Colleen McCullough - Las Mujeres De César

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Las mujeres de César es el retrato de la ascensión de Cayo Julio César hasta los lugares más prominentes de su mundo, y comienza con su regreso a Roma en el año 68 a.C. En este libro Collen McCullough descubre al hombre que se enconde tras la leyenda. Y nos ofrece con gran maestría todos los datos y pormenores para que el lector decida por sí mismo. Tras El primer hombre de Roma, La corona de hierba y Favoritos de la fortuna, continúa el gran ciclo novelesco sobre la antigua Roma.

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– Muy bien, no contaré con ello. Pero, ¿quién puede casarse con Calpurnia?

– ¿Por qué no yo? -preguntó César levantando las cejas.

Los otros dos hombres se lo quedaron mirando, y unas sonrisas de deleite les florecieron en los labios.

– Eso sería una respuesta perfecta -dijo Craso.

– Pues muy bien, entonces… Lucio Pisón es nuestro otro cónsul.

– César dio un suspiro-. Pero, ay, no nos irá tan bien en cuanto a los pretores.

– Si tenemos a los dos cónsules, no nos harán falta los pretores -dijo Pompeyo-. Lo mejor de Lucio Pisón y Gabinio es que son hombres fuertes. Los boni no los intimidarán… ni podrán tirarse faroles con ellos.

– Queda el asunto de conseguirme a mí la provincia que quiero. La Galia Cisalpina e Iliria -dijo César pensativamente.

– Harás que Vatinio lo legisle en la Asamblea Plebeya -dijo Pompeyo-. Los boni ni soñaban con que tendrían que oponerse a nosotros tres cuando te asignaron las rutas de ganado trashumante de Italia, ¿no es cierto? -Sonrió-. Tienes razón, César. Con nosotros tres unidos, podemos conseguir lo que queramos en las Asambleas!

– No olvides que Bíbulo está contemplando el cielo -dijo Craso con un gruñido-. Cualquier ley que consigas aprobar seguramente será desafiada, aunque sea dentro de años. Además, Magnus, a tu hombre, Afranio, le ha sido prorrogada la estancia en la Galia Cisalpina. A tus clientes no les parecerá bien que des tu visto bueno para quitársela y dársela a César.

Con el rostro de un rojo apagado, Pompeyo miró enojado a Craso.

– ¡Muy bien expresado, Craso! -dijo con brusquedad-. Afranio hará lo que yo diga, se apartará a un lado para dejarle paso a César voluntariamente. ¡Me costó varios millones comprar para él el cargo de cónsul junior, y él sabe que no se ha ganado el dinero que me costó! ¡No te preocupes por lo de Afranio, que podría darte un ataque de apoplejía!

– Eso quisieras tú -dijo Craso al tiempo que esbozaba una amplia sonrisa.

– Voy a pedirte más que eso, Magnus -intervino César-. Quiero la Galia Cisalpina desde el momento en que Vatinio consiga que su ley sea ratificada, no desde el día de año nuevo. Hay cosas que tengo que hacer allí, cuanto antes mejor.

El león no experimentó escalofríos en el pellejo, pues lo tenía demasiado caliente a causa de las atenciones que le prodigaba la hija de César; Pompeyo se limitó a asentir con la cabeza y a sonreír, y ni siquiera se le ocurrió preguntar cuáles eran las cosas que quería hacer César.

– Ansioso por empezar, ¿verdad? No veo por qué no, César.

– Empezó a removerse en el asiento-. ¿Es todo? ¡Verdaderamente debo irme a casa con Julia, no quiero que piense que tengo una amiguita!

Y allá se fue, riéndose de su propio chiste.

– No hay nada más tonto que un viejo tonto -dijo Craso.

– ¡Sé bueno, Marco! Está enamorado.

– De sí mismo.

– Craso se quitó de la cabeza a Pompeyo y fijó su atención en César-. ¿Qué te propones, Cayo? ¿Por qué necesitas la Galia Cisalpina de inmediato?

– Necesito reclutar más legiones, entre otras cosas.

– Sabe Magnus que estás decidido a suplantarlo como el mayor conquistador de Roma?

– No, he logrado ocultárselo muy bien.

– Bien, verdaderamente tienes suerte, lo admito. La hija de otro hombre habría tenido el aspecto de Terencia y habría hablado como Terencia, pero la tuya es tan encantadora por dentro como por fuera. Lo tendrá embelesado durante años. Y un día Pompeyo se despertará y se encontrará con que tú lo has eclipsado.

– Así será -dijo César sin la menor vacilación en la voz.

– Con Julia o sin ella, entonces se convertirá en tu enemigo.

– Ya me ocuparé de eso cuando ocurra, Marco.

Craso emitió un bufido.

– ¡Eso dices! Pero te conozco, Cayo. Es cierto, tú no intentas saltar los obstáculos antes de que aparezcan. No obstante, no hay ninguna contingencia en la que tú no hayas pensado con años de anticipación antes de que ocurra. Eres astuto, habilidoso, creativo y valeroso.

– ¡Muy bien expresado! -dijo César, cuyos ojos se habían puesto chispeantes.

– Comprendo lo que planeas para cuando seas procónsul -le dijo Craso-. Quieres conquistar todas las tribus y tierras del norte y del este de Italia recorriendo el curso del Danubio hasta el mar Euxino. ¡Sin embargo, el Senado controla las finanzas públicas! Vatinio puede hacer que la Asamblea Plebeya te conceda la Galia Cisalpina juntamente con Iliria, pero aun así tienes que recurrir al Senado en busca de fondos. Aunque los boni no chillasen ultrajados, el Senado tradicionalmente se niega a pagar guerras agresivas. Ahí es donde Magnus estuvo impecable. Todas sus guerras las ha librado contra enemigos oficiales de Roma: Carbón, Bruto, Sertorio, los piratas, los dos reyes. Mientras que tú te propones atacar primero, ser el agresor. El Senado no dará su visto bueno, y muchos de tus propios partidarios tampoco. Las guerras cuestan dinero. El Senado posee el dinero. Y tú no lo conseguirás.

– No me estás diciendo nada que yo no sepa ya, Marco. No tengo pensado acudir al Senado en busca de dinero. Lo encontraré por mi cuenta.

– De tus campañas. ¡Eso es muy arriesgado!

La respuesta de César fue extraña.

– ¿Sigues determinado a anexionar Egipto? -preguntó-. Tengo curiosidad.

Craso parpadeó ante aquel cambio de tema.

– Me encantaría, pero no puedo. Todos los boni morirían, antes de permitírmelo.

– ¡Bien! Entonces seguro que conseguiré esos fondos -dijo César sonriendo.

– Estoy completamente sorprendido.

– Todo se revelará a su debido tiempo.

Cuando César fue a ver a Bruto a la mañana siguiente sólo encontró a Servilia, quien le puso mala cara, advirtió él en seguida, más porque le parecía que debía ponérsela que porque le hubiera herido los sentimientos para siempre. Servilia llevaba alrededor del cuello una gruesa cadena de oro, y colgando de la misma, en una jaula de oro, estaba la enorme perla con forma de fresa. El vestido que llevaba puesto era un poco más claro, pero del mismo color.

– ¿Dónde está Bruto? -le preguntó César después de besarla.

– Ha ido a casa de su tío Catón -respondió Servilia-. Me has jugado una mala pasada, César.

– Según Julia, la atracción entre Catón y Bruto ha existido siempre -le explicó César mientras se sentaba-. Tu perla tiene un aspecto magnífico.

– Soy la envidia de toda mujer de Roma. ¿Cómo está Julia?

– le preguntó con dulzura.

– Bueno, yo no la he visto, pero si hay que creer lo que dice Pompeyo, está muy satisfecha consigo misma. Puedes considerar que tu hijo y tú habéis sido muy afortunados quedando fuera de ello, Servilia. Mi hija ha encontrado la horma conveniente, lo cual significa que su matrimonio con Bruto no habría durado mucho.

– Eso es lo que me dijo Aurelia. Oh, me dan ganas de matarte, César, pero Julia siempre fue idea de Bruto, no mía. Cuando tú y yo nos hicimos amantes, yo veía ese compromiso como un medio para retenerte, pero también se me hacía muy incómodo después de que la noticia salió a la luz. El incesto técnico no es algo que yo ambicione.

– Hizo una mueca-. Es algo que rebaja.

– Las cosas suelen suceder para bien.

– Las perogrulladas no te favorecen, César.

– No le favorecen a nadie.

– ¿Qué te trae por aquí tan pronto? Un hombre prudente se habría mantenido alejado durante algún tiempo.

– Se me olvidó transmitir un mensaje de parte de Pompeyo -dijo César con los ojos chispeantes de malicia.

– ¿Qué mensaje?

– Que si Bruto quería, Pompeyo estaría contento de entregarle a su hija a cambio de la mía. Lo dijo con toda sinceridad.

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