigos puedan cargarme más muertos. Y siempre cabe la posibilidad de que tengan alguna información útil.
– Entonces los buscaremos enseguida -me aseguró Wild, y quedamos de acuerdo sobre la forma en que podrían localizarme-. ¿Podemos ayudarte en alguna otra cosa?
Me arrepentía de haber confiado tantas cosas a aquellos dos hombres, pero corrían tiempos difíciles, ya me ocuparía de eso más adelante.
– No -dije-. Con eso será suficiente.
Tal como Elias había prometido, en la London Gazette y otros periódicos importantes apareció la supuesta llegada de Matthew Evans, así que, mientras los periódicos de los whigs acusaban a Benjamin Weaver de asesino y los de los tories lo convertían en una víctima, el comerciante de tabaco tory hacía su debut triunfal. Mientras algún villano asesinaba en mi nombre, yo seguía siendo un fugitivo, y casi me pareció una frivolidad tener que cumplir con las obligaciones que me imponía aquella payasada.
Sin embargo, era el camino que había elegido y no tenía más remedio que seguir adelante. Aquella noche llegué a la asamblea de Hampstead puntualmente a las diez. Era un poco pronto, pero pensé que sería lo mejor.
La sala era deslumbrante, un enorme salón abovedado lleno de arañas doradas centelleantes, mobiliario rojo y llamativo, mesas llenas de comida y un reluciente suelo de baldosas blancas. En el lugar había ya la suficiente gente para que mi presencia no llamara la atención. Cerca de un extremo, los músicos tocaban y los asistentes bailaban alegremente. Una multitud de personas se había congregado en torno a la mesa del bufet, donde se había dispuesto con gran esmero un pastel de pasas, rodajas de pera, camarones con ciruelas pasas y otros bocados exquisitos. Alrededor de otra mesa, los hombres se arracimaban para servirse ponche para ellos y sus damas. En el otro extremo de la sala estaba la entrada a la sala de cartas, donde se solazaban las mujeres de edad que harían de carabina mientras sus hijas o sus pupilos hacían travesuras. Los hombres de edad no necesitaban enclaustrarse, pues ellos ponían tanto empeño en buscar a alguien con quien casarse como los jóvenes, o al menos lo fingían.
Yo ya había dado dos vueltas a la sala cuando oí que alguien me llamaba… por mi falso nombre. No contesté hasta la segunda o tercera vez, pues aún no estaba acostumbrado a que me llamaran así, y me sorprendió. Después de todo, ¿quién me conocía en mi nueva faceta? Cuando me volví, vi que era Griffin Melbury, acompañado por un pequeño grupo de personas.
– Ah, señor Evans -dijo Melbury cogiendo mi mano con gesto cordial. Seguía manifestando esa reserva patricia que noté en nuestro encuentro anterior, pero me pareció que me había ganado su confianza con mi pequeño ardid. Le devolví el saludo y me obligué a ponerme una máscara de placer.
Y tuve que obligarme, ciertamente. El contacto con su mano fría y húmeda me produjo repugnancia. Ahí tenía la mano que tocaba a Miriam… que la tocaba como solo un marido podía hacerlo. Por un momento, pensé en estrujarle la carne, en golpearle, pero sabía que aquel impulso era irracional y muy poco político. Así que seguí sonriendo, aunque la falsedad de mi gesto hizo que sintiera mi piel tensa y pastosa.
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