David Liss - La Conjura

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Una vez más, el aclamado autor David Liss combina su conocimiento de la historia con la intriga, atractivas caracterizaciones y un cautivador sentido de la ironía, que le permite sumergir al lector en una vivida recreación del Londres de la época y componer un colorido tapiz de las intrigas políticas, los contrastes sociales y la picaresca reinante.
«Los lectores de El mercader de café, y los amantes de la novela histórica y de intriga disfrutarán con la fascinante ambientación, los irónicos diálogos y la picaresca de un héroe inolvidable.»
Benjamin Weaver, judío de extracción humilde, ex boxeador y cazarrecompensas, es acusado injustamente de haber cometido un asesinato, y que se convertirá en un improvisado detective con imaginativos recursos. Conforme avance en su investigación, comenzará a emerger el turbio mundo portuario, la corrupción política y la sed de poder.

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Cuando bajamos del carruaje en Covent Garden, me llevé a Hertcomb a un aparte.

– Vos y yo estábamos en buenos términos -dije-. ¿He hecho algo para cambiar eso, señor?

Él me miró fijamente, con una cara menos inexpresiva que de costumbre.

– No estoy obligado a ser amigo de todo el mundo.

– Ni lo espero. Pero, puesto que en el pasado habéis sido mi amigo, me gustaría saber por qué ya no lo sois.

– ¿No es evidente? Tengo cierta predilección por la señorita Dogmill y a vos no os importa tratar de arrebatarme su afecto.

– No puedo discutir cuando se trata de asuntos del corazón, pero creo que mi afecto por la señorita Dogmill quedó de manifiesto ayer noche y, si bien es posible que no os gustara, no por ello os mostrasteis menos afable conmigo.

– Lo he pensado mejor, y he llegado a la conclusión de que no me gusta… ni vos tampoco, Evans.

– Si os creyera, respetaría vuestras palabras. Pero creo que ocultáis algo, señor. Sabéis que podéis confiar en mí.

Él se mordió el labio y apartó la mirada.

– Es Dogmill -dijo por fin-. Me ha ordenado que no sea tan amable con vos. Lo siento, pero el asunto ya no está en mis manos. Me han ordenado que no estemos en buenos términos, siempre que sea posible. Así que si colaboráis conmigo, será mucho más sencillo.

– ¡Colaborar! -dije casi gritando-. ¿Pedís mi ayuda para cultivar mi enemistad? Pues no la tendréis, señor. Creo que ya sería hora de que aprendierais que porque el señor Dogmill diga una cosa no significa que tengáis que hacerla.

En este punto sus ojos parecieron enrojecer, inundados de sangre como en la primera plaga en el antiguo Egipto.

– ¡Me golpeó! -susurró.

– ¿Cómo?

– Me golpeó en la cara. Me abofeteó como si fuera un niño malo y me dijo que me daría más de lo mismo si no recordaba que nuestro objetivo es conseguir un escaño en la Cámara de los Comunes, y que eso no se consigue siendo amable con el enemigo.

– No debéis permitir que os utilice de esa forma.

– ¿Acaso tengo elección? No puedo desafiarle. No puedo devolverle el golpe. Tendré que aguantar sus malos tratos hasta que gane las elecciones, y entonces haré lo que pueda por liberarme de sus garras.

Yo asentí.

– Os comprendo. Dejad que se salga con la suya en esto, pero no debemos permitir que sus opiniones nos controlen. Podéis decirle que fuisteis muy desagradable conmigo y yo con vos, y él no tiene por qué pensar otra cosa. Y si nos encontráramos en compañía del señor Dogmill, podéis serlo tanto como os plazca, os prometo que no os lo tendré en cuenta.

Por un momento pensé que Hertcomb me iba a abrazar. Pero en vez de eso esbozó una sonrisa amplia e inocente como la de un bebé, me cogió la mano y la estrechó cordialmente.

– Sois un verdadero amigo, señor Evans, un verdadero amigo. Después de estas elecciones, cuando corte mi relación con Dogmill, os demostraré qué significa caerle en gracia a Albert Hertcomb.

Aquella manifestación de aprecio me conmovió, aunque no fuera un verdadero amigo. No hubiera dudado en destruirlo si hubiera beneficiado a mi causa y, aunque yo no veía el mundo con los ojos de Dogmill, en determinadas circunstancias también hubiera podido golpear a Hertcomb en la cara.

La campaña para conseguir votos resultó ser un ritual extraño y curioso. La señorita Dogmill tenía un pedazo de papel en el que llevaba escritos los nombres de sus votantes. Había indicaciones sobre sus inclinaciones políticas, cuando el señor Dogmill las conocía, pero en la mayoría de los casos no era así. Me pregunté por qué una dama tan hermosa era enviada a una parte de la ciudad tan desagradable a difundir su mensaje, pero no tardé en descubrir la razón. En primer lugar, visitamos la tienda de un tal señor Blacksmith, un boticario. Tendría cincuenta y tantos, quizá, y los años no le sentaban tan bien como seguramente habría querido. Cuando entramos en su tienda, pensé que no habría visto una criatura tan hermosa como la señorita Dogmill en toda su vida.

– Señor -dijo enseguida Hertcomb-, ¿habéis votado ya en la elección general?

– No -dijo el otro-, nadie ha pasado por aquí todavía.

– Pues nosotros pasamos ahora -dijo el whig-. Soy Albert Hertcomb.

El boticario se pasó la lengua por las encías, haciendo que su cara pasara de ciruela a pasa.

– Pues a ese no lo conozco. ¿Con cuálos va usted?

La señorita Dogmill sonrió con dulzura e hizo una reverencia para mostrar los colores de su vestido.

– El señor Hertcomb es el candidato azul y naranja -dijo.

El boticario le devolvió la sonrisa tímidamente.

– Azul y naranja, ¿eh? Bueno, son unos colores bonitos. ¿Qué van a ofrecerme a cambio del voto?

– Bueno, justicia y libertad -dijo el señor Hertcomb-. Libertad de la tiranía.

– De eso tengo toda la que puedo esperar, que no es mucha, así que prueben sus señores con otra cosa.

– Medio chelín -propuso la señorita Dogmill.

El boticario se rascó los finos pelillos de su calva mientras meditaba la oferta.

– ¿Y cómo sé que los otros no me van a ofrecer más?

– No lo sabéis, pero también es posible que no os ofrezcan nada -dijo la señorita Dogmill dulcemente-. Vamos, señor. Si votáis por el señor Hertcomb, yo misma puedo acompañaros hasta el centro electoral. Esperaré a vuestro lado y yo misma os pondré el dinero en la mano. -Dio un paso hacia el hombre y lo cogió del brazo-. ¿No deseáis acompañarme?

Una gran marea escarlata subió desde el cuello del boticario y se extendió por su rostro y su cráneo.

– ¡Gilbert! -exclamó a voz en cuello. Un niño de unos diez u once años salió de la trastienda-. Me voy a ejercer mis libertades de inglés -explicó el viejo-. Vigila la tienda hasta que yo vuelva. Y que sepas que me conozco todo lo que tengo. Si descubro que me falta algo; te voy a dar de palos. -Y aquí miró a la señorita Dogmill-. Estoy listo para que me llevéis, querida mía.

Era evidente que poco lograríamos en la campaña sin la señorita Dogmill, así que el señor Hertcomb y yo acompañamos a la feliz pareja a la gran plaza donde se habían instalado las urnas y esperamos juntos en la fila de los votantes. La señorita Dogmill llevó al viejo hasta el encargado de las listas, que controlaba el acceso a las cabinas electorales y decidía en qué orden había que votar. Aunque supuestamente aquellos hombres eran incorruptibles, en menos de dos minutos la señorita Dogmill le había convencido para que incluyera al viejo en la siguiente lista. Entretanto, estuvo charlando amablemente con el boticario como si no hubiera en el mundo cosa más natural que hablar con semejante individuo. Hertcomb estaba algo incómodo y, aunque evitó mirarme en todo momento, también parecía querer conversación. Sin embargo, mis esfuerzos por hablar sobre algo neutral fracasaron.

Finalmente, el boticario se acercó a la cabina. La señorita Dogmill lo acompañó y esperó fuera, donde acudimos nosotros también, a fin de poder escuchar qué sucedía en el interior. No había mejor forma de asegurarnos de que el chelín no se perdería en vano.

El hombre que había en el centro electoral le preguntó al boticario su nombre y lugar de residencia y entonces, cuando verificó los datos con las listas de los votantes, le preguntó por qué candidato quería votar.

El viejo echó un vistazo fuera, al vestido de la señorita Dogmill.

– Voto al azul y naranja -dijo.

El funcionario electoral asintió con gesto impasible.

– ¿Da su voto al señor Hertcomb?

– Doy mi voto al señor Coxcomb si es azul y naranja. Esa señorita tan bonita de ahí me pagará una buena moneda por hacerlo.

– Entonces, Hertcomb -dijo el oficial, y despachó al boticario con un gesto de la mano para que los engranajes de la libertad británica pudieran seguir girando.

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