Jeanne Kalogridis - En el tiempo de las Hogueras

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Carcasona, 1357. En los tiempos del papa Inocencio VI, en el sur de Francia, reina la peste y la Inquisición. La abadesa Marie Françoise va a ser juzgada bajo los cargos de herejía y brujería por haber realizado sanaciones mágicas y haber atentado contra el Papa. Para unos santa y para otros bruja.
El monje escriba Michel es el encargado de obtener su confesión antes de que sea condenada a la hoguera. Sin embargo, a medida que la abadesa avanza en su relato, Michel se va sumergiendo en un mundo mágico donde se enfrenta al bien y al mal, y en su corazón irá creciendo la imagen de una mujer santa, valiente y noble.

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Michel se fue, a sabiendas de que quedaban escasas horas para tomar la decisión de dejarla escapar, ir con ella… o entregar su confesión al cardenal. Tanto su cuerpo como su mente estaban doloridos, y sus pensamientos se sucedían en rapidísima sucesión, como presa de un delirio febril.

La amo… Pase lo que pase, he de ayudarla a escapar. No puedo permitir que muera. Es una verdadera santa.

Es una bruja, y deberían condenarla. Eres un peón del diablo, Michel, si te dejas manipular así por una mujer. ¿Por qué crees que ardes en deseo ante su presencia? Es un hechizo, un simple hechizo, y tú eres un completo imbécil…

Que Dios me ayude. Que Dios me ayude. Me han hechizado, y no sé quién ha sido.

Mientras regresaba a toda prisa al monasterio, todavía de noche, vio el palacio del obispo al final de la calle, y mientras miraba las puertas se abrieron de par en par para dejar paso al gran chariot dorado que ostentaba el emblema del cardenal Chrétien.

Caminó sin rumbo. Pero al final llegó junto al lecho de su mentor.

Apenas vivo, el padre Charles yacía inmóvil en la cama, y tenía el aspecto de ir a morir de un momento a otro. El único sonido que se oía en la habitación, aparte del crepitar del fuego, era su respiración entrecortada. En la silla cercana, el hermano André dormía profundamente.

Michel, sin decir palabra, sacudió el hombro del anciano monje. André se despertó sin hacer ruido. Michel le indicó con un gesto que se retirara, cosa que él hizo con el mayor sigilo, como si existiera la remota posibilidad de molestar al paciente. Sin embargo, cuando el monje llegó al umbral de la puerta, dio media vuelta y comentó en voz baja:

– He curado a muchos afectados por la peste. Nunca he visto a uno combatir a la muerte durante tanto tiempo, amigo mío. Guardaos vuestras oraciones para él. No me cabe duda de que Dios las escuchará.

Cuando André hubo salido, Michel se acercó a su amado mentor, apoyó una mano sobre su pecho y el lino recalentado por la fiebre que lo cubría. Los pulmones de Charles estaban inundados de líquido, sus labios agrietados y entreabiertos revelaban unos dientes amarillentos. Tenía las mejillas hundidas y cenicientas, y los párpados del tono púrpura del ocaso.

El joven monje se sintió abrumado de pena y dolor. Se arrodilló junto a la cama, y apoyó la otra mano en el pecho de Charles. Y lloró.

Al instante, una imagen se formó en su mente: la del niño Luc, que se deslizaba por el castillo en penumbra hasta la habitación de su padre enfermo.

El muslo hinchado de su padre, hasta alcanzar el doble del tamaño normal, bajo una cataplasma de mostaza. El hedor a carne podrida. La tristeza sustituida de repente por una sensación de bienestar, de calor, de hormigueo bajo la piel de Luc, dentro de sus órganos vitales, de una felicidad jamás conocida…

Y una sensación de cumplir un propósito. De sus pequeñas manos sobre la pierna de su padre, y el calor hormigueante, el amor que transmitía a su padre, que se renovaba sin cesar, de forma que Luc nunca se vaciaba…

– Diosa -susurró Michel con el rostro húmedo de lágrimas apretado contra las sábanas de Charles-. Diana, Artemisa, Hécate, comoquiera que os llaméis, escuchadme: yo también me rindo a vos. Me rindo. Me rindo, y devolvedme los poderes que me corresponden por derecho de nacimiento. Fluid a través de mí, como hicisteis cuando curé a mi padre hace tanto tiempo, y curad a este pobre hombre, el padre Charles. Es cristiano, pero un buen hombre, y aunque ha matado a muchos de la Raza, cuando comprenda su error se arrepentirá. ¡Ayudadme, Diosa…!

Rezó así hasta que su corazón se sosegó. Y entonces se puso en pie, con las manos todavía apoyadas en el esternón de Charles.

Una sensación de calor vibrante, de dicha, empezó a descender sobre él. Por un instante Michel sonrió, cuando imaginó al sacerdote, con sus ojos oscuros abiertos de sorpresa y alegría, diciendo: «Michel, Michel, querido sobrino, me has salvado…».

Mientras el joven monje le observaba, los ojos de Charles se abrieron poco a poco, así como sus labios. Un leve toque de color apareció en sus mejillas.

– ¿Padre? -preguntó Michel, transido de emoción.

– Michel -siseó el sacerdote, con los ojos mirando algo que había más allá. Tan débil era la voz de Charles, que el joven monje bajó la cara hasta que casi tocó los labios del anciano-. ¿Ella te ha ganado para su causa?

– Sí, padre, pero ahora estáis curado, por Dios, gracias a ella. Vais a poneros bien. ¿Lo comprendéis?

Sí. Los labios del sacerdote formaron la palabra sin emitir sonido alguno. Después, con repentina energía, como si una fuerza externa hubiera pronunciado las palabras por él, añadió:

– Me adentro ahora en las fauces del infierno.

Exhaló un largo suspiro.

El rostro de Charles se desencajó y sus ojos se desenfocaron, inexpresivos. Un repentino chorro de bilis negra rezumó por su boca y cayó sobre la sábana.

– ¿Padre? -preguntó de nuevo Michel, esta vez con una nota de pánico en su voz.

Sybille le había advertido que no debía rendirse al miedo, pero no había dicho nada acerca del dolor. Retiró las manos, ahora temblorosas, del pecho del sacerdote y aplicó el oído sobre su corazón. Permaneció así durante un largo momento, pero el tórax del padre Charles no volvió a levantarse, ni su corazón a latir.

Michel, atormentado por el dolor más horrible, elevó la cara hacia el techo y aulló.

– Yo le he matado -gimió Michel, arrodillado a los pies de Chrétien y aferrando las faldas del cardenal, como un niño inconsolable tira de las faldas de su madre.

Había huido del monasterio al palacio de Rigaud y gritado ante la puerta hasta que por fin le dejaron entrar. En la antesala de uno de los aposentos de invitados, Michel se arrojó a los pies del sobresaltado cardenal.

– ¡Querido padre, debéis ayudarme! He pecado. He dejado que su magia me tentara y sedujera…

Chrétien, descalzo y con la cabeza descubierta, vestido con un camisón ribeteado de encaje, cubierto en parte por una capa de seda roja, extendió la mano y levantó al agitado monje.

– Michel, hijo mío, sea cual sea el problema, lo solucionaremos. Ven, siéntate y cálmate.

Condujo al monje al interior de su cámara, capaz de acomodar con holgura a treinta monjes y provista de todos los lujos imaginables: cirios de cera de abeja colocados en palmatorias de oro sobre una mesilla de noche (en apariencia, para invitar al impensable lujo de leer en la cama), un orinal con la tapa pintada, una jofaina de porcelana y un jarro de agua, suaves pieles que protegían los pies descalzos del frío mármol, una pesada cortina de brocado alrededor de la cama, a prueba de ojos curiosos y que impedía la entrada de la luz de la luna. En el techo había un fresco de una Eva de espesas pestañas, con el pubis rubio oculto casi por completo tras las plumas desplegadas de un pavo real, aunque su cabello dorado no conseguía ocultar por completo sus pechos, mientras ofrecía con aire seductor una manzana roja a un vacilante Adán.

Chrétien condujo a Michel hasta un par de sillas acolchadas y le obligó a sentarse, mientras iba a buscar un vaso de vino.

– Bebe -ordenó Chrétien, al tiempo que le tendía el vaso y se sentaba ante Michel-. Después habla.

Michel obedeció. Habló nada más tragar el líquido y recuperar el aliento.

– Vuestra eminencia, os suplico perdón. Me he dejado influir por la hechicera Marie Françoise. Casi me convenció de que siempre había sido su consorte y de que vos me habíais embrujado para persuadirme de que era Michel, vuestro hijo. Me había convencido de ayudarla a escapar, y también me persuadió de que yo poseía poderes mágicos. -No pudo reprimir un sollozo ronco-. Que Dios me asista. Intenté utilizarlos para curar al padre Charles, pero en lugar de eso provoqué su muerte.

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