Jeanne Kalogridis - En el tiempo de las Hogueras

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Carcasona, 1357. En los tiempos del papa Inocencio VI, en el sur de Francia, reina la peste y la Inquisición. La abadesa Marie Françoise va a ser juzgada bajo los cargos de herejía y brujería por haber realizado sanaciones mágicas y haber atentado contra el Papa. Para unos santa y para otros bruja.
El monje escriba Michel es el encargado de obtener su confesión antes de que sea condenada a la hoguera. Sin embargo, a medida que la abadesa avanza en su relato, Michel se va sumergiendo en un mundo mágico donde se enfrenta al bien y al mal, y en su corazón irá creciendo la imagen de una mujer santa, valiente y noble.

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– ¿Tienes alguna última cosa que decir?

– ¡Sí! -gritó el prisionero-. Lo que adoráis como Dios es en verdad un demonio, un demonio que controla vuestro mundo mediante el terror, y ciega vuestros ojos al verdadero Dios…

– ¡Guardias! -gritó el futuro Enemigo y, en respuesta, el guardia que escoltaba al prisionero le golpeó ferozmente con el pomo de la espada en la sien izquierda, y el mango casi le arranca el ojo.

Cuando el joven lanzó un chillido de dolor, incapaz de contener el ojo lastimado, que colgaba sobre la piel de sus mejillas mediante filamentos verdes y azules, la multitud compuesta por nobles, mercaderes acaudalados y piadosos clérigos rugió en señal de aprobación.

El dolor y la indignación que experimenté amenazaron mi calma, pero me aferré a la compasión de la Diosa, incluso a la alegría de la Diosa, y Vi mi Camino. Desmonté, susurré una orden mágica a mi montura y corrí entre la muchedumbre, con rapidez y facilidad, más que humanas, a través de una muralla de cuerpos impasibles y chariots de madera. Ni siquiera me detuve en la hilera de guardias que rodeaban la berma, sino que pasé con facilidad entre ellos, pese a que no había hueco. No repararon en mí hasta que llegué junto al prisionero, hasta que me agaché y recogí su ojo aplastado y sanguinolento, tibio en mi mano, y lo devolví a su cuenca y compartí con su alma la dichosa comunión de lo Divino.

Sonreí y retiré mi mano, y el joven me devolvió la sonrisa, todo miedo y rabia desvanecidos, henchido ahora de un singular júbilo.

– He sido rescatado por un ángel -dijo con alegría. Sus dulces y atormentadas facciones se iluminaron de alegría cuando nos miramos en aquel instante infinito-. Un verdadero ángel enviado por el verdadero Dios.

La muchedumbre, ruidosa hasta ese momento, guardó silencio. El guardia que había propinado el golpe se hallaba cerca y contemplaba el diálogo, demasiado estupefacto para reaccionar. Por fin, algunos se persignaron y susurraron oraciones. Otros gritaron «¡Es un milagro!», «¡Es inocente!» y «¡Ella es un ángel!». Otros permanecieron en silencio, con el rostro teñido de incertidumbre, incluso de miedo. Miraron a los hombres sentados en la plataforma en busca de directrices. El más corpulento y mayor (el pavo real, mi Enemigo escarlata) miraba al prisionero y a mí con los dientes apretados de furia.

– ¡Escuchadme! -gritó con voz atronadora a la multitud-. Este hombre es un hereje de la peor especie. Ya le habéis oído llamar demonio a nuestro amado Señor. Y la mujer que le ha curado no es más que su consorte en la magia, una bruja, llegada para engañaros y haceros pensar que es inocente.

– Pero eminencia… -empezó uno de los dominicos de la plataforma.

– ¡Silencio! ¡Guardias! ¡Detenedla y traédmela aquí! Los demás, proceded con la ejecución.

Cuando un verdugo acercó una antorcha a los leños dispuestos a los pies del prisionero, los guardias me alejaron por la fuerza. Por un momento la Diosa no me concedió el poder de escapar. Mi corazón protestaba con todas sus fuerzas, aunque yo sabía que esa era Su voluntad y tuve que resignarme, de lo contrario sucedería algo peor todavía. Pero al principio me debatí y grité a mi amado:

– ¡Luc! ¡Luc de la Rose, juro que encontraré una forma de liberarte!

Fui conducida a la parte posterior de la plataforma, donde mi Enemigo, el cardenal, ya había descendido para encontrarse conmigo. Era corpulento y alto. Tuve que alzar la cabeza para verle. Bajo el casquete rojo, su pelo gris era espeso y ondulado. Tenía un lunar pálido y redondo a un lado de su corta nariz, y las bolsas que aparecían debajo de sus ojos tiraban de los párpados inferiores, dejando al descubierto el rojo de las cuencas. Le rodeaba un aire lúgubre. Su presencia parecía matar toda alegría, todo aire, toda luz. En otro tiempo, el miedo se habría apoderado de mí al verle. Ahora solo experimenté compasión y piedad, pues su poder nacía de un odio hacia sí mismo tan inmenso que se proyectaba hacia el resto del mundo; del odio hacia sí mismo, y de la desdicha acumulada de almas aterrorizadas.

Era esa desdicha, dirigida contra la madre de Luc, Béatrice de la Rose, lo que la había enloquecido.

¿Le había sorprendido mi repentina aparición? No lo sé, pero en su rostro se vio una expresión de satisfacción y orgullo malignos, como diciendo «Bien, ya has visto qué he hecho con tu Amado. Le has perdido para siempre. Y ahora tú también estás en mis manos. ¿Quién es ahora el más poderoso?».

Esperaba que yo llorara de horror por lo que había hecho a Luc, que temblara de miedo por lo que me haría a mí. Pero no había lágrimas en mis ojos.

Amparada por la Presencia, hice un esfuerzo y le sonreí. Incluso logré quererle. Lo vio en mis ojos, cosa que le enfureció.

– Por fin, vuestra eminencia -dije-, nos encontramos en carne y hueso.

– Pagaréis por ello, madre -amenazó. Lo imaginé devorando a mi Amado, miembro a miembro, devorando su propia esencia, mientras yo estaba a su lado, despojada de mi poder y sonriente-. Acabáis de realizar un acto de brujería ante cientos de testigos. -Dio media vuelta e indicó a los guardias que le siguieran.

Yo también le seguí, sin olvidar a los dos cuervos que continuaban en la plataforma y al prisionero todavía arrodillado en la pira, rodeado de leña, alcanzada ya por las llamas.

Mi corazón se partía. Quedaba muy poco tiempo para que el alma de Luc se perdiera y yo no soportaba la idea de estar separada de él ahora que le había visto de nuevo. Pero la Diosa habló: Para salvarle, ahora has de abandonarle.

Era la única forma. No pude ver el desenlace. He tenido que vivir paso a paso este torturante juicio, sin rendirme jamás al dolor, solo a la dicha.

Nunca me di cuenta de lo duro que sería mi destino.

Su eminencia el cardenal nos guió por una puerta lateral que daba acceso al palacio papal.

Dicen que ese palacio es el edificio más sólido y hermoso del mundo, y es verdad. Recorrí largos corredores, atravesé estancia tras estancia, y mirara donde mirase (suelo, paredes, techo) veía una obra maestra, en forma de losa bajo mis pies, o creada en pintura y hoja de oro sobre mi cabeza. El anterior Papa, Clemente, había recibido en vida muchas críticas por sus escandalosos dispendios, y aún más después. Sin duda había pagado una fortuna al pintor Giovannetti durante los años que trabajó en el palacio. Mientras pasaba, vi recrearse relatos de la Biblia en las paredes, escena a escena, mientras santos y ángeles nos observaban desde lo alto y centelleantes mosaicos de caballeros perseguían animales fantásticos en jardines de flores estilizadas.

Todo esto alojado en estancias tan espaciosas que, aunque nos cruzamos con mucha gente (jerarquías de la curia, sacerdotes, nobles, cardenales, además de ayudantes y criados), en ningún momento nos rozamos con nadie.

Caminé entre belleza y fastuosidad, pero lo único que veía era la fealdad, el mal agazapado debajo. Lo único que sentía era el sufrimiento de las almas torturadas.

Mis anfitriones me escoltaron en silencio hasta lo que parecía una cámara privada. El pavo real llamó a la puerta con brusquedad, y luego la abrió con infinita confianza en sí mismo.

Entró con celeridad. Los guardias y yo le seguimos con idéntica presteza, y la puerta se cerró a nuestra espalda.

Esta estancia era más pequeña que algunas por las que habíamos pasado, pero su gloria no era menor, con murales de temas pastoriles, arqueros que disparaban contra ciervos y bañistas desnudas.

Sobre almohadones de terciopelo, en un trono dorado detrás de un escritorio, estaba sentado el papa Inocencio VI. Había visto un retrato de él en una ocasión, pero no se le parecía en nada. La propia Diosa me dijo a quién me enfrentaba.

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