Jeanne Kalogridis - En el tiempo de las Hogueras

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Carcasona, 1357. En los tiempos del papa Inocencio VI, en el sur de Francia, reina la peste y la Inquisición. La abadesa Marie Françoise va a ser juzgada bajo los cargos de herejía y brujería por haber realizado sanaciones mágicas y haber atentado contra el Papa. Para unos santa y para otros bruja.
El monje escriba Michel es el encargado de obtener su confesión antes de que sea condenada a la hoguera. Sin embargo, a medida que la abadesa avanza en su relato, Michel se va sumergiendo en un mundo mágico donde se enfrenta al bien y al mal, y en su corazón irá creciendo la imagen de una mujer santa, valiente y noble.

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Por eso se sintió muy inquieto cuando Chrétien la había detenido y encarcelado.

Y presenciar, preocupado por lo que había sido de ella, la muerte del hombre al que acababa de curar se le antojó monstruoso a Michel. Dios había hablado. Dios había querido salvar la vida de aquel hombre, pero los dos hombres a los que Michel más amaba se ocuparon de que la curación fuera en vano, de que el hombre muriera en una espantosa agonía.

Comprender ahora que el prisionero había sido Luc…

Bajó la cara, se masajeó la frente y la sien con los dedos y sollozó.

– Sois el futuro Enemigo -confirmó en voz baja Sybille, incluso con ternura-, pero vos no matasteis a Luc de la Rose.

El monje alzó la vista, irritado consigo mismo y con su debilidad moral.

– Tal vez no de una forma directa. El honor recae sobre Chrétien y Charles. Pero yo fui su cómplice, obligado a levantar la voz contra cualquier error, y no hice nada por detenerles…

– El padre Charles no es más que un inocente mal aconsejado, pero aún no habéis comprendido -le interrumpió Sybille. Sus labios se entreabrieron y su mirada reflejó pena, compasión, amor-. Luc de la Rose no ha muerto.

– ¿Que no ha muerto? -Michel se incorporó en la silla, como alcanzado por un rayo-. Pero yo le vi morir. Avivaron las llamas, para que la ejecución se llevara a cabo con presteza, antes de que la tormenta…

– El prisionero al que curé no era Luc de la Rose.

– Sybille hizo una pausa y le miró-. Luc de la Rose está vivo. Y ahora está sentado delante de mí.

Durante un larguísimo momento Michel no comprendió nada.

– Por eso me rendí al Enemigo -añadió ella al cabo-. Porque Vi que su arrogancia le impulsaría a enviaros como escriba, y ese sería mi mayor tormento. Pero también me ha brindado la oportunidad de contaros vuestra historia e intentar liberaros. Porque si vos, el Señor de la Raza, os convertís en Enemigo de vuestro pueblo, estamos perdidos.

Por un instante, Michel vio en su mente la imagen de Sybille en la berma de ejecución, gritando «¡Luc de la Rose! ¡Juro que encontraré una forma de liberaros!». Se había dicho que estaba hablando al prisionero, pero ¿acaso no había visto que se volvía hacia la plataforma, tal vez hacia Michel?

Y en aquel momento (¿por qué no lo había recordado antes?) su corazón respondió con un reconocimiento y un amor tan intensos que no pudo negarlo. Se derramaron sobre él, sin trabas, y creyó.

Los sueños de Luc se le habían antojado tan reales porque eran sus propios recuerdos, que Sybille le había devuelto. Las lágrimas se agolparon en sus ojos. Ella se había dejado capturar, había padecido toda clase de torturas y ahora afrontaba la muerte, para salvarle.

Al punto, una angustia mental se apoderó de él con un dolor casi físico, la sensación de que unas garras de halcón se clavaban en su cráneo, e inclinó la cabeza.

– Imposible -susurró-. Imposible. Chrétien y Charles me rescataron de un hospicio. Viví una vida muy diferente a la de Luc…

– Recuerdos falsos, inculcados por arte de magia una vez Chrétien tomó el control de vuestra mente.

– Sybille, conmovida por sus sufrimientos, se inclinó con cierta dificultad y apoyó una mano hinchada en la suya como para aplacar su dolor-. Conserváis el recuerdo del cardenal sosteniendo con afecto vuestra cabeza, cuando os sentisteis indispuesto después de la ejecución, ¿verdad?

Michel asintió, demasiado trastornado para hablar.

– Dime, amor mío, ¿cómo es posible? Durante ese rato Chrétien dirigió un registro del palacio papal en mi busca. A continuación salió en mi persecución a caballo. ¿Cuándo se mostró tan cariñoso Chrétien? ¿Antes del registro del palacio? ¿O antes aun, cuando me condujo ante el Papa? ¿Antes de que montara a caballo para seguirme hasta Carcasona?

Al instante, Michel recordó que el padre Charles había intentado prohibirle llevar a cabo el interrogatorio: Ella te ha hechizado. La voz de Sybille, cuando le había replicado: Estáis hechizado, hermano, pero no por mí.

Michel gimió en voz baja y dejó que ella alejara sus manos de su cerebro turbado. Carecía de respuestas para su lógica. De hecho, no deseaba otra cosa que ponerse en pie y sacarla de la celda, derribar al centinela, en caso necesario, para ayudarla a escapar…

Pero existía una barrera en su mente (tal vez religiosa, pensó, nacida de la educación de un monje) que le mantenía clavado en su asiento, incapaz de obedecer las órdenes de sus sentimientos.

– Se ha apoderado de tus recuerdos… y de tu poder -continuó Sybille mientras palmeaba con ternura sus manos. Al sentir su contacto, experimentó de nuevo aquella descarga de energía-. Tu madre no te mató, aunque el Enemigo asesinó tu mente. Aun así, me reconociste cuando me viste en Aviñón, y supiste que la curación era un acto de santidad. Por eso no gritas de indignación cuando acuso a tu «padre» de ser el Enemigo.

»La verdad es que no es tu padre. La verdad es que has estado bajo su dominio en Aviñón desde hace más de un año. Si te hubieras criado en el palacio del Papa desde niño, hijo del poderoso Chrétien, a estas alturas ya serías obispo. Pero eres un escriba, y esta es solo tu segunda inquisición. ¿Cómo es posible?

– No lo sé -susurró Michel, y se estremeció debido al esfuerzo de pronunciar esas palabras-. Pero si me habéis dicho la verdad, ¿por qué no he recobrado la memoria?

– Chrétien aún la retiene. -Sybille hizo una pausa, y su expresión, serena hasta el momento, se tiñó de dolor, con la pasión y el anhelo de una mujer terrenal-. Amado Luc -dijo por fin, con voz temblorosa de emoción-. He esperado tanto tiempo encontrarte para decirte… Si pudieras confiar en mí por un momento…

Hizo ademán de abrazarle, aunque el dolor que le causaban sus movimientos era evidente. Michel anheló devolverle el abrazo, pero una vez más una barrera invisible le contuvo, y le obligó a retroceder.

Ella te ha embrujado, hijo mío. Todo es mentira, una seducción diabólica.

Combatió la voz silenciosa de Chrétien con un pensamiento desesperado: «Deja que me entregué a ella. La he esperado, la he conocido, durante toda mi vida. Durante cien vidas…». Pero no pudo levantarse y extender los brazos hacia ella.

Sybille dejó caer las manos y bajó la cabeza para que él no la viera llorar.

– Haría cualquier cosa por salvaros de la pira -dijo Michel, conmovido.

La mujer negó con la cabeza, con el rostro todavía oculto.

– Lo harías -dijo luego-. Pero no puedes, porque aún estás bajo el control de Chrétien. Si quieres ayudarme, antes has de recuperar tus poderes y recuerdos.

– ¿Cómo?

Sybille levantó la vista, con las mejillas y los ojos brillantes de lágrimas.

– Tienes un Sello de Salomón idéntico al mío. Chrétien lo cogió cuando te capturó, pero aún no puedo Ver dónde lo ha escondido. Si lo encontraras y me lo trajeras, podríamos devolverte tus poderes. Pero es una tarea muy peligrosa.

– No puedo hacer algo semejante -graznó Michel sin saber si lo hacía porque consideraba a su padre adoptivo incapaz de algo semejante (en caso de que dicho talismán existiera), o porque, como Sybille insistía, Chrétien le impedía acceder.

Ella asintió, comprendiendo que se refería a lo último.

– Será muy difícil pero puedes conseguirlo si te abandonas a la Diosa y no te rindes al miedo. El Enemigo se alimenta del terror. Aumenta su poder y nos hace vulnerables. Por eso tuve que hacer frente a mi miedo de plantar cara a mi Amado convertido en el Enemigo -acarició su mejilla para consolarle-, antes de venir a Aviñón para encontrarme contigo. Así te capturó Chrétien, pues tu peor temor es que algún día me empujes a la locura, como creíste erróneamente que habías hecho con tu madre. -Hizo una pausa y se reclinó contra la pared de piedra-. Ve. Haz lo que te he dicho y medita en tu Sello de Salomón extraviado. Deja que la Diosa te guíe hasta él.

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