Jeanne Kalogridis - La Cautiva De Los Borgia

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La inocencia de la joven Sancha de Aragón, así como el honor de su linaje, se ponen a prueba cuando su matrimonio con Jofre Borgia, el hijo menor del papa Alejandro VI, la arrastra al círculo íntimo de la familia más poderosa de Europa, la más intrigante y la que mayores suspicacias despierta. Un irresistible relato de conspiraciones, intrigas, pasión, deslealtades y codicia desde el punto de vista de una noble española obligada a vivir en un mundo brillante y muy peligroso.

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Lucrecia deseaba tener mi compañía a todas horas; yo me preguntaba el motivo, dado que no podía ofrecerle el cariño sin límites que le había demostrado antes de su complicidad en la muerte de mi hermano. Tampoco podía ofrecerle consuelo; estaba perdida en mi propio dolor, incapaz de salir de él por nadie excepto por mi sobrino. Quizá ella quería mi presencia para estar cerca de alguien que le recordase a Alfonso, quizá lo hacía por sentimiento de culpa.

Con independencia de sus razones, me invitó a acompañarla a Nepi. Acepté solo porque iba el pequeño Rodrigo; doña Esmeralda se ocupó de preparar las cosas que necesitaría durante mi larga ausencia de Roma.

Como los soldados armados permanecían frente a las puertas abiertas de la antecámara (desde la muerte de Alfonso, a mí me vigilaban abiertamente a todas horas; a Lucrecia de una manera más sutil), me senté en mi dormitorio y supervisé la tarea de doña Esmeralda. Había pasado más de un mes desde que había vuelto a entrar en las habitaciones que durante tanto tiempo habían sido mi hogar. En mi ausencia, se habían llevado muchas cosas: las finas cortinas, los candelabros de plata, las alfombras de pieles y la manta de brocado de mi cama.

Una vez más, deseé muy poco de Roma; no quise los suntuosos vestidos, solo las sencillas prendas negras que había llevado conmigo como flamante esposa, que eran las más adecuadas para el duelo. Quería mi manoseado ejemplar de Petrarca, la zapatilla que había caído del pie de mi difunto hermano, y poco más.

Dejé a Esmeralda ocupada con el equipaje, y fui donde tenía mis alhajas, ocultas en un compartimiento secreto de mi armario, con la idea de que quizá podía llevarme algunas de las más valiosas; no porque deseara enjoyarme de nuevo, sino con la idea de una posible fuga de Nepi, en caso de que pudiera convencer a Lucrecia de llevar al niño con nosotras a Nápoles. Necesitaría sobornos para los guardias, y dinero para ocuparme de la servidumbre.

Con eso en mente busqué en mi cofre, y escondí las mayores y más valiosas en mis pechos. Fue entonces cuando vi aquel frasco de vidrio de aspecto inocente, pequeño y verde entre las resplandecientes gemas.

La canterella.

Mi corazón dio un vuelco. Aún vivía bajo las sombras del más oscuro dolor, y sabía que continuaba junto a Lucrecia solo por la tolerante actitud de Su Santidad hacia su hija. Una vez que César convenciese a Alejandro, yo sería encarcelada o asesinada. No tenía ningún deseo de vivir como prisionera de los Borgia; y no estaba dispuesta a darle a César el placer de ser quien me quitase la vida. Preferiría pasar la eternidad en el infierno como una suicida. Guardé el frasco en mi corpiño, en el bolsillo que antes ocupara mi confiscado estilete. Encajaba a la perfección.

Dios había dispuesto que así pudiese hacerlo; no había terminado de esconder el frasco cuando oí pasos en el corredor, al otro lado de mi puerta.

Me levanté y me mostré muy compuesta y tranquila cuando me enfrenté a los soldados de César, dirigidos nada menos que por don Micheletto.

– Bien -dije-. Por fin habéis venido a por mí.

Final del verano de 1500-Primavera de 1501

La Cautiva De Los Borgia - изображение 27
***

Capítulo 35

Fui escoltada al castillo de Sant'Angelo. Don Micheletto caminaba a mi lado, y los soldados se mantenían a cierta distancia por delante y por detrás de nosotros, como si estuviesen allí exclusivamente para ocuparse de mi seguridad.

La marcha tenía un aire irreal, como si fuese un sueño; todo parecía falso, ilusorio, excepto por un único detalle: Alfonso estaba muerto.

No obstante, intenté recordar que yo era una persona de la realeza perteneciente a la casa de Aragón, y caminé con gracia y orgullo pese a estar rodeada por mis captores. Los guardias impedían que se acercasen los asombrados peregrinos y empujaban a los más curiosos mientras caminábamos a través de la plaza de San Pedro, y luego atravesábamos el gran puente que llevaba a la imponente fortaleza de piedra de Sant'Angelo.

No miré atrás hacia el palacio de Santa María; mi vida allí se alejaba, junto con mi cordura, como una mano que se quita un guante. Estaba desnuda, indefensa. Alfonso había desaparecido, el pequeño Rodrigo había desaparecido, la confianza que había depositado en Lucrecia había desaparecido. Incluso mi marido -que en algún momento me había impresionado con su aparente lealtad- me había abandonado.

Caminamos por el puente encima del Tíber, con su corriente lenta y sucia con los cuerpos invisibles de las víctimas de los Borgia. Recé para poder muy pronto unirme a ellas.

A mi lado, Micheletto hablaba, en tono amable y respetuoso:

– Su señoría cree que un cambio de escenario podría ayudaros a aliviar vuestro pesar, alteza. Os hemos preparado nuevos aposentos, que espero encontréis adecuados.

El odio desfiguró mi rostro.

– Decidme, señor, ¿eso que tenéis en la mano es una mancha de sangre?

En un movimiento automático, levantó las manos con los dedos separados, y se las miró; después de observar mi expresión de severo placer las bajó e intentó disimular su vergüenza por haber interpretado mi pregunta al pie de la letra.

– Eso me pareció -añadí-. ¿César os ordenó que matarais vos mismo a mi hermano, para asegurarse de que el crimen se hiciese correctamente?

Su sonrisa se esfumó; ya no hizo ningún otro intento de conversar hasta que llegamos a nuestro destino.

Nunca había visitado el castillo de Sant'Angelo y solo sabía de su infamia como prisión. Sospechaba que me encerrarían en una asquerosa mazmorra con un jergón de paja y cadenas en las paredes desnudas, y oxidados barrotes de hierro en lugar de puertas.

Don Micheletto y yo pasamos por unos muy bien cuidados jardines hasta una entrada lateral; allí indicó a todos los guardias, excepto a dos, que permaneciesen en el exterior. Me llevaron por unos pasillos que me recordaron el palacio donde había residido durante tanto tiempo.

Por fin mi guía abrió unas puertas con soberbias tallas que daban a mi «celda». Eran mis nuevos aposentos; en la antecámara, vi una silla que se habían llevado de mi habitación en el palacio de Santa María; los suelos estaban cubiertos con mis alfombras de piel. En la habitación interior, sobre mi lecho, estaba mi cubrecama de brocado, y mis cortinas, y mi candelabro de plata sujeto a la pared. Más allá había un pequeño balcón que daba a otros jardines.

Observé la estancia sin ánimos, sin hacer ningún comentario. Hubiese preferido un entorno mucho más inhóspito, que reflejase mi pesar. No encontraba ningún consuelo en ese lujo, en estar rodeada de cosas conocidas.

Al volverme vi que Micheletto sonreía.

– Doña Esmeralda se reunirá con vos, por supuesto -manifestó-. Ella está recogiendo algunas pertenencias más. Por favor, sentíos libre de solicitar lo que necesitéis. Dados los terribles acontecimientos, todo lo que pedimos es que, si queréis pasear por los jardines, o visitar a vuestro esposo en Santa María, pidáis una escolta.

– ¿Quién dispuso todo esto?

Una de las comisuras de la boca de Micheletto se alzó todavía más.

– En la más estricta confianza: don César. Lamenta las exigencias de la política y cualquier dolor que puedan haberos causado. No tiene el menor deseo de provocaros más sufrimiento.

«Sé bueno con Sancha», le había dicho Lucrecia. César, afirmaba ella, aún me amaba.

Pero yo no quería su bondad. Solo quería una cosa: venganza, y si ello no era posible, entonces el olvido, si podía encontrar dentro de mí misma el coraje para buscarlo.

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