Jeanne Kalogridis - En el tiempo de las Hogueras

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Carcasona, 1357. En los tiempos del papa Inocencio VI, en el sur de Francia, reina la peste y la Inquisición. La abadesa Marie Françoise va a ser juzgada bajo los cargos de herejía y brujería por haber realizado sanaciones mágicas y haber atentado contra el Papa. Para unos santa y para otros bruja.
El monje escriba Michel es el encargado de obtener su confesión antes de que sea condenada a la hoguera. Sin embargo, a medida que la abadesa avanza en su relato, Michel se va sumergiendo en un mundo mágico donde se enfrenta al bien y al mal, y en su corazón irá creciendo la imagen de una mujer santa, valiente y noble.

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Pero nada resultó más difícil que el momento en que, tras llegar a casa y entregar el cadáver de Paul a los sirvientes, Luc entró en la habitación de su madre y ella se volvió hacia él.

Sus grandes ojos esmeralda estaban cubiertos por un velo de lágrimas, y antes de que Luc pudiera decir una palabra, le dirigió una temblorosa sonrisa y habló con voz ronca.

– Sé que murió con honor y con mi nombre en los labios. Sé también que le protegiste hasta morir. Libera tu corazón de toda vergüenza, hijo mío, pues has actuado con hidalguía y sinceridad… Es mi deber y privilegio cuidar del cuerpo de tu padre, Luc. Quédate conmigo. Consolémonos mutuamente.

– Madre -murmuró el joven, y la abrazó entre sollozos, mejilla contra mejilla-. Madre, he vuelto para devolverte el cuerpo de papá, pero no puedo quedarme aquí. Debo…

– Encontrarla. -Ella le apretó con sorprendente pero suave fuerza, y apoyó una mano en su mejilla-. Lo comprendo, pero ¿adonde ha ido, hijo mío? ¿Sabes dónde está?

– En Carcasona -respondió al punto, recordando el mensaje mudo que Sybille le había enviado.

– Carcasona -susurró Béatrice, como si la noticia fuera una revelación-. Ah, pero no ha regresado allí. Ha encontrado obstáculos en el camino. Está perdida y se encuentra en peligro, y ahora necesita tu ayuda…

Antes de que pudiera contestar, la habitación de su madre se disolvió alrededor de ambos (no podía ver ni su cuerpo ni el de ella), y se transformó en un espeso bosque de árboles centenarios, cuyas ramas cargadas de hojas casi ocultaban el sol. Hacía frío y estaba oscuro, rebosante de árboles de hoja perenne y teñido con las primeras llamaradas del otoño. De vez en cuando el grito lejano de un cuervo rompía el silencio.

Recordó los cuentos que Nana le narraba mucho tiempo antes: bosques encantados donde vivían hechiceros dentro de los árboles, donde los niños extraviados vagaban durante siglos y nunca envejecían, donde las hadas se refugiaban debajo de hongos. Aquel lugar parecía místico.

A través del laberinto de ramas y enredaderas, una figura solitaria, cubierta con una capa y oculta la cara por una capucha negra, avanzaba sobre una gruesa alfombra de hojas muertas y agujas, y a cada paso liberaba la fragancia de los pinos. Su cuerpo era menudo y esbelto, sus movimientos femeninos, gráciles y enérgicos.

– Sybille -susurró el joven, tanto para ella como para sí-. Madre, ¿dónde está?

Intentó zafarse del abrazo de Béatrice, pero se descubrió ceñido con más fuerza. Por primera vez, un hilo de miedo, delicado como si lo hubiera tejido una araña, rodeó su corazón.

La empujó con fuerza, el rostro congestionado, la frente perlada de sudor, hasta que sus brazos temblaron y se rindieron. Y su madre siguió sujetándolo con firmeza.

– Perdida -contestó Béatrice con voz apesadumbrada. Cuando continuó, lo hizo con voz grave como la de un hombre-. Está perdida, como tu madre, en un mundo de locura.

– No -susurró Luc, y al punto sintió pánico. Era verdad, tenía miedo (durante toda su vida había albergado un miedo profundo y secreto) de que cuando su Amada y él estuvieran juntos por fin, él fuese la causa de que se volviera loca… como había sucedido con su adorada madre.

En aquel instante comprendió la sabiduría de su tío Edouard: al aprender a distanciarse emocionalmente de Béatrice, alcanzaría la estabilidad emocional necesaria para distanciarse de su miedo secreto hacia Sybille. «El amor no es apego -le había dicho Edouard en una ocasión-. El verdadero amor es compasión y nunca conduce a la desdicha. Pero el apego, que deriva de nuestro anhelo de seguridad, es una trampa.»

Y ahora estaba atrapado en esa trampa que le había tendido el Enemigo.

– Oh, sí, querido mío -susurró Béatrice en una parodia de voz femenina-. Tal es la maldición que infliges a las mujeres que amas. ¿Te gustaría verla tal como está ahora? ¿Quieres ver lo que le has hecho?

La figura encapuchada se volvió hacia ellos, y con voz profunda y diferente (que Luc conocía pero era incapaz de localizar) se mofó:

– ¿No me conoces, Luc? Porque yo te conozco a ti, a tu madre, a tu tío y a la mujer que atormenta tus sueños… Soy tu verdadera Amada, pues solo yo deseo que alcances tu mejor y más santo destino.

– Libera a mi madre y a Sybille -pidió Luc-. Libéralas. Solo un cobarde atacaría de una forma tan tortuosa. Siempre has deseado apoderarte de mí. Bien, muéstrate, y resolvámoslo a solas.

Incluso mientras pronunciaba esas palabras comprendió el grave peligro que corría. Pero no quería esquivarlo, por el bien de las dos mujeres que amaba.

Si no a mí, al menos podré salvarlas a ellas…

Arriesgaría su vida con tal de salvar a Sybille.

– Sí, sálvala, Luc -le reprendió el Enemigo con los labios de Béatrice-, y yo te enseñaré el rostro de un enemigo aún peor, el rostro que tu dulce Sybille no se atreve a mirar.

Poco a poco, con deliberación, la figura se bajó la capucha y reveló la cara ancha de un hombre que llevaba el capelo rojo de cardenal. Mientras Luc miraba, la faz del cardenal empezó a cambiar, a fluctuar, a rielar como agua bajo una piedra… y a transformarse en otra.

Cuando la transformación concluyó, Luc lanzó un grito de horror al ser despojado de voluntad y mente, al tiempo que las manos de su madre apretaban con fuerza su garganta…

19

Michel volvió en sí en plena noche. No podía afirmar con certeza que se había despertado, puesto que no estaba dormido, y era muy consciente de que había presenciado la vida de Luc de la Rose. Y si bien su fe en Dios no había disminuido un ápice durante los dos últimos días, y tampoco su honestidad, en verdad se sentía menos un hombre hechizado que uno capaz de Soñar.

Por consiguiente, cuando la visión finalizó, experimentó, al igual que Luc, un desesperado anhelo de volver con la mujer llamada Sybille. Pese a la oscuridad, llenó la lámpara de aceite casi vacía y se llevó la llama con él.

Mientras atravesaba la habitación exterior miró al padre Charles, pero el sacerdote seguía pálido y respirando con dificultad.

Salió del monasterio silencioso y se adentró en las frías calles de la ciudad, y desde allí caminó hasta la cárcel.

Tuvo que acudir a un generoso soborno para ser aceptado, pues el centinela, un hombre con cara de pocos amigos, con una nariz rota que se desviaba a mitad del puente en un ángulo alarmante, supuso que el escriba había acudido a aquella hora intempestiva para abusar de su prisionera. Michel accedió a entregar una livre de oro al día siguiente, de lo contrario el carcelero le denunciaría.

Una vez en la celda de la abadesa, descubrió que no estaba dormida. Al contrario, parecía haber estado esperando su llegada. Al verla, frágil, apaleada y agotada, experimentó una oleada de amor y admiración tan intensa que la necesidad de postrarse de hinojos ante ella, de besar su mano, casi le dominó. ¿Cómo podía ser mentira un relato tan henchido de reverencia y belleza?

Pero Michel no deseaba asustarla declarándole sus sentimientos. Además, quedaba poco tiempo, pues Chrétien llegaría por la mañana. Se sentó y, movido por la fuerza de la costumbre, extrajo de su bolsa una tablilla de cera y un puntero.

– Le curasteis en el campo de batalla -dijo-. ¿Fuisteis consciente?

La abadesa le miró.

– Luc -prosiguió-. Le curasteis en Poitiers. Regresó a casa con su madre, a quien el Enemigo utilizó para matarle. Y ahora sé, por lo que me habéis contado y lo que he soñado, cómo murió. Pero no entiendo por qué sabiendo su historia, y su triste final, era tan importante para vos enviarme los sueños.

– Aún no lo sabéis todo -contestó la mujer-. Y debéis saberlo, como él lo sabía.

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