También el pequeño Rodrigo te echa de menos; pregunta a todas horas por su tía, Sancha. No lo reconocerías, ¡ha crecido tanto! Cada día que pasa se parece más y más a su padre. Hay pocas noticias que contar: todos los días son iguales, y se confunden. Pero debo informarte que, no mucho después de mi llegada, se presentaron César y su ejército y acamparon aquí una noche. Me vi obligada a agasajarlo a él y a los más destacados miembros de su compañía.
Ahora viaja con el artista e inventor Leonardo Da Vinci. Don Leonardo vino a cenar aquella noche. Es un anciano bondadoso, de aspecto excéntrico, con una nariz ganchuda, grandes y sorprendentes ojos, y una larga cabellera y barba blancas que lleva descuidadas. A pesar de su edad, su mente es brillante. César dice que es un genio de la ingeniería, y que ha demostrado ser de gran utilidad cuando hay que utilizar explosivos para echar abajo puentes. Yo solo sé que fue muy amable y que posee un muy fino sentido del humor. Cuando estábamos cenando, pidió un pergamino, y sacó una pluma y tinta que siempre lleva encima a todas horas; mientras César hablaba de su campaña militar, don Leonardo se ocupó de dibujar. Rodrigo apareció, y mostró un gran interés: yo me disponía a llevarme al niño de regreso a sus aposentos y reprenderlo por molestar a un invitado, pero don Leonardo se mostró muy dulce, y permitió que Rodrigo se sentase en sus rodillas y mirase mientras él hacía su boceto.
De nuevo vuelvo a César y a su compañía. Debo mencionar aquí a otro hombre que lo acompaña, un tal Nicolás Maquiavelo, un hombre de labios finos y desagradables, que apenas probó su cena porque estaba muy ocupado escribiendo en un diario mientras mi hermano hablaba, como si las palabras de César fuesen perlas.
Mi hermano me dijo que se había apoderado sin dificultades de las propiedades que rodean Boloña y Florencia; las grandes ciudades le entregaban fortalezas y fincas temerosas de su ejército, dado que se había fortalecido con el regalo de diez mil hombres del rey Luis. César dice que ahora es invencible, y que puede marchar a través de Italia y apoderarse de todas las tierras que desee.
Una vez mi hermano acabó de hablar, al final de la cena, don Leonardo me obsequió el boceto acabado. Me sentí muy halagada porque era un retrato de mi persona tal como me había visto en la mesa; sin embargo, me sorprendí al ver qué triste que era mi expresión, porque había hecho todos los esfuerzos posibles para mostrarme animada y brillante para mis invitados.
Debajo de mi retrato, don Leonardo había escrito un verso del poeta Sannazaro:
Perpianto la mia carne si distilla.
Mi carne se derrite con mis lágrimas.
Don Leonardo es muy sabio. Ve a través de las apariencias y llega hasta el alma de la persona; tiene el mágico talento de transmitir lo que hay en un corazón con ayuda de un simple pergamino y tinta. Hay otras muchas cosas que quisiera decirte pero una carta no es la mejor manera de transmitirlas. Tendré que esperar hasta poder verte de nuevo en persona.
Rezo por ti cada noche, hermana, y pienso en ti con gran cariño. Nunca he encontrado una mejor y más digna amiga. Que Dios vele por ti.
Afectuosamente,
Lucrecia
Doblé la carta y la guardé dentro de mi pequeño libro de Petrarca. Comprendía que Lucrecia no podía compartir totalmente sus pensamientos conmigo; comprendía las alusiones a su gran dolor, sus insinuaciones de que estaba abrumada por la culpa, su declaración de que se había visto «obligada» a agasajar a su hermano; y eso significaba que lo había hecho sin ninguna voluntad. Había insinuado su deseo de ser perdonada.
No podía, no quería responder. ¿Qué noticias tenía para compartir? ¿Que me había vuelto loca de dolor debido en parte a su traición? ¿Que lo único que me producía placer era pensar en la venganza contra César?
Más tarde, le mostré en privado la carta a Dorotea de la Crema. Apretó los labios mientras leía; por fin, asintió.
– César se está apoderando de todas las tierras que desea -confirmó-, y también de todas las mujeres. He escuchado las últimas noticias; cuando conquista una nueva ciudad, se apodera de todas las damas nobles para su harén ambulante. Cada noche, escoge a una nueva mujer para humillar.
Tales noticias alimentaban mi odio, y me hacían soñar por la noche: empuñaría la espada clavada en mi corazón, y la utilizaría para golpear, como un relámpago de acero, y separar la cabeza de César de su cuerpo con un único golpe vengador. Sonreí mientras veía cómo la cabeza caía y rodaba lejos del cuerpo, que se desplomaba, al ver cómo la sangre más cruel que jamás había corrido por una vena fluía como el agua del Tíber.
En mi sueño, escuché la voz de mi hermano que repetía en tono alegre: «Has intentado matar al hombre equivocado».
Verano de 1501-Principios de invierno de 1503
***
El huevo se ha roto -dijo Alfonso. Vestía, como siempre, de satén azul claro; su expresión, de una severidad poco habitual, era una advertencia-. Esta vez no se puede reparar…»Una húmeda mañana de agosto me desperté con una exclamación y con el sonido de los gritos de Esmeralda en la antecámara. Corrí y la encontré acurrucada, con las manos aferradas al pecho, como si sufriese un tremendo y punzante dolor.
– ¡Esmeralda! -Corrí a su lado y sujeté sus carnosos brazos. Ahora era mayor, y estaba bastante rolliza; pensé de inmediato en el ataque de apoplejía de Ferrante y la ayudé a sentarse en una silla-. Siéntate, querida… -Me levanté, encontré la jarra de vino y le serví una copa, que acerqué a sus labios-. Ten, bebe. El guardia irá a buscar al médico.
Ella bebió un sorbo, tosió, y luego con un gesto de su mano, susurró:
– ¡No quiero un doctor! -Me miró, los ojos llenos de pesar, y dijo con voz angustiada-: ¡Oh, doña Sancha! Si esto fuese algo que un médico pudiese solucionar… -Respiró jadeante, y luego añadió-: No llames al guardia. Acabo de hablar con él. Me comunicó las noticias…
– ¿Qué ha pasado?
– Nuestro Nápoles dijo, y se enjugó las lágrimas con una punta de su amplia manga-. Oh, madonna, se me parte el corazón… tu tío, Federico, ha sido derrocado del trono y se ha marchado al exilio. El rey Fernando el Católico y el rey Luis han conspirado y unido sus ejércitos; comparten el gobierno de Nápoles. Hoy, las banderas francesa y española ondean juntas en el Castel Nuovo. Fernando es ahora el regente de la ciudad.
Solté una larga exhalación mientras me arrodillaba a su lado. La muerte de Alfonso me había robado la razón y la felicidad, pero siempre había quedado la débil y distante ilusión de que algún día podría regresar a casa: al palacio real, con Federico y sus hermanos, y con la familia que había conocido. Ahora eso también me había sido arrebatado.
La real casa de Aragón ya no existía.
Estaba demasiado atónita para hablar. Doña Esmeralda y yo permanecimos en silencio y sufrimos durante unos momentos hasta que dije con todo conocimiento, con mis labios temblando de odio:
– César Borgia… cabalgó con el ejército del rey Luis hasta la ciudad.
Ella me miró, asombrada.
– Sí, madonna… ¿cómo lo sabes?
No respondí.
Volví a caer en una aturdida desesperación, de la que ni Esmeralda ni la pócima del médico podían sacarme. Mi único descanso llegaba durante mis paseos con doña Dorotea; ella llevaba todo el peso de la conversación mientras yo escuchaba, muda y desinteresada.
Un día, me trajo noticias de Lucrecia, que había regresado a Roma aquel otoño en respuesta a la imperiosa orden de su padre. Dorotea relató el encuentro entre el Papa y su hija. En la sala del trono papal, en presencia de las damas de Lucrecia, los servidores del Papa y el chambelán, Su Santidad le dijo a Lucrecia que César y él habían considerado a los pretendientes de su mano. Habían escogido a uno: Francesco Orsini, duque de Gravina. Orsini había propuesto matrimonio a Lucrecia unos años atrás pero le habían rechazado en favor de mi hermano. Ahora, Alejandro la informó de que se convertiría en la duquesa de Gravina. Desde el punto de vista político, esta era la mejor opción.
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