Jeanne Kalogridis - La Cautiva De Los Borgia

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La inocencia de la joven Sancha de Aragón, así como el honor de su linaje, se ponen a prueba cuando su matrimonio con Jofre Borgia, el hijo menor del papa Alejandro VI, la arrastra al círculo íntimo de la familia más poderosa de Europa, la más intrigante y la que mayores suspicacias despierta. Un irresistible relato de conspiraciones, intrigas, pasión, deslealtades y codicia desde el punto de vista de una noble española obligada a vivir en un mundo brillante y muy peligroso.

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Pero quizá ella nunca lo había deseado. Quizá su amor por César era mayor que el mío.

Pero todo esto me era indiferente; me habían arrebatado todo lo que daba sentido a mi vida. Ya no tenía el corazón o la fuerza para preocuparme por las dificultades de Lucrecia. Cuando se acercó a mí, con lágrimas piadosas, e intentó abrazarme al tiempo que suplicaba mi perdón la aparté con decisión aunque no con dureza. Había acabado con la casa Borgia y su duplicidad.

Había anochecido cuando advertí que doña Esmeralda había ido hasta la puerta de la antecámara y hablaba con los guardias.

– Por favor -dijo-, doña Sancha acaba de perder a un hermano, y doña Lucrecia a un marido. No les neguéis la oportunidad de ver el cadáver y asistir a su funeral.

Los guardias eran jóvenes y habían jurado obedecer a sus amos, pero no estaban complacidos con la injusticia de nuestra situación. Había uno que parecía muy angustiado por nuestro pesar.

– Perdonadme -replicó-. No podemos acceder. Tenemos órdenes muy claras de no permitir a nadie que salga de estas habitaciones. Nadie de la casa debe ver el cadáver o asistir al entierro. -Luego se sonrojó un poco, al comprender que quizá había dicho más de lo que deseaba su comandante, y guardó silencio.

– Por favor -rogó doña Esmeralda.

Insistió hasta que el guardia acabó cediendo.

– Entonces que vayan rápidamente a la logia. Podrán ver el paso de la procesión.

Al escuchar esas palabras, Lucrecia se levantó. Con gran fatiga, yo hice lo mismo y seguí a los soldados para salir al tibio aire nocturno.

Sombras es todo lo que recuerdo. Quizá veinte antorchas que rodeaban a un féretro llevado a hombros por unos pocos hombres, y las siluetas de dos sacerdotes. Sabía que el cuerpo de mi hermano había sido tratado como las demás víctimas de los Borgia: lavado a toda prisa y metido en un cajón de madera.

Alfonso merecía un gran funeral, con centenares de asistentes; con su bondad se había ganado las más hermosas plegarias, con desfiles del Papa, emperadores y cardenales, pero fue enterrado en la oscuridad por hombres que no lo conocían.

Decidí entonces que Dios, si existía, era el más cruel de todos -más traidor que mi padre, que el papa Alejandro, que César- porque solo El era capaz de crear a un hombre lleno de amor y bondad, y luego matarlo y disponer de su cuerpo de aquella despiadada forma. Una cosa era cierta en la vida: no había justicia para los malvados o los buenos.

Lucrecia y yo miramos cómo la pequeña procesión se dirigía no hacia San Pedro, como merecía mi hermano, sino hacia una pequeña y oscura capilla cercana, Santa Maria della Febbre. Allí, como me enteré más tarde, Alfonso fue enterrado en el suelo, sin ninguna ceremonia, con solo una pequeña lápida para indicar el lugar.

Doña Esmeralda me trajo recado de escribir, y suavemente me animó a redactar una carta a mi tío Federico para relatarle el asesinato de Alfonso; nunca supe qué fue de ella, porque de inmediato descendí de nuevo a la oscuridad. No dormía, ni comía ni bebía; pasaba las horas entregada al llanto, demasiado abrumada para hacer otra cosa que sentarme y mirar los jardines desde el balcón.

Lucrecia también parecía indefensa. Con el amor de mi hermano había florecido; cuando él estuvo herido, ella encontró en sí misma una voluntad y una fuerza que ninguno de nosotros había adivinado que poseía. Ahora, todo aquello había muerto en su interior, y no tenía ánimos de venganza. No hacía más que llorar día y noche. Ni siquiera se preocupaba por el pequeño Rodrigo. Llegó la mañana, y la niñera apareció en la puerta, de la mano del robusto pequeño.

– Ha estado llorando, madonna, y pregunta por vos -le dijo a Lucrecia, pero la madre yacía en la cama, el rostro vuelto hacia la pared, y ni siquiera hizo caso del niño-. Hoy no os ha visto ni a vos ni a su padre, y está preocupado.

Sus suaves sollozos me despertaron de un estado más profundo y oscuro que el de dormitar. Parpadeé y me levanté… luego me arrodillé y abrí los brazos, y por primera vez, solté la zapatilla de Alfonso.

– Rodrigo, cariño… tu madre está cansada esta mañana y necesita descansar un poco más. Pero la tía Sancha está aquí, y se siente muy feliz al verte. -Alguna inesperada gracia me permitió sonreír; alegre, el niño corrió hacia mí y lo envolví en mis brazos. Mientras hundía mi rostro en sus cabellos, comprendí a Lucrecia un poco mejor; en aquel momento, lo hubiese sacrificado todo por aquel niño.

Pero debería haber existido el modo de evitar el sacrificio de alguien tan precioso: Alfonso.

De nuevo asomaron las lágrimas. ¡Cómo se parecía a mi hermano, con los rizos y los ojos azules! Por el bien de Rodrigo, contuve las lágrimas y mantuve la sonrisa en mi rostro.

– ¿Quieres que salgamos? ¿Vamos a jugar? -Le gustaban mucho las carreras, al igual que a su tía y a su madre; sobre todo le gustaba correr contra mí, porque yo siempre le dejaba ganar.

Los guardias fueron amables; nos permitieron salir, y uno de ellos nos acompañó a cierta distancia. Llevé al niño a los jardines, donde jugamos al escondite en los setos; en la bendita compañía de mi sobrino, encontré un alivio momentáneo. Pero cuando llegó el momento de que el niño volviese a sus aposentos, yo regresé al palacio y al implacable dolor. Encontré la zapatilla de mi hermano donde la había dejado caer, y de nuevo la apreté contra mi pecho.

Durante dos días permanecí con Lucrecia en sus habitaciones, ambas sometidas a una constante vigilancia. Durante ese tiempo, Su Santidad no fue a consolarla, ni se molestó en enviar sus condolencias. No escuché ni una sola palabra de Jofre.

El segundo día después de la muerte de Alfonso, Lucrecia fue citada a reunirse con su hermano César en el Vaticano.

No fue una llamada casual, ni una sencilla reunión familiar; César se sentó a la mesa con su hermana en una gran sala, rodeados por no menos de cien de los guardias armados del capitán general.

Esto fue todo lo que Lucrecia quiso decirme del encuentro; y solo lo reveló poco a poco, en el transcurso de varias horas. Regresó conmovida hasta tal punto que no se atrevía ni siquiera a llorar. Mandó que trajesen al pequeño Rodrigo de sus estancias a sus aposentos de forma permanente. No tenía ninguna duda de que César había vuelto a amenazar la vida del niño, si Lucrecia hacía público cualquier detalle del asesinato o hacía cualquier apelación a su padre en favor de Nápoles y no de Francia que era la elección de César.

Un día después de aquel terrible encuentro con César, reaparecieron las lágrimas de Lucrecia. Rechazó las invitaciones de su padre a cenar y también a las audiencias, donde él quería que se sentase en un pequeño cojín un escalón por debajo de su trono, como había hecho en el pasado.

Lucrecia se negó a todo. Había cooperado para salvar a su hijo, pero su dolor era demasiado grande, su ira demasiado profunda, para fingir que no se había producido el asesinato de Alfonso. Permaneció en el lecho e hizo caso omiso de las llamadas de su padre.

Alejandro no tardó en enfurecerse, hasta el punto de enviarle una carta a Lucrecia donde decía que ya no la amaba.

Lucrecia ni pestañeó; la desaprobación de su padre ya no despertaba en ella la desesperada voluntad de complacer. En respuesta, anunció que se encerraría, junto con su hijo, en una finca rural que poseía en Nepi, al norte de Roma.

Habló como si fuese a permanecer allí para siempre. Nadie se atrevió a decirle lo que toda Roma sabía: que el Papa y César ya preparaban su próximo matrimonio; estaban buscando una alianza que aportase las mayores ventajas políticas a la casa Borgia. Mientras tanto, doña María se ocupaba de empaquetar la mayoría de las pertenencias de Lucrecia; excepto las hermosas túnicas doradas y recamadas con joyas que lucía en las ocasiones felices. En Nepi, no habría ceremonias, ni fiestas: solo se vestiría de luto.

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