Jeanne Kalogridis - La Cautiva De Los Borgia

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La inocencia de la joven Sancha de Aragón, así como el honor de su linaje, se ponen a prueba cuando su matrimonio con Jofre Borgia, el hijo menor del papa Alejandro VI, la arrastra al círculo íntimo de la familia más poderosa de Europa, la más intrigante y la que mayores suspicacias despierta. Un irresistible relato de conspiraciones, intrigas, pasión, deslealtades y codicia desde el punto de vista de una noble española obligada a vivir en un mundo brillante y muy peligroso.

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Sin embargo, al mediodía, ella envió al pequeño Rodrigo de nuevo con sus niñeras para que le diesen de comer y nos quedamos con nuestros propios pensamientos.

Por la tarde, adormilada después de una noche de insomnio llena de pensamientos acerca de Nápoles, fui con Lucrecia al dormitorio, donde ambas nos desplomamos en nuestros colchones. Me quedé dormida casi en el acto, aunque dudo que Lucrecia lo hiciese; recuerdo, segundos antes de que mis sentidos se quedaran en suspenso, que oí que se movía inquieta.

Me despertó el eco de unas pisadas, y una voz de hombre que daba una orden; después el eco de más pisadas cuando los soldados se retiraban. El sonido provocó tal ansiedad en mí, incluso antes de despertarme del todo, que mi corazón latió con furia. Me levanté de la cama y corrí a la antecámara.

Los guardias papales que nos habían protegido se habían marchado; en su lugar había un pelotón de soldados desconocidos, y un comandante de cabellos oscuros y capa roja con un digno porte militar que me recordó al difunto Juan de Cervillón.

La mayoría de los soldados habían desenvainado las espadas. Mientras miraba, un par de ellos se acercaron a don Clemente y a don Galeano, y sujetaron las manos de los médicos a sus espaldas con cadenas.

– Doña Sancha -me saludó el comandante con la mayor cortesía-, ¿puedo preguntar dónde está vuestro hermano, el duque?

– Estoy aquí -dijo Alfonso.

Me volví. Mi hermano estaba en el umbral, con una mano apoyada en la pared. En la otra mano empuñaba la daga, y en sus ojos brillaba la mirada de un hombre dispuesto a luchar hasta la muerte.

Lucrecia corrió desde la antecámara para colocarse delante de su marido.

– Don Micheletto -dijo, con claro desprecio-, no tenéis ningún derecho a despedir a nuestros guardias; estaban aquí por orden de Su Santidad. Llamadlos de nuevo y llevaos a vuestros hombres con vos.

Reconocí el nombre, aunque no el rostro. Micheletto Corella era el lugarteniente de César.

– Doña Lucrecia -respondió él, de nuevo con la misma cortesía, como si sus hombres portasen regalos de frutas y flores en lugar de espadas-, me temo que no puedo obedecer, tengo órdenes de mi amo, el capitán general, y estoy obligado a seguirlas. Estoy aquí para arrestar a todos los hombres, incluido el duque, acusados de conspirar contra la casa Borgia.

Una sensación fría y ardiente a la vez consumió todo mi ser. Al parecer la conspiración contra César había sido descubierta y atribuida a mi hermano.

– Eso es una mentira -exclamó Alfonso-, y lo sabéis perfectamente, don Micheletto.

Micheletto no reaccionó a la defensiva.

– Solo cumplo con mi deber, don Alfonso. Me han dicho que vos, junto con otros conspiradores, estabais planeando asesinar a César y a Su Santidad. Tengo que escoltaros a la prisión del castillo de Sant'Angelo.

– ¡Mi padre nunca apoyará esto! -protestó Lucrecia-. Ha garantizado la protección de don Alfonso; es más, ya ha declarado su oposición a César en este asunto, y se pondrá furioso al saber que estáis aquí, con la intención de arrestar a mi marido. ¡Si ponéis una mano sobre él, os costará la vida! ¡Yo misma me ocuparé de que así sea!

Micheletto consideró sus palabras con mucha seriedad; la incertidumbre apareció en su rostro.

– No tengo el deseo de desobedecer a Su Santidad, porque él es mi supremo comandante. Estoy dispuesto a esperar si queréis consultar con él. -Eso no era irrazonable, porque en ese momento Alejandro solo estaba dos puertas más allá-. Estoy dispuesto a marcharme sin mis prisioneros si él así lo ordena.

Lucrecia se encaminó hacia las puertas abiertas de par en par y sin vigilancia. Al pasar a mi lado me cogió por el codo.

– Ven -me ordenó-. Entre las dos, convenceremos a mi padre. Estoy segura de que vendrá y hablará con don Micheletto en persona.

Me solté de su mano, sorprendida por su ingenuidad. ¿Es que la astuta Lucrecia de verdad creía que era seguro dejar a Alfonso sin protección, armado solo con una daga y unos pocos sirvientes desarmados para defenderse a sí mismo contra un pelotón de los hombres de César?

– Me quedaré -insistí.

– No, ven -dijo ella-. Entre las dos podremos convencerlo.

Ella intentó de nuevo sujetar mi brazo.

«Está loca -pensé-. Loca, o es más tonta de lo que podía creer.» Me aparté de ella y manifesté:

– Lucrecia, si una de las dos no se queda con mi hermano, está perdido.

– Ven -repitió, y en esa ocasión, su tono sonó a hueco. Ella me cogió de nuevo, y esa vez, tras comprender el juego y dominada por la ira, busqué mi estilete.

Entonces sentí terror. La protección que Alfonso me había dado hacía tanto tiempo había desaparecido. Alguien -mientras yo dormía, o estaba distraída- me lo había robado, alguien que sabía que Corella vendría y que se produciría esa escena.

Pero solo tres personas sabían de la existencia del estilete: Alfonso, que me lo había dado, Esmeralda, que me vestía… y César que me había rescatado la noche que lo utilicé contra su padre borracho.

Miré a Lucrecia con una cólera indescriptible ante su traición; ella desvió la mirada.

Me lancé entre Micheletto y mi hermano. No podía hacer más que intentar proteger a Alfonso con mi propio cuerpo. De inmediato, un par de soldados se echaron sobre mí. Juntos, me empujaron hacia delante, más allá de don Micheletto y sus hombres, para sacarme al pasillo. Me tambaleé y caí con todo el peso sobre el frío mármol.

Enredada en mis faldas, intenté levantarme; solo lo conseguí después de que Lucrecia hubiese salido del aposento.

Las puertas se cerraron detrás de ella con un golpe que resonó por todo el largo pasillo vaticano.

Mientras se cerraban, Lucrecia se desplomó de rodillas, al mismo tiempo que el cerrojo se deslizaba al otro lado de la gruesa madera.

La miré, incapaz de comprender la monstruosidad de sus acciones, pero eludió mi mirada. Sus ojos, enfocados en algún lugar muy distante, se veían muertos; carentes de cualquier luz o esperanza.

Grité con tanta fuerza y furia que sentí como si se me quemasen los pulmones y mi garganta quedara en carne viva.

– ¿Por qué? ¿Por qué?

Me lancé hacia delante y me agaché para ponerme a su nivel; de haber tenido mi estilete, la hubiese matado. En cambio, le di de puñetazos, aunque sin mucha fuerza, porque el dolor me había dejado sin energías y notaba mis miembros pesados y entumecidos.

Ella no reaccionó; como un cadáver, no hizo ningún movimiento para defenderse.

– ¿Por qué? -grité de nuevo.

Ella se volvió hacia mí como si lo hiciese desde muy lejos, y susurró:

– Rodrigo.

Tras decir esa única palabra, comenzó a llorar en silencio, sin expresión, como el hielo que se derrite.

Al principio, creí que se refería al Papa, y me aparté asqueada: ¿acaso era alguna conspiración que ella y su padre-amante habían planeado? Luego, al ver la pureza de su dolor, comprendí con súbito espanto que se refería a su hijo.

El niño. César debía de haberla amenazado con la única cosa que podía hacer que traicionara a su marido, porque solo había una persona en todo el mundo a quien Lucrecia amaba más que a Alfonso.

En aquel momento cuando la odiaba más que nunca, la comprendí mejor que nunca.

Grité a voz en cuello el nombre de mi hermano, levanté los brazos y golpeé en vano contra las pesadas puertas hasta que mis manos se lastimaron; mientras, Lucrecia lloraba.

Capítulo 34

Un largo y horrible silencio siguió desde el otro lado de la puerta cerrada, solo roto por mis gritos a Alfonso y los suaves sollozos de Lucrecia.

Por fin, se abrió la puerta y salió don Micheletto.

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