Jeanne Kalogridis - La Cautiva De Los Borgia

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La inocencia de la joven Sancha de Aragón, así como el honor de su linaje, se ponen a prueba cuando su matrimonio con Jofre Borgia, el hijo menor del papa Alejandro VI, la arrastra al círculo íntimo de la familia más poderosa de Europa, la más intrigante y la que mayores suspicacias despierta. Un irresistible relato de conspiraciones, intrigas, pasión, deslealtades y codicia desde el punto de vista de una noble española obligada a vivir en un mundo brillante y muy peligroso.

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Me levanté con la intención de pasar a su lado y ver con mis propios ojos el inevitable resultado del regreso de mi hermano a Roma; pero los soldados me cerraron el paso y la visión.

– Doña Lucrecia -dijo Micheletto, con un tono suave y de pena-, ha ocurrido un desafortunado accidente. Vuestro marido se ha caído y se ha reabierto una de sus heridas. Lamento ser el portador de tan triste noticia, pero el duque de Bisciglie ha muerto de una súbita hemorragia.

Detrás de él, desde los frescos de Pinturicchio, las sibilas miraban mudas el más terrible de los crímenes.

– ¡Mentiroso! -grité, perdiendo el control-. ¡Asesino! ¡Sois tan malvado como vuestro amo!

Micheletto era tan contenido como César; no hizo caso de mis palabras, como si nunca las hubiese dicho; en cambio dirigió su atención a Lucrecia.

Ella no respondió, no reaccionó a la conmoción a su alrededor. Permaneció ensimismada, sentada en el suelo de espalda a Micheletto; las silenciosas lágrimas todavía rodaban por sus mejillas.

– ¡Qué terrible! -murmuró el comandante-. Está tan conmovida…

Fue a cogerle el brazo, para ayudarla a levantarse; me incliné y lo abofeteé en la cara.

Él se echó atrás sorprendido, pero tenía demasiada sangre fría para avergonzarse; se contuvo de inmediato.

– ¡No la toquéis, escoria! ¡No tenéis ningún derecho a tocarla con vuestras manos manchadas con la sangre de su esposo!

Él se limitó a encogerse de hombros y observó con calma mientras yo ayudaba a Lucrecia a levantarse. Lo hizo como un títere, sin voluntad propia; la de ella, después de todo, había sido anulada por su hermano y su padre.

Mientras tanto, los soldados se llevaron a los doctores detenidos, Clemente y Galeano, junto con los sirvientes de Alfonso. Los representantes de los embajadores fueron despachados con firmeza y cuando el napolitano en un primer momento se negó a marcharse, una espada en su garganta lo convenció.

Luego apareció un grupo de guardias papales; los del exterior intentaban ocultar a la vista lo que sus camaradas en el centro llevaban: el cadáver de mi hermano.

Lucrecia se volvió, pero yo avancé, dispuesta a ver a Alfonso por última vez; solo atisbé los rizos dorados manchados con sangre y un brazo que colgaba inerte. Intenté seguir a los hombres, pero un par de soldados se adelantaron para cerrarme el paso. Me obligaron a retroceder y a ponerme junto a Lucrecia; era obvio que habían recibido la orden de vigilarnos.

– ¡El rey de Nápoles se enterará de esto! -grité-. Habrá venganza.

Apenas sabía lo que decía; solo que no había palabras lo bastante fuertes para vengar el crimen cometido. Don Micheletto ni siquiera intentó fingir preocupación. Uno de los soldados se rió.

Doña Esmeralda y doña María se reunieron con nosotras; los guardias esperaron hasta que el cuerpo de Alfonso desapareció de nuestra vista, y después nos obligaron a movernos.

En aquellos primeros momentos, mi mente se negaba a aceptar lo que acababa de suceder. Aturdida, no derramé ni una sola lágrima mientras nos sacaban de allí. Tras dejar los aposentos Borgia, y mientras caminábamos por un pasillo que llevaba fuera del Vaticano, vi en el suelo algo que me destrozó el corazón: una zapatilla de terciopelo azul oscuro; Alfonso la había usado durante su mes de convalecencia. Había caído de su pie cuando los soldados se lo llevaban. Me agaché, la recogí y después la apreté contra mi pecho como si fuese una reliquia sagrada; para mí lo era, porque mi hermano tenía el corazón de un santo.

Los guardias tuvieron la prudencia de no quitármela.

Con la zapatilla de Alfonso, salí tambaleante a un paisaje que carecía de sentido y me resultaba desconocido por el dolor. Las voces de los peregrinos apiñados en la plaza de San Pedro eran una jerigonza dura e incomprensible; sus cuerpos en movimiento, un vertiginoso relámpago. Los jardines, exuberantes y verdes en el calor húmedo del verano, parecían burlarse, como también lo hacía la hermosa entrada de mármol del palacio de Santa María. Me sentí agraviada: ¿cómo se atrevía el mundo a exhibir su belleza cuando había ocurrido el peor de los acontecimientos posibles?

Me tambaleé, y en varias ocasiones estuve muy cerca de caer: creo que doña Esmeralda me sujetó. Yo solo era consciente de que junto a mí había un cuerpo vestido de negro y unos brazos suaves. Los soldados hablaban; no les comprendía. Solo sé que, en algún momento, me encontré no en mis propias habitaciones, sino en las más lujosas de Lucrecia. Ella estaba allí, y lloraba junto con doña María; doña Esmeralda estaba sentada a mi lado, y, de vez en cuando, me hacía preguntas que yo no respondía. De haber tenido mi estilete en aquellas primeras horas terribles, me hubiese cortado la garganta. No me hubiese importado haber cedido a la cobardía como había hecho mi padre: nada tenía ya importancia. Una negrura se había abatido sobre mí, mucho más profunda que aquella de la habitación de mi padre en Mesina.

En mi mente, era una petulante niña de once años que maldecía a mi padre por haberme castigado al separarme de Alfonso. No era justo, le había dicho, porque mi hermano también sufriría.

Mi padre me había respondido con una sonrisa cruel -cruel como la de César Borgia- y me había provocado. «¿Qué sientes, Sancha? ¿Cómo te sientes al saberte responsable de herir a quien más quieres?»Porque mis esfuerzos por salvar a Alfonso con el asesinato de César habían llevado a la muerte a mi hermano.

«Lo he matado -me dije con amargura-. Yo y César.» De no haberme permitido enamorarme de César, de no haber rechazado su oferta de matrimonio, quizá mi hermano todavía estaría vivo.

«Me mentiste -le dije a la bruja, quizá en voz alta o para mí misma, no lo sé-. Me mentiste… tú dijiste que si empuñaba la segunda espada, él estaría seguro. Yo solo intentaba cumplir con mi destino…»En mi imaginación, la bruja apareció ante mí: alta, con su porte orgulloso, velada. Como las sibilas en los magníficos aposentos Borgia, ella permaneció en silencio. «¿Por qué? -susurré, con la misma ira que le había mostrado a Lucrecia-. ¿Por qué? Solo intentaba salvar a la mejor y más amable de las almas…»Por fin la conmoción inicial del suceso desapareció y me dominó la brutal realidad de la muerte de mi hermano. César y mi padre se entrelazaron en mis pensamientos, como el hombre cruel de cabellos oscuros que se había llevado a Alfonso; un hombre cruel al que había amado hasta lo más profundo, y al que también me había visto forzada a odiar.

De niña lloré cuando mi padre me separó de mi hermano; después juré que nunca más permitiría que un hombre me hiciese llorar. No lloré cuando mi padre se colgó, cuando Juan me violó, cuando César me rechazó. Pero el dolor que se acumulaba dentro de mí al saber que Alfonso y yo estábamos ahora separados para siempre era demasiado enorme, demasiado profundo, demasiado violento para ser negado. Me sacudieron unos sollozos involuntarios; apreté mi rostro contra las rodillas y lloré con una fuerza que me provocó incluso dolor físico. Durante varias horas derramé las lágrimas que había contenido durante la mayor parte de mi vida hasta que mis faldas quedaron empapadas; incluso entonces continué llorando. Esmeralda me alzaba el rostro y me lo limpiaba con un paño fresco, y después ponía una toalla sobre mis rodillas para que absorbiese la humedad.

Alfonso, solo mi querido Alfonso, tendría mis lágrimas.

Al cabo de horas, acabé agotada; solo entonces escuché el sonoro llanto de Lucrecia. La miré con una mezcla de piedad y odio virulento; ella era como Jofre, débil; mucho más de lo que había creído. En su lugar, yo hubiese buscado una solución para salvar a mi esposo y a mi hijo.

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