Jeanne Kalogridis - La Cautiva De Los Borgia

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La inocencia de la joven Sancha de Aragón, así como el honor de su linaje, se ponen a prueba cuando su matrimonio con Jofre Borgia, el hijo menor del papa Alejandro VI, la arrastra al círculo íntimo de la familia más poderosa de Europa, la más intrigante y la que mayores suspicacias despierta. Un irresistible relato de conspiraciones, intrigas, pasión, deslealtades y codicia desde el punto de vista de una noble española obligada a vivir en un mundo brillante y muy peligroso.

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Doña Esmeralda y un grupo de sirvientes llegaron cargados con otras de mis pertenencias, tal como se me había prometido; soporté el revuelo en silencio. Mientras tanto, decidí quitarme la vida con la canterella aquella misma noche, en protesta por la muerte de mi hermano; aun a sabiendas de que me separaría de él para siempre, si es que las historias de la vida en el más allá eran verdad. Sin duda él se encontraba en el círculo superior del cielo, mientras que yo, una suicida, estaría confinada en el infierno.

No sabía la cantidad de veneno que necesitaría, ni a cuántos hombres el veneno que contenía en mi pequeña botella era capaz de matar; por lo tanto, decidí beber todo el contenido. Quizá de ese modo moriría en el acto, sin tener que pasar por todo aquel legendario sufrimiento que el veneno provocaba. Tendría que esperar a que doña Esmeralda estuviese distraída, y yo pudiese ocultarme de la mirada de ella y de los guardias saliendo al balcón.

Pasé el resto del día sentada en la silla de la antecámara, acariciando el suave terciopelo azul de la zapatilla de mi hermano, mientras los sirvientes ponían mis habitaciones en orden. Al anochecer, trajeron una excelente cena a mi puerta. No pude comer, a pesar de las insistencias de doña Esmeralda; ella comió lo que quiso de mi ración y de la suya, y luego los sirvientes se llevaron el servicio.

Pero pedí vino, y dejé la jarra y una copa a mi lado. Como había hecho cada noche desde la muerte de Alfonso, Esmeralda me suplicó que me fuese a la cama; como siempre, me negué, y respondí que me acostaría cuando estuviese cansada. Por fortuna, ella sí lo estaba después de todo el día de trabajo, y se durmió temprano. Cuando escuché su rítmica respiración, supe que había llegado mi oportunidad.

Llené la copa y me levanté con toda tranquilidad, atenta a la presencia de los guardias al otro lado de la puerta; luego, crucé el dormitorio donde dormía Esmeralda. Ella había dejado una vela encendida; me la llevé al balcón, y la coloqué en la balaustrada para tener luz y poder realizar mi última tarea.

También dejé la copa; luego, con dedos temblorosos, busqué el frasco de canterella oculto en mi corpiño. Lo saqué, y lo sostuve a la luz. El vidrio verde brilló como una esmeralda; lo miré por un momento, traspuesta, superada por la gravedad de lo que me disponía a hacer. Entonces una imagen se formó dentro del cristal, pequeña pero perfecta y con todo detalle.

Era el cadáver de mi padre, colgado del fajín sujeto al candelabro.

Grité. Arrojé el frasco; golpeó contra el suelo sin romperse, y rodó. Todo a mi alrededor giró: agité los brazos en busca de equilibrio, me desplomé, y al hacerlo la vela cayó por encima de la balaustrada; de pronto, me encontré sumida en la más total oscuridad.

En aquella negrura, el cadáver de mi padre se hizo más grande que en la vida real. Se balanceaba ante mí, allí en el balcón; sus heladas y rígidas piernas rozaban mis hombros, mi rostro, y yo me aparté a gatas, con grandes sollozos.

Cuando llegué a un rincón, me encogí e intenté protegerme con las manos. «¡Tú me lo prometiste, Alfonso! -grité-. ¡Hicimos el solemne juramento de nunca volver a separarnos… porque sin ti, me volvería loca!»Ante mí estaba mi hermano, tal como lo vi el día cié su llegada a Roma para casarse con Lucrecia: joven, apuesto y sonriente, vestido en satén azul claro. «Pero Sancha, tu mente está perfectamente lúcida. -Su tono era desapasionado-. Con o sin mí, nunca debes temer a la locura. Solo has intentado matar al hombre equivocado.»Volví a gritar, y corrí tambaleante al dormitorio a oscuras; una robusta figura me detuvo. Me debatí para liberarme hasta que comprendí que era doña Esmeralda, que me gritaba:

– ¡Sancha! ¡Sancha!

Me derrumbé sobre ella y lloré; me abrazó con infinita ternura.

– Intenté ser una asesina -jadeé contra su suave y ancho hombro-, y en cambio, maté a mi propio hermano.

– Calla -me ordenó Esmeralda-. Calla. No has cometido ningún crimen.

– Dios me está castigando…

– Eso es una tontería -insistió Esmeralda. No podía verle el rostro en la noche, pero mi mejilla estaba apoyada contra su clavícula, y notaba la vibración de su firme voz dentro de su pecho, la solidez de su convicción-. Dios amaba a Alfonso. El sabe que no es justo que tu hermano muriese mientras César vive. El juicio está a punto de llegar para los Borgia, madonna. No llores. -Me calmé al escuchar sus palabras; ella hizo una pausa, y después habló con sinceridad-: Savonarola tenía razón… este Papa es el Anticristo. Alejandro siempre tuvo la intención de permitir que César matase a Alfonso; lo sabía incluso cuando vino a la Sala de las Sibilas y juró otra cosa. Es tan culpable como su hijo; quizá más, porque hubiese podido detener esta maldad en cualquier momento.

Me llevó a la cama, me acostó, vestida como estaba, y luego se tumbó a mi lado.

– Ya está. No me apartaré de ti. Si tienes miedo, no tienes más que abrazarme. Estaré aquí. Dios está con nosotros, madonna. No nos ha abandonado.

Ella se quedó dormida, y yo me senté en la cama, aterrada, convencida de que era de nuevo una niña en Nápoles, y que la oscuridad ocultaba las momias del museo de mi abuelo. Temblaba debajo de las mantas mientras una imagen se formaba ante mí: el burlón Robert, con sus resplandecientes ojos de mármol pintados y un mustio mechón de cabello castaño que pendía de su cráneo arrugado, hacía un gesto ampuloso.

«Bienvenida, alteza…»

Lloré. No quería una bienvenida; no quería entrar en el espantoso reino de los locos y los muertos de Ferrante.

En cuanto empezó a clarear, salí al balcón y recuperé leí frasquito de canterella. Lo oculté con mis joyas, antes de que despertase Esmeralda. Pronto, me dije a mí misma. Pronto, sería lo bastante fuerte para usarla.

Permanecí en un estado de constante crepúsculo. Durante el día, seguida a una cortés distancia por un guardia, paseaba por los inmensos jardines hasta conseguir agotarme. Por la noche, me sentaba en una silla en el balcón y miraba fijamente la oscuridad; en algunos momentos me dominaba el terror porque no podía ver el Vesubio. Le dije a Esmeralda que dormiría sentada en mi silla, pero no dormía en absoluto; mi mente pensaba con la temible claridad y la rapidez de un loco.

Un día, cuando paseaba frenética por los jardines, escuché el repique de las campanas de San Pedro… y de inmediato, las palabras de doña Esmeralda invadieron mi febril mente y no me soltaron. En aquel momento, recibí una revelación divina, el conocimiento de cómo hacer que la justicia cayese sobre los Borgia. Pero era necesario el subterfugio. Me detuve y esperé a que mi jadeante guardia me alcanzase.

– Ahora subiré a la logia -dije con voz dulce-. Quiero echar una ojeada a la ciudad.

Regresé a paso rápido al edificio y subí la escalera hasta llegar a la gran logia que daba al puente del castillo de Sant'Angelo. La ancha calle estaba abarrotada de peregrinos y mercaderes, todos ellos lo bastante apiñados para que pudiesen coger cualquier cosa que les arrojase, todos estaban al alcance de mi voz.

– ¡Ciudadanos de Roma! -grité, asomada a la balaustrada-. ¡Peregrinos de la Ciudad Santa! ¡Escuchadme! Soy Sancha de Aragón; mi hermano Alfonso fue asesinado por Su Santidad, Alejandro VI, a manos del capitán general, César Borgia. ¡Este Papa es el Anticristo, tal como Savonarola dijo: es un adúltero y un asesino! Mató a su propio hermano para conseguir la tiara, permitió el asesinato de su propio hijo, Juan, y ahora ha matado a Alfonso, duque de Bisciglie, esposo de Lucrecia…

Un guardia me sujetó por la muñeca e intentó sacarme del balcón; me reí, y con la fuerza de una loca, me solté.

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