Jeanne Kalogridis - La Cautiva De Los Borgia

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La inocencia de la joven Sancha de Aragón, así como el honor de su linaje, se ponen a prueba cuando su matrimonio con Jofre Borgia, el hijo menor del papa Alejandro VI, la arrastra al círculo íntimo de la familia más poderosa de Europa, la más intrigante y la que mayores suspicacias despierta. Un irresistible relato de conspiraciones, intrigas, pasión, deslealtades y codicia desde el punto de vista de una noble española obligada a vivir en un mundo brillante y muy peligroso.

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Una vez que Alfonso, Lucrecia y el niño estuviesen fuera del Vaticano, un grupo de dos docenas de napolitanos bien armados los estarían esperando con caballos y un carruaje, y los escoltarían fuera de Roma antes de que César o el Papa descubriesen su desaparición.

Yo ya había decidido ir con ellos y llevarme a doña Esmeralda conmigo, aunque no le había dicho nada de eso a Jofre.

La fuga tendría lugar al cabo de una semana; siempre que Alfonso continuase mejorando.

Por desdichada que me sintiese, confinada en una pequeña habitación en el Vaticano, rodeada de guardias y siempre temerosa por la vida de mi hermano, saber que nuestro encierro muy pronto se acabaría alegró mi ánimo. El humor de Lucrecia también comenzó a mejorar, a medida que se acercaba el momento, sobre todo cuando quedó claro que Alfonso estaría lo bastante fuerte para viajar.

A menudo miraba los retratos de las sibilas, en particular aquella con el resplandeciente pelo dorado. Su expresión era fiera, su impresionante mirada fija en un lejano y terrible futuro.

En el ínterin, nos visitó el embajador de Venecia en persona, que confirmó la historia que Jofre nos había relatado. Nos ofreció con toda generosidad su ayuda; se lo agradecimos y le dijimos que lo llamaríamos si surgía la necesidad.

Sin duda su presencia en nuestras habitaciones despertó el interés en Su Santidad, porque Lucrecia muy pronto fue llamada a una audiencia con su padre.

Regresó de ella temblorosa pero decidida. Alfonso le formuló la pregunta con una mirada.

– Mi padre me ha hablado de su conversación con el embajador -dijo Lucrecia-. Dice que perdió la paciencia por el tono agresivo de las preguntas del hombre, y que lo malinterpretó. -Esto no me sorprendió en absoluto, porque el Papa estaba enterado de la visita del veneciano-. Lamenta su afirmación de que Alfonso merecía el ataque de César. Incluso me ha pedido que os transmitiese sus disculpas personales.

– Si Su Santidad desea disculparse -replicó Alfonso con frialdad-, ¿por qué no lo hace en persona?

Lucrecia miró a su esposo, y vi un destello de angustia en sus ojos. A pesar de su cólera ante el intento de asesinato contra su marido, una parte de su ser -aquella que ansiaba el afecto natural de un padre- deseaba creer las palabras de su progenitor. Sentí una punzada de desconsuelo.

– Quizá está avergonzado de César -manifestó Lucrecia-. Quizá no ha venido porque se siente avergonzado.

– Lucrecia… -comenzó Alfonso, pero ella lo interrumpió en el acto.

– Me recordó que estamos protegidos por sus soldados y que no hemos sufrido ningún daño en todo este tiempo. Le duele saber que creemos que dio su apoyo a un ataque contra ti. Nos ha ofrecido toda la ayuda que deseemos.

– No puedes confiar en él, Lucrecia -dijo Alfonso con ternura.

Ella asintió, pero su expresión reveló su tormento interior.

Al día siguiente -como si hubiese oído las palabras de Alfonso- el Papa apareció. Los soldados se apartaron sin darle el alto a nuestro visitante, o anunciarlo; después de todo, estaban a su servicio.

Alejandro, para sorpresa de todos, se presentó sin ningún asistente, y cuando Alfonso, Lucrecia y yo lo miramos desde nuestros asientos en la antecámara, en compañía de los doctores napolitanos Galeano y Clemente, hizo un gesto con su mano nudosa para que permaneciésemos sentados. Por respeto a nuestra intimidad, los médicos se retiraron.

– No he venido como Papa -manifestó Alejandro, después de que ellos se hubiesen ido-, sino como padre.

Con un suave gemido y un gran suspiro, porque la edad continuaba haciendo sentir sus efectos en él, se sentó delante de nosotros tres y se inclinó para apoyar las manos en las rodillas cubiertas con satén blanco.

– Alfonso, hijo mío -prosiguió-, le pedí a Lucrecia que te ofreciese mis disculpas y explicase mis apresuradas palabras al embajador veneciano. Comprendí al pensarlo que podían ser mal interpretadas. También deseo dejar claro que, si bien César es mi hijo y también el capitán general de mi ejército, a menudo estamos enfrentados. Le he reprochado de la forma más severa su participación en el ataque, aunque continúa negándolo. César es un soldado, con un corazón de piedra, no como yo. -Miró con sus ojos amarillentos a mi hermano-. Debes comprenderlo, nunca levantaría una mano contra mi propia sangre. No forma parte de mí; tampoco lo apoyaría. Mi corazón se partió de nuevo al escuchar lo que César había hecho contra ti.

Con esta última frase, admitía de forma indirecta la culpa de César en la muerte de Juan. Sabía que el viejo había llorado desde lo más profundo de su corazón el asesinato de Juan, y por primera vez, se me ocurrió que Alejandro podría estar diciendo la verdad. Quizá no había tenido conocimiento previo del intento de asesinato contra mi hermano. Después de todo, él había hecho todo lo que Lucrecia y yo le habíamos pedido. Si de verdad apoyara a César, habría bastado con que se negara a llamar a su médico, y prohibiese que los soldados de Lucrecia vigilasen las puertas de los aposentos. Podría habernos forzado a todos a ver cómo Alfonso se desangraba hasta morir.

«No -me dije a mí misma, horrorizada al ver que estaba comenzando a dejarme convencer por las palabras de Alejandro-. No, hace esto porque se da cuenta de que está perdiendo a su hija, y dirá lo que sea para intentar retenerla en Roma.»Hizo una pausa; ninguno de nosotros habló, porque todos estábamos sorprendidos por su sincero discurso.

– Ruego cada noche a Dios para que perdone a mi hijo por sus acciones -continuó Alejandro en tono triste-. También rezo a Dios para que se apiade de mí por ser un viejo tonto y no saber encontrar la manera de evitar que sucedan estas cosas terribles. Ruego, Alfonso, que algún día puedas perdonarme por mi negligencia. Mientras tanto, te digo que cualquier protección, cualquier ayuda que requieras mientras estés bajo mi techo, te la concederé con agrado. -Se levantó, y otra vez soltó un pequeño gemido. Alfonso también se levantó, y Su Santidad se apresuró a indicarle que volviese a sentarse-. No. Siéntate, descansa.

Pero Alfonso permaneció de pie.

– Gracias, santidad, por vuestra visita y vuestras palabras. Dios sea con vos. -Su tono era cortés, pero yo conocía a mi hermano. No había creído ni una palabra del discurso del Papa.

– Y con vosotros. -Alejandro nos bendijo a todos con la señal de la cruz, y se marchó.

Tras la visita de su padre, Lucrecia se mostró muy triste. Quizá por fin había comprendido que rompería con su familia para siempre al marcharse a Nápoles, y que nunca volvería a ver vivo a su padre. Lo lamenté por ella, pero al mismo tiempo no pude reprimir mi creciente alegría al pensar que muy pronto me libraría de las traiciones de los Borgia; más aún, esperaba con ansias el momento de tener noticias de la muerte de César.

Nos marcharíamos en plena madrugada del 20 de agosto.

Dos días antes, el 18 de agosto, comenzó como una tranquila mañana; muy feliz para mí. En mi mente, ya había dejado atrás las posesiones que había adquirido en Roma. No me atrevía a correr el riesgo de pedirle a Jofre que me trajese nada para llevarme a Nápoles. El se sentiría dolido por mi abandono, pero si de verdad me amaba y quería seguirme, encontraría la manera.

Mientras tanto, me daba por satisfecha con viajar a Nápoles solo con los dos vestidos que tenía conmigo. No me importaba no volver a ver mis alhajas.

Así que aquella mañana yo estaba alegre, Alfonso inquieto y Lucrecia sombría, porque pensé que ella ya había comenzado a echar de menos a su familia y Roma. Nos comportamos con la mayor naturalidad de la que fuimos capaces para que ningún visitante sospechase que nuestro tiempo en la Sala de las Sibilas llegaba a su fin. Lucrecia pidió que le trajesen al pequeño Rodrigo y jugamos con él toda la mañana; resultó ser una alegre distracción para nosotros, porque ya gateaba, y teníamos que perseguirlo por todo el aposento para evitar que hiciese travesuras. Al final, el niño se quedó dormido en los brazos de su padre; Lucrecia los miró a los dos durante una hora con un amor tan profundo que me sentí conmovida.

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