– Seguramente demasiado fuerte para los tories. Después de todo, son un partido político, no la clase de hombres que se implicarían en este tipo de fechorías.
Sí, ya sabía por dónde iba.
– ¿Los jacobitas?
– Shhh -me interrumpió-. No digas esa palabra tan fuerte en mi presencia. Soy escocés, no lo olvides, un blanco fácil para las acusaciones. Pero sí, creo que ellos podrían estar detrás de todo esto. De vez en cuando puede que los whigs y los tories armen un poco de escándalo y provoquen algún que otro disturbio, incluso puede que las cosas se pongan feas cuando se enfadan entre ellos, pero un asesinato a sangre fría no es propio de ellos, ni siquiera en tiempo de elecciones. Sin embargo, algunos de esos jacobitas que maquinan son más atrevidos. Si creen que logrando que los whigs pierdan un escaño en Westminster animarán a los franceses a patrocinar una invasión, puedes estar seguro de que no faltará quien esté dispuesto a destrozar la cara de cien Grostons para no desaprovechar la ocasión.
– Pero ¿por qué implicarme a mí? Los jacobitas no son amigos de los judíos. ¿No te parece un poco raro? Los whigs siempre han sido criticados por su excesiva tolerancia hacia los judíos y los inconformistas, y los tories siempre se quejan por el poder que se da a los judíos y a los disidentes.
– Creo que se trata simplemente de oportunismo. Piers Rowley, un whig, se aseguró de que te condenaran injustamente, y tú lo desafiaste al escapar. Nadie hubiera podido predecir algo así, pero te guste o no, te has convertido en un símbolo antiwhig. Y ya sabes cómo son estos ingleses. Pueden odiar a muerte a los judíos y un momento después decidir que son sus amigos y quedarse tan tranquilos.
– Malditas maquinaciones -musité-. Primero la rosa blanca que Groston me dio, y hay más. -Le hablé a Elias de mi encuentro con Greenbill y los suyos, y de que uno de sus secuaces me había dicho que Johnson era un conocido jacobita.
– Parece -dijo Elias pensativo- que alguien quería insinuar una alianza entre los jacobitas y tú antes incluso de que tu juicio se convirtiera en una causa política. ¿Quién podría querer algo así? Los jacobitas no, desde luego.
– No -dije-. Mi enemigo debe de ser alguien que me odie a mí tanto como a los jacobitas.
– Volvemos de nuevo a Dennis Dogmill -comentó-.Y de nuevo ignoramos por qué quiere perjudicarte, o quién puede ser la mujer que te ayudó a escapar. Seguimos teniendo demasiados interrogantes y muy pocas respuestas, Weaver.
– A mí esto me gusta tan poco como a ti. No sé qué debo hacer.
Él se encogió de hombros.
– Rezar para que no maten a nadie más en tu nombre.
– Lo harán. Y sé muy bien a quién.
Él abrió los ojos desmesuradamente.
– ¿A los que testificaron en tu contra en el juicio?
Asentí.
– Pero ¿por qué? ¿Qué daño pueden hacer?
– No lo sé, pero pueden asesinarlos sin molestar a nadie de importancia y achacarme sus muertes fácilmente.
– Weaver, creo que te enfrentas a algo demasiado importante. Esto es mucho más grave que la muerte de un simple trabajador. Presiento que se está fraguando un ataque a nuestra nación. Los jacobitas están reuniendo sus fuerzas, y te están utilizando para ocultarse. Debes ir al ministerio y contarlo todo. Ellos te protegerán.
– ¿Estás loco? Ha sido el partido del gobierno el que me ha condenado y ha provocado esta situación. Por lo que sé, es el gobierno el que quería vincularme con los jacobitas. E incluso si no hay ningún whig importante detrás de todo esto, ¿cómo puedo estar seguro de que no me culparán a mí de la conspiración? Sabes muy bien que podrían colgarme tranquilamente en Tyburn sin molestarse en averiguar quién es el verdadero culpable, que en vez de intentar que se haga justicia podrían limitarse a sacar partido de mi infortunio.
– Sí, sí. Tienes razón. Podrían ahorcarte para poder señalarte y decir: «Ahí tenéis a un intrigante jacobita. Hemos demostrado que la amenaza es real». Entonces, ¿qué vas a hacer?
– Encontrar a los testigos primero y estar allí cuando el asesino vaya a por ellos.
Detestaba tener que visitar nuevamente a Mendes, pero en aquellas circunstancias no tenía elección y, puesto que ahora había otras vidas en juego, me pareció impropio andarme con ceremonias. Así que le escribí, pidiendo que me recibiera en su casa aquella noche y que mandara una nota con la confirmación al café que habíamos acordado previamente. Cuando fui a recoger mis mensajes, vi que Mendes había contestado. No le parecía seguro que nos reuniéramos en su casa, y proponía que reservara una habitación en la parte de atrás de la taberna que yo eligiera y le indicara la hora y el lugar. Me ocupé de ello inmediatamente y le mandé la información, aunque estaba algo inquieto, pues no entendía por qué no eran seguros sus alojamientos. ¿Había descubierto alguien nuestros encuentros anteriores? ¿Algún enemigo mío tenía a Mendes bajo vigilancia?
Tendría que esperar para saberlo. Cuando se acercaba la hora, me despojé de mi atuendo de Matthew Evans y salí al callejón por la ventana. Hubiera sido mucho más fácil y más seguro ir hasta allí ataviado como un caballero, sobre todo porque en los periódicos se comentaba que Weaver había sido visto en algunos de los lugares más peligrosos de la ciudad. Pero, aunque Mendes había demostrado ser un aliado valioso, jamás se me hubiera ocurrido confiarle todos mis secretos.
Di gracias por haber sido cauto, pues no tardé en descubrir que quizá había confiado en Mendes más de lo debido. Cuando entré en la habitación que había reservado, lo encontré esperándome, pero no estaba solo.
Jonathan Wild estaba con él.
Hasta el día en que encontró su destino en el otro extremo de la soga de un verdugo, no creo que Wild hubiera estado nunca tan cerca de la muerte como en aquel momento… incluido el famoso incidente en que Moretón Blake le apuñaló en el cuello. En un visto y no visto, cerré la puerta de una patada y saqué una pistola del bolsillo. A punto estuve de descargarla contra su cabeza.
Pero me contuve. Creo que fue por la actitud de Wild. Una de dos: o no había venido para hacerme daño o estaba tan bien preparado que no tenía nada que temer. Fuera como fuese, no deseaba añadir otra acusación de asesinato a mis problemas, y es por ello que vacilé.
– Aparta eso -me dijo, y bebió de su jarra de cerveza-. Si quisiera que te atraparan, ya estarías preso. Pero lo cierto es que me eres mucho más útil libre que encadenado. Y estás tristemente equivocado si crees que ciento cincuenta libras son suficientes para hacerme cambiar de opinión.
Bajé la pistola y me acerqué a la mesa. Mendes ya me había servido una cerveza.
– No tienes nada que temer -me dijo.
– Entonces, ¿por qué no me dijiste que vendría contigo? -le pregunté, sin querer sentarme todavía.
Mendes permaneció impasible. Ahora que Wild estaba allí, ya no era el mismo, era el títere del cazador de ladrones. No conseguiría nada de él.
– No te lo dijo -me dijo Wild- porque no hubieras venido. Evidentemente, tenía razón, pero a mi entender eso no disculpaba el engaño. Y aun así, solo podía culparme a mí mismo. Por mucho que quisiera confiar en Mendes, seguía siendo el hombre de Wild, y no debía sorprenderme si traía a su amo a la reunión. Lo único que quedaba por saber era por qué.
Wild se comportaba de una forma tan tranquila que cualquier hombre que se mostrara nervioso en su presencia debía de sentirse lastimoso. Este gran ladrón tenía la extraña capacidad de hacer que todo el mundo creyera en su corrupta autoridad y descubrí que, aun sabiendo quién era, yo mismo acabaría confiando en él si no iba con cuidado. Así que tensé cada músculo de mi cuerpo, decidido a resistirme a sus encantos.
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