Jeanne Kalogridis - En el tiempo de las Hogueras

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Carcasona, 1357. En los tiempos del papa Inocencio VI, en el sur de Francia, reina la peste y la Inquisición. La abadesa Marie Françoise va a ser juzgada bajo los cargos de herejía y brujería por haber realizado sanaciones mágicas y haber atentado contra el Papa. Para unos santa y para otros bruja.
El monje escriba Michel es el encargado de obtener su confesión antes de que sea condenada a la hoguera. Sin embargo, a medida que la abadesa avanza en su relato, Michel se va sumergiendo en un mundo mágico donde se enfrenta al bien y al mal, y en su corazón irá creciendo la imagen de una mujer santa, valiente y noble.

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Cabalgó sin pausa. Cuando el sol estuvo bajo en el cielo, desmontó y condujo a Luna hasta un arroyuelo para que bebiera, y él también bebió, acuclillado bajo los brazos protectores de un gran roble.

Diversos sentimientos le habían espoleado. La inexpresable alegría de que su madre hubiera recuperado la razón, la preocupación por su padre, la exaltación y un doloroso anhelo provocado por la idea de que pronto vería a la mujer llamada Sybille. Sus manos temblaron cuando contempló el agua que contenían sus palmas ahuecadas, pero no vio su reflejo, sino el de ella cuando era niña. Incluso entonces, sus ojos habían sido hermosos y sabios. Los ojos de una mujer, de una diosa.

– Gracias -susurró con humildad, alzó las manos hasta los labios y bebió.

Detrás de él, a lo lejos, voces, el lento resonar de cascos de caballos, el crujido de ruedas: un ejército de centenares de hombres. Luc se levantó al punto, montó a Luna y desenvainó la espada. Se había mantenido alejado de los territorios dominados ahora por los hombres del Príncipe Negro, y a juzgar por la cadencia de las voces supuso que eran franceses. No obstante, existía el peligro de tropezarse con invasores ingleses, y algunos de los soldados de Eduardo eran franceses renegados.

Se acercó con cautela, protegido por los árboles, hasta que pudo ver con claridad el ejército, que había empezado a acampar. Cuando distinguió el estandarte (el halcón con las rosas), sonrió y espoleó a su caballo, al tiempo que lanzaba un grito de saludo.

Mientras iba preguntando, Luc se abrió paso hacia el centro del ejército de medio millar de hombres (más de trescientos de la mesnie de De la Rose, y doscientos de Trencavel, con su estandarte de la torre vigía), dejó atrás a caballeros con sus escuderos, ayudantes y portaestandartes, con sus sencillos chariots de madera para transportar armaduras, el gran atavío de la guerra, ropas de cama, comida (incluidas ovejas atadas a las carretas), cocineros y criados. Era como pasear por una pequeña ciudad, impregnada del olor a carnero asado, lo cual despertó el hambre de Luc, y cuando llegó al dosel a rayas rojas y blancas del campamento del grand seigneur, el sol ya se había puesto.

Al resplandor amarillento de la hoguera rodeada de piedras, el patriarca De la Rose estaba sentado ante la puerta de su tienda sobre una alfombra de piel de oveja. Iba cubierto de pieles de cintura para abajo. Como estaba enfrascado en una seria discusión con su lugarteniente, mientras consultaban un plano, no vio que su hijo ataba el caballo y se acercaba desde las sombras.

Luc se detuvo un momento. Hacía siete años que no veía a su padre, y en ese tiempo Paul había envejecido de una manera asombrosa. Su cabello rojodorado se había teñido de plata por completo, aunque sus cejas continuaban oscuras y pobladas. La inactividad había provocado que su cintura, pecho y cara se ensancharan, dejando pliegues de carne, y el dolor y el insomnio habían cincelado ojeras bajo sus ojos. Hasta sus movimientos eran lentos, como abrumado por la pena. Su corazón se había roto de nuevo, decidió Luc, por culpa de algo tan trágico como la locura de su esposa. Con una oleada de dolor inconmensurable, Luc comprendió que Paul no solo había perdido a su mujer, sino también a su hijo.

Aquella idea, combinada con la penosa apariencia de su padre, provocó que el joven caballero respirara hondo.

Al oír aquel tenue sonido, el grand seigneur alzó su rostro surcado de arrugas y escrutó la oscuridad. Le reconoció, y su expresión se tiñó de una esperanza temerosa de ser engañada.

– Luc -susurró al tiempo que se ponía en pie, sin darse cuenta de que las pieles caían al fuego y su lugarteniente se precipitaba a rescatarlas.

Los dos hombres avanzaron el uno hacia el otro con los brazos abiertos. Se abrazaron junto al fuego y las lágrimas fluyeron.

Mientras Luc estrechaba a su padre, una figura emergió de las sombras detrás de Paul. Era Edouard, con las facciones medio iluminadas por la hoguera, y en ellas se pintaba la expresión de derrota más profunda que su sobrino había visto jamás.

Despidieron al lugarteniente y a todos los criados. Edouard permanecía cerca, con los brazos cruzados, la mirada clavada en el fuego, mientras Luc, sentado al lado de su padre, comía carnero y explicaba a su progenitor que había soñado con su madre, para luego partir hacia la propiedad y descubrirla cuerda.

– ¿Cuerda? -susurró Paul-. Luc, no te burles de mí. ¿Quieres decir…?

– Hablo en serio, padre. Se ha recuperado y está preocupada por ti. -Luc bajó la vista para impedir que la fuerte emoción que sentía se viese en su cara-. Se alegró de verme de nuevo. -Alzó la vista a tiempo de ver encenderse una chispa en los ojos de Paul. Suavizó su expresión.

Si había un momento que Luc aguardaba con un anhelo equivalente al de encontrarse con su Amada, era ese: saber que su madre estaba curada, ver desaparecer todo dolor de los ojos de su padre.

– Béatrice -dijo Paul a las tinieblas. Sus labios temblaron con una sonrisa-. ¿Es posible? Mi Béatrice ha vuelto a mí…

– Paul -le advirtió Edouard, al tiempo que se arrodillaba junto a su cuñado con un raudo movimiento. Cogió los brazos del seigneur por encima del codo, para que Paul tuviera que mirarle-. No deseo robarte tu alegría, pero creo que es un truco del Enemigo.

Paul rechazó la idea con una carcajada.

– Un truco… ¿Con qué propósito? ¿Partir el corazón de un anciano?

– Perjudicar a tu hijo.

– Te dije que estuve con mamá a solas -replicó Luc, furioso por la brusca crueldad de su tío-. Nos abrazamos, hablamos, y no alzó un dedo contra mí. Estaba preocupada por el bienestar de mi Amada. Ella, Sybille, se dirige hacia aquí, tío. Correrá peligro. Sin mi intervención morirá. ¿Por qué me advertiría el Enemigo de algo semejante?

Edouard se volvió hacia él con ira contenida.

– Para precipitarte hacia la perdición.

Luc se puso en pie.

– Corrí un grave riesgo. Estuve a solas con mi madre. Si el Enemigo hubiera deseado perjudicarme…

– Ya te he dicho que barrunté peligro para ti en el campo de batalla. Di, pues, que solo has venido para dar esta noticia a tu padre, que no has venido a luchar.

– No pienso abandonarle, tío. No hasta que él y mi Amada estén a salvo en casa.

– Edouard. -La voz, la expresión y los ojos de Paul se habían apagado de súbito, como si las palabras de su hermano hubieran extinguido una llama interna-. ¿Es esto cierto?

Edouard asintió con la vista aún clavada en su sobrino.

Paul se volvió hacia Luc.

– No debes venir con nosotros. La Visión de tu tío es infalible, hijo mío. Nunca ha fallado. ¿De qué me sirve recibir tan gozosas nuevas, el honor de luchar a tu lado, si sé que estás en peligro? Tal vez… -Palmeó el hombro de Luc para consolarle-, tal vez es cierto que tu madre ha vuelto con nosotros. ¿Quién sabe? Pero también debemos escuchar a Edouard.

– No puedes impedir que vaya al combate -insistió Luc-. Ni tampoco él.

Al oír aquella insolencia, Paul enarcó las cejas, y una peculiar inflexibilidad que había hecho a Luc temblar de pequeño embargó sus facciones, pero se transformó en una expresión de incertidumbre cuando miró de reojo a Edouard.

– Es verdad -suspiró el tío de Luc-. No podemos hacer nada, excepto matarle, y eso sería bastante difícil. Ha aprendido demasiado bien las lecciones de Jacob. -Respiró hondo y se acercó más a Luc, y con una humildad que su sobrino nunca había visto dijo-: Pero tal vez yo he sido un mal profesor. Tal vez no te he subrayado bastante, Luc, la importancia de matar el apego que sientes por tu madre.

– Oh, ya lo creo que lo has hecho -replicó Luc con cierta amargura-. Incontables veces me has dicho que no debía quererla.

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