Jeanne Kalogridis - En el tiempo de las Hogueras

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Carcasona, 1357. En los tiempos del papa Inocencio VI, en el sur de Francia, reina la peste y la Inquisición. La abadesa Marie Françoise va a ser juzgada bajo los cargos de herejía y brujería por haber realizado sanaciones mágicas y haber atentado contra el Papa. Para unos santa y para otros bruja.
El monje escriba Michel es el encargado de obtener su confesión antes de que sea condenada a la hoguera. Sin embargo, a medida que la abadesa avanza en su relato, Michel se va sumergiendo en un mundo mágico donde se enfrenta al bien y al mal, y en su corazón irá creciendo la imagen de una mujer santa, valiente y noble.

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La oscuridad cubría sus facciones, pero cuando se echó la capucha hacia atrás, la sombra se alzó levemente, como un velo, y reveló una barbilla cuadrada, labios firmes, mejillas fuertes, ojos claros. Un hombre atractivo, este futuro Enemigo, cuya expresión franca no traicionaba doblez, aunque su porte y sus ojos hablaban de poder sublimado. Pronto, muy pronto, sería más poderoso que cualquier miembro de la Raza, incluida yo. Pronto sustituiría a mi antiguo Enemigo y pondría fin a nuestra estirpe. Porque era uno de la Raza, poseído por sus asombrosos poderes. Y cuando el Enemigo más viejo muriera, el más joven consumiría todo el poder que había acumulado de las almas robadas, que sumaría a sus capacidades naturales.

Así se transformaría en el Enemigo más temido en toda la historia de la Raza.

Ese era el peligro que yo había visto hacía tantos años, de niña, porque él enviaría todos los fuegos implacables que acabarían con nosotros. Mi destino siempre había sido detenerle a cualquier precio; mi destino, enfrentarme a él sola. No era una amenaza. Aún no, aún no. Pero pronto…

Al Verle no me permití el menor temor, culpa ni nerviosismo. Solo compasión, calma y un renovado sentido de mi destino.

De repente, una niebla se elevó de mi Visión y le Vi con claridad, por primera vez en un año, aquel al que buscaba con tanta desesperación: un joven al borde de un precipicio, con el alma supeditada a este nuevo Enemigo, que pronto, muy pronto, se consumiría por completo… a menos que yo acudiera al rescate.

Sentí un horror inexpresable, y al mismo tiempo alivio, júbilo, amor radiante.

– Está vivo -susurré, pero solo la Diosa me oyó.

Está vivo, vivo y en Aviñón. El Señor de mi Raza, mi Amado, mi Luc de la Rose.

Vivo y en Aviñón, guarida del Enemigo antiguo y del nuevo, donde aguardaba nuestro destino común. Era su prisionero, le habían despojado de sus poderes, maniatado su mente.

Si había ido a Poitiers temiendo por la suerte de mi Amado, fui a Aviñón por mandato de la Diosa.

¿Estaba mi corazón menos comprometido? ¿Menos atormentado por el pensamiento de que mi Amado no tardaría en ser corrompido por el Enemigo? Ah, no. Pero accedí a actuar solo por compasión, no movida por egoísmo o amor temeroso.

El actual Enemigo era influyente, pues poseía al Señor de la Raza pero, como me había enfrentado a mi último miedo, nuestros poderes eran parejos. En ciertos momentos era capaz de verle con claridad, en otros no. Pero sabía que debía tomar la precaución de permanecer en presencia de la Diosa, de lo contrario me sentiría.

Cabalgué sola día y noche, y doté a mi caballo de fuerza y visión sobrenaturales. No dije nada a mis templarios, pero aquellos sensibles a los susurros de la Diosa y a la llamada del destino me siguieron, por si podían ser de ayuda.

No Veía nada del resultado. Como ya he dicho, la contienda entre el Enemigo y yo estaba igualada, y por lo tanto era impredecible, así como la opción que tomaría mi Amado. El peligro que nos acechaba a mí y a Luc era grande, pero lo dejé en las manos de la Diosa, y me dirigí con presteza a la ciudad más santa de Francia.

¿Qué voy a decir sobre la ciudad? Es el cielo y el infierno. Nunca he pasado por calles más estrechas y sucias, ni visto más putas, bergantes, mendigos y charlatanas reunidos en un solo lugar (dicen que en Aviñón hay tantos relicarios con un mechón de pelo de María Magdalena, que si se pusieran seguidos darían la vuelta al mundo, y tantos dedos pertenecientes a san Juan Bautista que debía ser un monstruo agraciado por Dios con doce brazos).

Del mismo modo, jamás he visto tanta belleza, tanta grandeza, tanta riqueza. Residen más armiños en Aviñón que en el resto del mundo, dicen, y ahora doy fe de ello. Cuando llegué, dejé que la Diosa me guiara hasta la gran plaza que hay delante del palacio papal, y contemplé la gloriosa exhibición de galas: los nobles con sus sedas y brocados color canario, pavo real y púrpura, los guardias del Papa con uniformes azules como el ancho Ródano, los cardenales con sus sombreros carmín de ala ancha y sus pieles blancas como la nieve.

Frente a mí se alzaba el Palais des Papes, aquella magnífica cacofonía de piedra, construida sobre un precipicio que caía hasta las orillas del Ródano. Alto como una catedral, era mucho más extenso. De hecho tenía el tamaño de una propiedad real, lo bastante grande para albergar a centenares de personas, y sus muros macizos incluían docenas de chapiteles y torrecillas. Y esos muros daban a una inmensa plaza.

Cuando me acerqué al palacio papal, mi corcel tembloroso como si presintiera que el Mal residía allí, vi una plataforma.

Una plataforma para inquisidores, y delante de ella una berma de ejecución. Recordé el cadalso que había visto tantos años antes en mi Tolosa natal, cuando era una niña de cinco años con trenzas, en una carreta con mi Noni, papá y mamá, y nuestros vecinos Georges y Therèse. Aquella plaza era mucho más limpia, con menos gente y menos esplendor.

Porque en Aviñón, hileras de guardias papales, ataviados con gorras, blusas y espadas de hierro formaban un círculo continuo alrededor de la plataforma y la berma. La plataforma era permanente. No se trataba de un cadalso de madera erigido a toda prisa, sino de una estructura de madera pintada y dorada con mimo y adornada con volutas, gárgolas e imágenes de santos. Habían extendido un toldo a rayas rojas y amarillas para proteger a los que se sentaban allí -en bancos almohadillados cubiertos de brocado escarlata-, de los nubarrones que presagiaban una inminente tormenta.

Era la faceta de Aviñón que se presentaba al público: belleza decadente.

Pero con ella llegaba el hedor omnipresente a aguas fecales, el más repugnante que había percibido en mi vida, como si bajo aquella capa rutilante de galas y colores la ciudad se estuviera pudriendo como un cadáver ataviado con elegancia en pleno verano.

Sobre la plataforma dorada, sentados cómodamente en los bancos almohadillados, había tres hombres. «Dos cuervos», como habría dicho mi Noni, dominicos con hábitos negros, las capuchas echadas hacia atrás para exhibir el forro blanco, y un pavo real, un gran cardenal con ropa talar de seda roja deslumbrante, ribeteada de armiño blanco en el cuello, los puños y el dobladillo. Atendiendo a la gravedad de su misión había desestimado el sombrero de ala ancha en favor de un simple gorro.

Dos cuervos y un pavo real. El pavo real era el Enemigo, y el cuervo más joven y apuesto, el futuro Enemigo.

Y entonces, como la Sybille niña que se había puesto de puntillas en el carro, vi por fin a mi Amado.

Un único prisionero, empujado por un guardia, subió a la berma. Era joven, casi esquelético debido a meses de encarcelamiento y hambre, entorpecido por grilletes y cadenas en los tobillos y las muñecas. Aunque su cuerpo estaba pavorosamente debilitado, su ánimo permanecía firme, pues aunque cada paso era una agonía, su porte revelaba orgullo.

¿Había sido alguna vez apuesto? Imposible decirlo, teniendo en cuenta la ira de Dios desatada sobre sus facciones. El puente de la nariz estaba medio aplastado entre los ojos, y se desviaba a la izquierda en un ángulo alarmante. La piel de esa zona tenía un tono púrpura. Las fosas nasales y el labio inferior estaban incrustados de sangre reseca.

Su visión me despertó una piedad indecible, pero no me separé de la Diosa. Albergué compasión por el inquisidor y la víctima, y esperé. Esperé instrucciones. Esta vez no iba a poner en peligro a mi Amado.

El prisionero fue conducido hasta el poste y sujeto a él. Las gavillas estaban amontonadas alrededor de sus rodillas, hasta la altura de las caderas.

Y entonces el pavo real le formuló una pregunta:

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