Jeanne Kalogridis - En el tiempo de las Hogueras

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Carcasona, 1357. En los tiempos del papa Inocencio VI, en el sur de Francia, reina la peste y la Inquisición. La abadesa Marie Françoise va a ser juzgada bajo los cargos de herejía y brujería por haber realizado sanaciones mágicas y haber atentado contra el Papa. Para unos santa y para otros bruja.
El monje escriba Michel es el encargado de obtener su confesión antes de que sea condenada a la hoguera. Sin embargo, a medida que la abadesa avanza en su relato, Michel se va sumergiendo en un mundo mágico donde se enfrenta al bien y al mal, y en su corazón irá creciendo la imagen de una mujer santa, valiente y noble.

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– No entiendo qué más hay que saber. Pero sé que debo escuchar el resto de la historia -replicó Michel-. Sabéis por qué estoy aquí, madre. Solo nos queda esta noche. Sea mi padre o no, Chrétien ha de contar con algo más que relatos aventureros y heréticos. Ha de obtener vuestra completa confesión, y aún no habéis hablado de Aviñón. Creo que ahí residirá el argumento más convincente de vuestra inocencia.

– Aún no acabáis de creer, ¿verdad? -preguntó la abadesa. Exhaló un suspiro y empezó.

SEXTA PARTE

SYBILLE

AVIÑÓN Octubre de 1357

20

Fue Edouard quien recuperó milagrosamente su caballo y me montó en él, con las piernas ensangrentadas. Lo sé porque él me lo dijo, pues debido al dolor abrumador, y a que había pasado de la Presencia de la Diosa a la mortalidad más descarnada, solo podía chillar el nombre de Luc. Con la mejilla apretada contra la sobreveste empapada de sudor del caballo, recuerdo que intenté deslizarme al suelo para regresar con mi Amado, pero Edouard me lo impidió.

El entrechocar del metal, una y otra vez, tan cerca de mis oídos que mis dientes castañeteaban. Tuve la impresión de que se prolongaba durante horas, en tanto yo, presa de un delirio agónico, me esforzaba por ver a Luc, al menos por sentir su presencia, saber que el intento de resurrección se había visto coronado con el éxito.

Nada. No sabía si vivía o estaba muerto.

Por fin, me desmayé a causa del dolor (es paradójico que no pueda curarme a mí misma, ¿verdad?). Desperté en una posada lejos de Poitiers, en una cama, con Edouard y Geraldine sentados a cada lado.

Sonreí a Geraldine, contenta de volver a verla, pero su expresión, por lo general dulce, era severa y en sus ojos percibí tanta rabia, dolor y decepción que mi sonrisa se desvaneció, y emití un grito de pánico.

Cuando dirigí la Vista hacia mi Amado, y luché por averiguar dónde y cómo estaba sentí…

Nada. Casi nada. Antes le veía con la claridad de una llama brillante, pero en aquel momento solo sentí los últimos jirones de humo de la mecha extinguida. Es el fantasma de su espíritu, pensé, y rompí a llorar con amargura.

– Sí, llora -dijo Geraldine con voz desprovista de compasión-. Llora, porque el Enemigo se ha apoderado del espíritu de Luc y solo tú puedes liberarle. Llora, y jura por la Diosa que nunca volverás a enfrentarte sola al Enemigo hasta que hayas plantado cara al miedo más grande. Solo entonces podrás liberar a tu Amado de una eternidad de desdicha.

Pensé en aquel devorador de almas temerosas, en todos aquellos, perecidos en las llamas, que había devorado, para acrecentar así su poder. Mis lágrimas cesaron, y juré.

Jamás permitiría que el Enemigo se apoderara del espíritu o la magia de mi Amado.

Así regresé al convento, y Geraldine y la madre Madeleine me cuidaron durante meses. El dolor y la sensación de derrota amenazaban a menudo con vencerme, así como la culpa por escuchar a mi corazón en lugar de a la Diosa. Mi estupidez, mi engreimiento, habían costado todo a Luc, pero hice de tripas corazón. Solo había una cosa que hacer: encontrar su espíritu y liberarlo de las garras del Enemigo.

Durante ese tiempo trabajé con cautela bajo la tutela de Geraldine con el fin de recuperar mi Visión, pero por más que lo intentaba no Veía nada de Luc (solo sentía un jirón fantasmal de su presencia, como el humo de un fuego extinguido) ni del Enemigo.

Durante meses no pude caminar sin ayuda, pero viajé mucho, pues envié mi Visión por todo el mundo: Luc de la Rose… ¿Adonde has ido? Amigos, templarios, ¿habéis visto a Luc de la Rose, en esta vida o en la siguiente?

Nadie le había visto. Ni siquiera Edouard, que se había refugiado en nuestro convento disfrazado de monje laico, descubría el rastro del sobrino con el que había estado tan unido.

– Está muerto -sollozaba-. Tal vez tendría que haberme quedado con él, tal vez…

Pero recobraba la razón y recordaba que, si no me hubiera rescatado, casi con toda seguridad yo habría muerto.

Transcurrió el tiempo. Probé muchos métodos mágicos, en el vientre del convento, en el Círculo, rodeada de mis hermanas y Edouard, pero todo fracasó. Daba la impresión de que el alma de mi Amado se había consumido por completo.

Durante el mismo tiempo trabajé en el Círculo para enfrentarme al futuro Enemigo, aquel vacío de todos los vacíos que había visto durante mi primer Círculo con Noni, y también cuando Jacob me inició. Y cada vez, cuando la imagen acababa de formarse, gritaba de terror y no Veía nada más.

De todos modos, sabía qué me esperaba fuera de la seguridad del Círculo.

No tengo excusas por tanta cobardía.

Después, al cabo de más de un año de investigar, de confiar, de convivir con el fracaso, me senté una tarde a descansar al sol, después de trabajar un rato en el jardín del convento. El aire era agradable aquel día, portador de un frescor que preludiaba el otoño, pero al sol se estaba bien. Cerré los ojos y alcé los ojos al cielo.

En aquel jardín que olía a tierra fresca y rica, adornado con las enredaderas de los guisantes y los abanicos verdes desplegados de los puerros, me fue permitido saber que el alma de mi Amado oscilaba entre el bien y el mal. Había llegado el momento de su crisis. Había llegado el momento en que necesitaría más a su compañera, o su mismísima esencia sería consumida por el Enemigo. Pero mi Visión era deficiente. No conseguía encontrarle, ayudarle.

Con humildad, recordando mi equivocación, recé a la Diosa.

Me rindo. Abandono dolor, miedo y esperanza. Abandono corazón y mente a Vos. Abandono incluso la búsqueda de mi Amado, hasta el momento en que quieras revelármelo, y abandono mi terror al Enemigo futuro. Fuera cual fuese el destino que creí mío, lo deposito en vuestras manos.

Incliné la cabeza en señal de sumisión, pero el calor del sol permaneció en mis mejillas. De hecho, el calor se extendió por todo mi cuerpo, como si la Diosa me hubiera rodeado en sus brazos, y me sentí henchida de una compasión tan grande que en mi corazón no quedó espacio para otra emoción.

En tal estado de dicha, de completo abandono y aceptación, regresé a aquel momento de mi primera iniciación, cuando Jacob estaba a mi lado mientras contemplábamos el globo oscuro que giraba, invadido por las caras de aquellos miembros de la Raza que habían rechazado su herencia. En su interior se agazapaba el horror que yo había presentido esperándome fuera de aquel primer Círculo con Noni: el vacío de todos los vacíos, la negación de la negación, la suma de toda desesperación.

Y oí de nuevo la voz hermosa y profunda de Jacob: «Temen lo que sois. La tragedia, señora, es que la mayoría desean hacer el bien, pero hasta una fuerza tan poderosa como el amor, cuando se tiñe de miedo, solo puede conducir al mal».

Ay, qué bien comprendí ahora aquellas palabras, porque mi angustiado amor solo había perjudicado a mi Luc.

Jacob estaba conmigo, en aquel mismo momento, en el jardín, tan seguro como que había estado conmigo aquella noche de mi iniciación. Sentí su amor y apoyo como cuando, juntos, contemplábamos aquel ominoso y remolineante pozo de negrura…

Que se vació de repente.

El miedo amenazó con apoderarse de mí, como cada vez que se producía aquella confrontación. Pero esta vez mantuve mi corazón afianzado con firmeza en la compasión de la Diosa. Esta vez me apoyé en su fuerza, en la de Jacob, en la mía, y fijé la vista en el vació cuando una imagen empezó a formarse.

Pues no era más que un hombre, el rostro oculto por la capucha de su hábito. Mientras yo miraba, alzó las manos, las mangas resbalaron hacia abajo y revelaron unos brazos musculosos pero pálidos, y poco a poco se bajó la capucha.

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