Llevaba un vestido azul claro que le sentaba de maravilla, y un corpiño muy seductor. Sus cabellos oscuros sobresalían hermosamente bajo un sombrero de ala ancha. Parecía la dama más elegante del reino, y me complació que me cogiera del brazo y me permitiera entrar con ella en el teatro.
– Es un placer volver a veros, señorita Dogmill.
– Me complace ser motivo de placer -me dijo ella.
Me di cuenta de que el señor Hertcomb, que charlaba amigablemente con algunos hombres, lanzaba miradas furtivas en nuestra dirección. De nuevo, no podía adivinar qué quería aquel hombre de mí, pero, a pesar de sus palabras amables, estaba decidido a no bajar la guardia. Y si su deseo era cortejar a la señorita Dogmill, le resultaría muy difícil competir con el señor Evans.
Me instalé cómodamente en mi papel, aunque en verdad estaba ante un dilema. Cuando entré en el teatro vestido con un buen traje y una peluca a la moda, del brazo de una joven y bellísima dama, no hubiera podido sentirme más encantado. Era Matthew Evans, próspero soltero, supuestamente a la búsqueda de una esposa. Me había convertido en objeto de cotilleos entre las damas solteras del beau monde. Mientras subíamos hacia nuestro palco, oí a otros asistentes murmurar mi nombre. «Es el señor Evans, el comerciante de Jamaica del que te hablé -oí que decía una joven-. Parece que Grace Dogmill lo tiene bien cogido.»
Y sin embargo, a pesar de estos placeres, no podía dejar de recordar que estaba viviendo una farsa. De haber sabido la señorita Dogmill quién era yo, habría huido horrorizada. Yo era un judío que vivía de sus puños, un fugitivo buscado por asesinato, y mi propósito era destruir a su hermano. Sería cruel, monstruosamente cruel, permitir que llegara a sentir afecto por el personaje que había adoptado por necesidad. Era plenamente consciente de ello. Sin embargo, estaba tan encandilado por mi posición en aquel mundo que siempre se me había negado, que no estaba dispuesto a escuchar la molesta voz de la moral.
¿Sería aquella la sensación que había seducido a Miriam? Quizá no fueron Melbury y sus encantos, sino Londres, el Londres cristiano. Si hubiera podido convertirme en Matthew Evans, con su dinero y su posición y libertad para moverse en sociedad, ¿lo habría hecho? No lo sé.
Cada uno ocupó su asiento en el palco, y yo eché una ojeada al escenario, donde ya había empezado la representación, Cato, de Addison. Ciertamente, una buena elección para el período de elecciones, pues la obra elogiaba a los grandes hombres de Estado que abrazaban el civismo frente a la corrupción. Sin duda el director del teatro esperaba atraer a mucha gente con esa obra, y así había sido, pero era muy explosiva y podía encender fácilmente las pasiones del público… que es exactamente lo que pasó.
No llevaríamos sentados ni diez minutos cuando el señor Barton Booth, en el papel de Cato, se puso a pronunciar un acalorado discurso sobre la corrupción en el Senado. En el patio de butacas alguien gritó:
– ¿Corrupción en el Senado? No nos habíamos dado cuenta.
Esto hizo reír escandalosamente al público y, mientras el intrépido actor seguía con su texto, otro hombre gritó:
– ¡Melbury es nuestro Cato! ¡Es el único que tiene un poco de virtud!
En este punto yo miré al señor Melbury, que estaba en un palco, frente a nosotros, y se levantó e hizo una reverencia ante el público.
En el escenario, los actores se interrumpieron momentáneamente, esperando a que el público volviera una pequeña parte de su atención a ellos. Tendrían que esperar un buen rato.
– Maldito sea Melbury -exclamó otro-. ¡Malditos sean los tories, papistas, jacobitas!
A todo esto, Hertcomb empezó a ponerse del color de un queso viejo, y agachó la cabeza sobre el pecho. Lo último que quería era que una multitud encendida de tories lo reconociera. No puedo decir que se lo reproche. Cuando vi que las piezas de fruta empezaban a volar, cogí a la señorita Dogmill del brazo.
– ¡Creo que es hora de que os lleve a un lugar menos peligroso!
Ella rió amablemente a mi oído.
– Oh, quizá el señor Hertcomb tiene razón al querer pasar desapercibido, pero nosotros no tenemos de qué preocuparnos. En las Indias Occidentales quizá el público no sea tan ruidoso, señor Evans, pero aquí es algo habitual.
Ahora había grupos de espectadores que peleaban. La mitad maldecía al señor Melbury, y la otra mitad al señor Hertcomb. El famoso autor de comedia de Drury Lane, el señor Colley Cibber, salió al escenario con la esperanza de aplacar los ánimos, pero sus esfuerzos fueron recibidos con una lluvia de manzanas. El partido de Hertcomb llevaba las de perder, y sus voces empezaban a apagarse entre los partidarios de Melbury.
Entonces oí algo que me llegó al alma.
– Dios bendiga a Griffin Melbury -gritó un hombre-, y Dios bendiga a Benjamin Weaver.
Parece que los elogios que Johnson había colocado en los periódicos tories sobre mí habían hecho efecto. Al poco, el grito, que acabó prácticamente con los partidarios de Hertcomb, era «¡Melbury y Weaver!», una y otra vez, como si nos presentáramos juntos a los Comunes. Melbury seguía en pie, saludando a la multitud, disfrutando anticipadamente de la victoria, mientras Hertcomb trataba de esconder el rostro entre las manos. Ahora los gritos iban acompañados con golpes de los pies, y el edificio entero temblaba al ritmo de aquel alboroto.
– ¿Estáis segura de que no hay motivo de alarma? -le pregunté a la señorita Dogmill. He estado entre públicos tumultuosos muchas veces, y sabía cuándo una multitud empieza a volverse peligrosa. Melbury había dejado de saludar y trataba de aplacar a la chusma, pero ya no le interesaba. Por los aires volaban frutas, periódicos, zapatos y sombreros, como chispas en un espectáculo de fuegos artificiales. El alboroto estaba en su momento álgido.
– No -dijo la señorita Dogmill, aunque ahora la voz le temblaba-. No estoy segura. Ciertamente, empiezo a temer por la seguridad del señor Hertcomb, y puede que incluso por la mía propia.
– Entonces vamos -dije.
El resto de nuestros compañeros estuvieron de acuerdo, y abandonamos el lugar de forma precipitada, aunque ordenada, junto con la mayoría de los ocupantes de los otros palcos. Si los bellacos del patio de butacas querían destrozar el teatro, allá ellos. Hubo muchos comentarios sobre la insumisión de las clases bajas, sentimiento con el que Hertcomb se mostró totalmente de acuerdo asintiendo con la cabeza, aunque con la cara oculta en un pañuelo.
Puesto que nuestros planes para la velada habían quedado interrumpidos de forma prematura, se discutió adónde ir a continuación. La noche era inusualmente cálida para la época, así que todos estuvimos de acuerdo en cenar al aire libre en un jardín en Saint James. Fuimos hasta allí y disfrutamos de un buen plato de ternera y ponche caliente rodeados de antorchas.
Hertcomb llevó su infortunio con una habilidad que hubiera impresionado a los actores de Drury Lane. Aunque miraba en dirección a la señorita Dogmill al menos dos o tres veces cada minuto, se consoló con una de sus acompañantes, una criatura vivaracha con el pelo de color marrón y nariz larga y delgada. No era la joven más bella de la ciudad, pero desde luego era amable, y vi que Hertcomb encontraba en ella más cosas que le gustaban con cada vaso de ponche que tomaba. Cuando le puso el brazo alrededor de la cintura y gritó que la querida Henrietta (aunque se llamaba Harriet) era su verdadero amor y la mejor joven del reino, dejé de preocuparme por sus sentimientos.
Conforme Hertcomb caía en un delicioso y seguro estupor, me permití relajarme y disfrutar yo también. Mientras charlábamos, descubrí que la conversación de la señorita Dogmill era agradable, si bien poco destacable. Ninguno de ellos tenía el menor interés por conocer mi vida, salvo algunos pequeños detalles; me complació mucho tener que decir tan pocas mentiras en el transcurso de la velada. En lugar de eso, arropado por la calidez de la comida y la bebida, las antorchas del jardín y la proximidad del cuerpo de la señorita Dogmill, casi me convencí de que aquella era mi vida, de que era Matthew Evans y nadie me desenmascararía en el futuro. Ahora sé que fui excesivamente optimista, pues iban a desenmascararme muy pronto.
Читать дальше