Jeanne Kalogridis - En el tiempo de las Hogueras

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En el tiempo de las Hogueras: краткое содержание, описание и аннотация

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Carcasona, 1357. En los tiempos del papa Inocencio VI, en el sur de Francia, reina la peste y la Inquisición. La abadesa Marie Françoise va a ser juzgada bajo los cargos de herejía y brujería por haber realizado sanaciones mágicas y haber atentado contra el Papa. Para unos santa y para otros bruja.
El monje escriba Michel es el encargado de obtener su confesión antes de que sea condenada a la hoguera. Sin embargo, a medida que la abadesa avanza en su relato, Michel se va sumergiendo en un mundo mágico donde se enfrenta al bien y al mal, y en su corazón irá creciendo la imagen de una mujer santa, valiente y noble.

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No entendía por qué mi Enemigo me había traído aquí en lugar de llevarme directamente a una mazmorra. No cabía duda de que él (y la Diosa) tenían algo en mente.

Tras cinco años en el trono, a la edad de setenta y cinco, la barba de Inocencio aún conservaba una sorprendente cantidad de negro. En lugar de la gloriosa corona papal, se tocaba con un gorro de terciopelo púrpura que le cubría las orejas, pero su manto era de un pesado brocado escarlata, bordado con tanto hilo de oro que destellaba al menor movimiento.

No cabía duda de que en otros tiempos había sido un hombre robusto, de espalda y pecho anchos, pero ahora tenía la espalda encorvada, y el pecho y el estómago hundidos. Su piel poseía un tono amarillo enfermizo, y los labios eran pálidos, pero aún conservaba casi todos los dientes. Su nariz descendía en una línea recta y afilada que terminaba en una V, como la punta de una flecha.

– Santidad -dijo mi Enemigo al tiempo que se acercaba a él. Hizo una genuflexión y besó el anillo de Inocencio con tal rapidez que no dobló la rodilla, ni sus labios tocaron otra cosa que el aire.

– Domenico -dijo el anciano, irritado-. ¿No ves que estoy en mitad de…?

En lugar de terminar la frase, levantó la mano, surcada de venas azules, del apoyabrazos del trono y la volvió para señalar con el índice a un joven escriba que le leía de un pergamino.

– Os ruego me disculpéis, santidad -dijo el Enemigo-. Pero tengo una peligrosa prisionera con la que hemos de proceder rápidamente…

– ¡Aja! -replicó Inocencio-. ¿Así que has traído el peligro a mis aposentos privados? Muy amable por tu parte. -Me miró con ojos empañados por la edad, y una comisura de su boca se curvó ante la idea de que una mujer tan menuda representara tanta amenaza-. ¿Quién es?

– La abadesa del convento franciscano de Carcasona, la madre Marie Françoise -dijo el Enemigo. Los guardias que me escoltaban no reaccionaron ante esta información, como si fuera lo más natural del mundo que un eminente cardenal reconociera a una humilde monja procedente de una ciudad lejana.

– Ah. -La expresión del Papa se concentró. Su mente seguía lúcida después de tantos años. Como Etienne Aubert, antes que Papa, había sido profesor de leyes en Tolosa-. Esta es la abadesa de Carcasona que curó al leproso, ¿verdad? Mucha gente cree que es una santa, Domenico. La opinión de la diócesis de Tolosa es que se trata de milagros inspirados por Dios. ¿Existe algún motivo para pensar lo contrario?

– En efecto -contestó mi Enemigo-. Ha vuelto a curar, pero esta vez a un malhechor enviado al cadalso, miembro de otro de esos cultos nacidos de la herejía gnóstica. Le habría ahorrado una muerte justa si no se lo hubiéramos impedido.

– Pero hasta Cristo curó pecadores… -repuso Inocencio con indulgencia, pero su boca se cerró de repente, sus dientes castañetearon y su cabeza se ladeó extrañamente hacia el cardenal, como manipulada por un titiritero inexperto.

Una vez más, los guardias no dieron muestras de que se tratara de un acontecimiento extraordinario.

Y el cardenal, con un brillo de triunfo en los ojos clavados en mí, los labios curvados en una mueca de satisfacción, dijo al Santo Padre:

– Dictaréis ahora mismo a este escriba una orden dispensando del número normal de testigos exigidos para formular cargos y proceder a un arresto; una orden que también dispense de los requisitos necesarios para sentenciar a muerte a un hereje. Madre Marie Françoise, este es el nombre del criminal.

Inocencio obedeció y su escriba tomó nota, mientras los guardias esperaban, y todos se comportaban como si no estuviera ocurriendo nada extraño, algo de índole mágica.

Mi Enemigo, que seguía mirándome, mostró los dientes y al fin comprendí por qué había expuesto al Papa a mi presencia, en teoría peligrosa: arrogancia cruel. Estaba orgulloso del control que ejercía sobre Inocencio y sus secuaces. Se refocilaba en el miedo que yo debía sentir al contemplar tanto control. No quería otra cosa que verme sufrir y saber que era él quien infligía el sufrimiento.

Tal vez pensaba que mi docilidad temporal se debía a su energía, no a mi devoción a la voluntad de la Diosa. Tal vez se refocilaba también porque creía que había ganado, que yo estaba en desventaja sin mi Amado. Que yo era la Diosa sin su consorte, la dama sin su señor, como mi Enemigo se había convertido, por propia elección, en un señor separado de su dama, Ana Magdalena. Porque había nacido en Italia de madre italiana y padre francés, y se llamaba Domenico Chrétien.

Ay, pero no comprendía el sacrificio que Noni había hecho por mí. Solo comprendía el miedo, pero no el amor, y por tanto ignoraba mi suprema iniciación.

Se volvió por fin hacia el Papa para ver cómo cumplía sus deseos, y de repente me encontré libre en el seno de la Diosa, libre para moverme y cumplir su voluntad.

Una vez más, mi corazón lamentó que no me dirigiera al lado de mi Amado al punto, pero obedecí, confiada. Mientras Inocencio dictaba, me desvanecí del mundo visible y huí sin que nadie se diera cuenta, huí de los guardias, de mi Enemigo y del palacio papal.

Invisible, guiada por la Divinidad, corrí a una parte diferente del palacio, donde vivían los miembros de la curia con sus ayudantes y criados en magníficas estancias. Fui de habitación en habitación, recorrí un pasadizo mal iluminado y llegué a una espléndida cámara privada, con una vasta antesala calentada por el fuego que ardía en el hogar. Había sillas doradas con almohadones de brocado, suelos de losas cubiertos de alfombras de armiño, tapices que plasmaban escenas bíblicas, incluyendo una imagen escandalosa del Edén antes de la Caída. Un par de grandes candelabros de oro descansaban sobre una mesa oscura sobre cuya superficie había grabada una estrella de seis puntas. Habían encendido los diez cirios (hacía poco, a juzgar por su altura) a la espera de que regresara su propietario.

Cogí un candelabro, avancé hacia el tapiz del Edén y alcé una esquina, que reveló un mural: unos afligidos Adán y Eva expulsados del Edén, cubierta su desnudez con hojas de higuera, el pelo rubio de Eva cayendo en cascada sobre sus blancos pechos. Apreté con fuerza la mano sobre la imagen del arcángel, espada en mano, dispuesto a impedir el regreso de los expulsados del paraíso. Se oyó el crujido de piedra contra piedra cuando la pared se deslizó hacia dentro y se abrió a la oscuridad. Entré.

Ya había estado en este lugar con la Visión y sabía lo que me esperaba. Sin embargo, nada más entrar lancé una exclamación ahogada.

Los inviernos de Carcasona y de mi Tolosa natal raras veces son crudos, pero hay ocasiones en que el mistral sopla con tal furia y frío que me roba el aliento. Tal fue la sensación que experimenté cuando entré en aquella habitación sin ventanas, oculta dentro de los gruesos muros del palacio: un frío tan profundo que apenas pude respirar. Pero no se trataba de una sensación física. Era un frío que quemaba, los susurros de un millar de almas que habían perecido en el miedo y la agonía, la voz de mi Noni que llamaba: Domenico…

El olor a humo, tanto astral como físico, impregnaba la guarida de mi Enemigo.

Sostuve en alto el candelabro y proyecté su resplandor sobre la habitación circular. En cada una de las esquinas se alzaba un candelabro de pared alto como un hombre y la mitad de grueso, cada uno decorado con una imagen diferente: águila, león, hombre, toro. En la del este descansaba el altar de ónice centelleante.

Sobre el altar se exponía un repugnante espectáculo: un ave carbonizada rodeada de ceniza y astillas chamuscadas, los restos de una pequeña jaula. En el frío suelo de mármol había tres plumas blancas, dos de ellas moteadas de sangre. Cerré los ojos y recreé la imagen de la paloma que batía sus alas contra los barrotes en llamas que la aprisionaban.

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